Homilía de Despedida del Arzobispo Emérito de Valladolid, D. José Delicado Baeza

Homilía en la Eucaristía de Acción de Gracias
al terminar el gobierno pastoral en la Archidiócesis de Valladolid

27º domingo del Tiempo Ordinario A - 6 de Octubre de 2002

El evangelio que acabamos de escuchar acerca de la viña del Señor (Mt 21, 33-43) obliga a un examen de conciencia profundo, especialmente ahora cuando estoy a punto de cesar, por haberme aceptado el Santo Padre la renuncia al gobierno pastoral en virtud del Derecho Canónico al cumplir los 75 años, en esta responsabilidad episcopal que he ejercido durante 27 años en esta querida Archidiócesis de Valladolid. ¿Qué he hecho en la viña del Señor? ¿Qué frutos ha producido mi ministerio, a sabiendas, como bien conozco, que ha sido Él quien la cultiva con todo esmero, porque la ama entrañablemente?

No encuentro respuesta más que en la misericordia de Dios. A ella me acojo y a su providencia me abandono. ¡Cómo me gustaría haber servido de ejemplo, como les dice San Pablo a los filipenses en la segunda lectura de hoy! (Flp 4, 6-9). Pero el que soy saludaría entristecido al que debería haber sido si no fuese porque creo firmemente en la misericordia de Dios. Hacer memoria de la misericordia divina es el motivo más fuerte para la gratitud al Señor, porque todo es gracia. Gratitud que extiendo a todos los diocesanos, y especialmente a vosotros, que os habéis entregado con generosidad al servicio de la viña del Señor. Por eso, además de dar gracias juntos en esta celebración eucarística con nuestro Mediador mismo, Jesucristo nuestro Señor, sí que puedo deciros con el Apóstol: "Nada os preocupe; sino en toda ocasión, en la oración y súplica con acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a Dios. Y la paz de Dios, que sobrepasa a todo juicio, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús".

Memoria del inicio de mi episcopado

Comencé a ser obispo en la diócesis de Tuy-Vigo cuatro años después del Vaticano II, el Concilio que marcó mis deseos ministeriales, especialmente a la luz del magisterio de Pablo VI, que fue el Papa que me nombró. Él les había dicho en una alocución a los obispos italianos en 1965: "¿Quién no ve, por ejemplo, que en otro tiempo, especialmente cuando la autoridad pastoral iba ligada a la temporal -¿quién no recuerda el báculo y la espada?-, las insignias del obispo eran de superioridad, de exterioridad, de honor y, a veces, de privilegio, de arbitrio y de suntuosidad?" En el año 1970 volvió a repetirles a los obispos italianos: "Observamos cada día, en el ejercicio de nuestra misión apostólica, que el ministerio del obispo se ha hecho grave y difícil: Verdaderamente la función episcopal no es ya un título de honor temporal, sino un deber de servicio pastoral. ¡Y qué servicio! Todo el peso de las inquietudes eclesiales recae sobre el obispo; él puede decir con San Pablo: "¿Quién enferma, que yo no enferme? ¿Quién se escandaliza que yo no arda?" (2 Cor 11, 29). Este aspecto esencial del sacerdocio ministerial, iluminado hoy plenamente por el Concilio (LG 24, 32, etc.) y reclamado por el momento histórico de la Iglesia, purifica la dignidad episcopal de todo posible brote de vanidad exterior y de poder temporal, caracteriza espiritual y prácticamente la figura del pastor tal como lo quiere, conforme a su ejemplo, el Divino Maestro, le asigna su indispensable, grande y verdadera función en la comunidad eclesial y le multiplica las fuerzas hasta la dedicación completa". Y termina el párrafo aludiendo a estas exigencias intrínsecas que, junto a las dificultades extrínsecas, hacen arduo este ministerio.

Por esas fechas escribí un libro que me solicitaron sobre el episcopado -¿Qué es ser obispo hoy?- y en él expresaba así mis primeros sentimientos ante la misión encomendada: "Mi experiencia episcopal es... ¡de poco más de un año! Algún sacerdote me ha dicho que me he conducido en este tiempo como ellos cuando estrenaron parroquia. Me ven deseoso, entregado, entusiasta, empujando casi demasiado. No me han faltado críticas a mi conducta "episcopal" en este tiempo. Las peores, en todo caso, son las que me dicen mis propias voces interiores".

Cuando Pablo VI hablaba de las exigencias interiores y de las dificultades extrínsecas, yo mismo comenté: "Pero no, no es sólo el trabajo, las exigencias casi inclementes de unos y otros, el estar expuestos a las críticas, el ejercer la función en tiempos difíciles. No es sólo eso. Es el hecho simple y desnudo de ser obispo. Es la responsabilidad. Es la desproporción. Es uno mismo, cuando la fe no es muy fuerte. Es acaso querer... y no poder. Porque uno no llega a más, porque los demás no llegan a más, porque las cosas no dan más de sí, porque quizá, a pesar de todo, se trata de un querer ilusorio o imprudente. Uno no sabe. ¡Hay tantas cosas por hacer! ¡Tantísimas necesidades! Si fuera otro, quizá se llevarían a cabo. Es complicado".

El obispo tiene que ser principio de comunión para la misión eclesial desde la pobreza y la caridad, que son los dos grandes ejes del mensaje evangélico -las bienaventuranzas y el mandamiento nuevo-, porque se trata de vivir según la verdad y en caridad. Hemos de buscar esa comunión para la misión a través de la verdad vivida, no sólo de la verdad aprendida o formulada, sino de la verdad hecha sinceridad. La función del obispo debe ser comprendida a esta luz: promover en su diócesis esa comunidad que cree en Cristo: "La Iglesia se manifiesta como una muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo", dice el Vaticano II (LG 4). Se trata de una comunión dinámica en la vida trinitaria. Por eso el Papa Juan Pablo II insiste al comenzar el nuevo milenio: "Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión: éste es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo" (NMI 43). Es lo que estamos intentando también en nuestra diócesis de Valladolid con nuestros planes y el dinamismo pastoral: una espiritualidad de la comunión cuyo aprendizaje y vivencias siempre tendremos pendientes, porque no deben confundirse con una mera organización exterior de estructuras participativas. Se trata de ese espíritu evangélico de conversión en la humildad, la pobreza, el amor y el coraje apostólico.

Al llegar a Valladolid: deseos y disponibilidad para el servicio

En el ejercicio de la memoria he repasado la homilía que os dirigí el 7 de junio de 1975, el día de mi entrada como arzobispo de Valladolid: "Queridos hermanos: ¡Ya me encuentro entre vosotros! Os saludo como San Pablo: Obispo vuestro, 'apóstol por vocación, escogido para el Evangelio de Dios... a todos los amados de Dios que estáis (en esta iglesia de Valladolid), santos por vocación, a vosotros gracia y paz de parte de nuestro Padre y del Señor Jesucristo’ (Rom 1, 1-7)". Y os decía: "Estoy informado de que vosotros tenéis una gran esperanza. Sois merecedores de tener un obispo que realmente responda a vuestros legítimos deseos, que, expresados de una manera o de otra, según las diversas apreciaciones personales, apuntan a la figura del Buen Pastor. Ante esta expectación, estoy verdaderamente confundido, aunque también estimulado; por eso os lo quiero advertir ya desde el principio: no soy más que un hombre de deseos; no os puedo ofrecer nada más que mi disponibilidad desde mi fe en el Señor Jesús. Cada día que pasa creo que la fe en Jesús es lo más importante de la vida y que su Evangelio y su gracia es lo más hermoso que existe y la mayor, fuerza de salvación que hay en el mundo. Únicamente os podré servir desde esta convicción y vivencia, según la experiencia consciente de mi pobreza, lleno de debilidades, a veces abrumado por la carga apostólica, pero que confía en un amor que nos sobrepasa a todos. Quiero aparecer así, vulnerable, para que no caigáis en la tentación de hacer de vuestro obispo un personaje o un ser poderoso en ningún aspecto".

"Insinuadas estas cosas, quisiera añadir -seguía diciendo- que, en el plano humano, el objeto esperado o deseado -personas, cosas, situaciones, acontecimientos, etc.-, casi siempre suele ser inferior a nuestros deseos; si éstos no son lúcidos o realistas, cuando llega lo que anhelábamos, quedamos decepcionados. Sólo Dios, como objeto de nuestra esperanza, supera lo que podamos desear o imaginar .Por eso, nuestras esperanzas mutuas tienen que ser, en todo caso, una fuerza de convergencia en la búsqueda de Dios y de su Reino, pero una búsqueda no individualista, sino conjunta, en la que nos necesitamos unos a otros; así no corremos el riesgo de vemos frustrados recíprocamente".

Comenzaba la homilía hace veintisiete años con eso que parece una arrogancia: manifestar el ministerio episcopal integrado en la sucesión apostólica, según lo que les dijo Jesús a los Apóstoles: "Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo" (Jn 20,21). Los obispos, formando parte de la sucesión apostólica, son continuadores en esa misión encomendada a los primeros testigos de Cristo resucitado, de quien, con el Espíritu Santo, recibieron ese encargo. Se transmite a los obispos la responsabilidad apostólica, pero no el carácter incomunicable de esa experiencia pascual de quienes le contemplaron muerto y resucitado. El obispo, como Moisés, tiene que realizar el encargo del Señor "como si viera al Invisible" (Heb 11, 27), a través de la fe de los sinceros creyentes: "Con vosotros soy cristiano y para vosotros soy obispo", que decía San Agustín. La sucesión apostólica se verifica en la fe. Se transfiere la encomienda y las funciones con la misma finalidad a pesar de todo, aun careciendo de esa experiencia pascual originaria: dar testimonio de Cristo resucitado, hacer presente su "misterio pascual" y edificar la Iglesia como una comunidad que vive la esperanza de su retorno con la conciencia de que Cristo resucitado ya está en ella y nos acompaña siempre. Vivir esta fe es la condición indispensable para ser testigos de la misericordia de Dios y ejercer el ministerio de la reconciliación y de la comunión entre los hombres.

Clave para entender el ministerio pastoral: la misa como actualización del "misterio pascual" de Cristo

Haciendo examen de conciencia, trato de descubrir el amor de Dios en nuestra vida, lo cual me hace consciente de que es esta gracia la que ha alimentado mi deseo de ser fiel en el servicio de la fe que debo a los demás, aun en medio de las dificultades, incluso dolorosas en algunos momentos. Es esa la clave ineludible en el seguimiento de Cristo, como él recomendaba a los discípulos que estuviesen dispuestos a acompañarle. Así lo manifesté a los sacerdotes en nuestra diócesis el año pasado cuando conmemorábamos juntos la acción de gracias por nuestras bodas de oro sacerdotales: la gracia inconmensurable de haber celebrado durante cincuenta años la santa misa de cada día, para los demás, para el mundo entero y también para nosotros mismos, que es siempre la actualización del "misterio pascual" de Cristo en nuestras vidas.

Como el Reino de Dios necesita discípulos y mensajeros que lo testimonien, éstos han de ser probados para madurar en la fe y la confianza en la promesa y en la asistencia de la gracia, porque no se trata de una obra meramente humana. Jesús mismo fue tentado y aprendió sufriendo a obedecer, y "como él ha pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella" (Heb 2, 18). El sacerdote, que también participa en la misión apostólica como colaborador del obispo, ha de subir con Jesús a Jerusalén para realizar esta, misión. "Este es el itinerario existencial de nuestra vocación, consagración y misión que, como toda vida humana, se vive una sola vez, pero que en nosotros supone una gracia y responsabilidad especiales. El cobrar conciencia de esto es la luz para la más profunda gratitud al Señor y la alabanza de la que nunca seremos capaces del todo, por más aniversarios que celebremos de nuestro sacerdocio", les decía a los sacerdotes en esta ocasión.

Al principio y al final, sólo los deseos

En estos días, al término de mi responsabilidad de gobierno ministerial al frente de la diócesis, me hacen una pregunta, al parecer obligada para los medios de comunicación social, sobre las obras más importantes o destacadas que he realizado, pero sobrecogedora para mí porque no sé qué responder: desconozco cuáles de ellas se sostienen de pie ante los ojos de Dios, y es eso lo que más me ha interesado siempre: hacer la voluntad de Dios. Por eso los juicios que hacen de mi actuación o de mi persona, positivos o negativos, me remiten espontáneamente al Evangelio y a los criterios de Jesús, y esta referencia inevitable me hace reflexionar, a veces demasiado tarde, sobre mis intenciones o motivaciones en los trabajos y en las omisiones. A esa respuesta aludida sobre las obras, más bien respondería que los deseos. Y ahora, en esta etapa final de mi vida personal y ministerial, repasando los deseos iniciales, compruebo que, con el paso del tiempo, los he conservado, o si queréis, el Señor me ha dado la gracia de conservarlos vivos y hasta diría que cada vez más intensos.

Por eso, al repasar la homilía de mi entrada, me ha alegrado lo que entonces os dije: "No soy más que un hombre de deseos; no os puedo ofrecer nada más que mi disponibilidad desde mi fe en el Señor Jesús". Me ha alegrado por lo que decía San Agustín: "La vida entera de un buen cristiano no es nada menos que un santo deseo". San Gregorio Magno nos ayuda en este discernimiento al declarar que "todos los santos deseos se elevan en intensidad en la demora de su cumplimiento, y el deseo que se desvanece con la demora nunca fue santo". Pues si un hombre experimenta cada vez menos alegría cuando descubre nuevamente la súbita presencia de los grandes deseos que había abrigado anteriormente, esto es señal de que su primer deseo no era santo. Esta doctrina de los santos Padres, además de ser consoladora, es sumamente estimulante para alimentar, con la gracia de Dios, durante toda la vida, nuestros deseos de no poner obstáculos al amor que Él nos tiene.

También me suelen hacer otra pregunta a esta altura del camino acerca de lo que diría a los cristianos de Valladolid en estos momentos. Podría responder lo que he escrito, al intentar describir el "dinamismo pastoral" que hemos intentado entre todos en nuestra diócesis, y que por eso, al ser obra común, hemos de dar gracias al Señor por sus dones y reconocemos por nuestra comunión y colaboración, benefactores recíprocos. Todo ello por haber compartido la vocación y la misión en comunión con la Iglesia universal, que nos garantiza nuestra unión a Cristo en aquello que creemos, celebramos sacramentalmente y deseamos vivir y compartir con los demás. Esta comunión con el Papa y el Colegio episcopal, incluso en el trabajo pastoral, en la estrecha vinculación afectiva y efectiva de nuestras diócesis de la Iglesia en Castilla, son dones que nos enriquecen a todos y que, estoy seguro, van a ser promovidos por el arzobispo que me va a suceder en la diócesis, D. Braulio Rodríguez, que ya está participando e impulsando estas tareas eclesiales en el "espíritu de comunión", como nos pide el Papa en esta hora para poder contemplar y mostrar el rostro de Cristo en nuestra misión. Así se lo pedimos a María, nuestra Madre: "Muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre".

Por eso, esta Eucaristía es una amplia acción de gracias al Señor y a todos vosotros, sin poder mencionaros concretamente, pero al indicaros que, Dios mediante, me quedaré en Valladolid, quiero manifestar mi gratitud explícita en este momento a las Hermanitas de los Pobres, por estar dispuestas a acogerme en su casa. Que el Señor premie a todos vuestros deseos de entrega.

Termino con la oración colecta de la misa de hoy que resume muy oportunamente nuestros criterios y sentimientos: "Dios todopoderoso y eterno, que con amor generoso desbordas los méritos y deseos de los que te suplican, derrama sobre nosotros tu misericordia, para que libres nuestra conciencia de toda inquietud y nos concedas aun aquello que no nos atrevemos a pedir. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén."