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Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Salvados, pero ¿en qué se nota?

6 de abril de 2003


Publicado: BOA 2003, 140.


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Vamos a celebrar en la Semana Santa la salvación que nos trajo Cristo. Nos preguntan con frecuencia: ¿en qué se nota que uno ha sido salvado? ¿De dónde viene la seguridad de que efectivamente se está salvado? ¿Cómo se verifica? Es una pregunta tremenda, en la que podemos reconocer el famoso apóstrofe de Nietzsche a los cristianos: «Yo creería en vuestro Dios, si tuvierais cara de personas salvadas».

Es una pregunta tremenda, además, porque choca con la ausencia de toda prueba de lo que se anuncia. De todas las cuestiones religiosas, ésta de la salvación es tal vez la menos verificable de todas. Parece no haber nada que indique que hemos sido salvados; más bien todo lo contrario. Y si es así, tendríamos la impresión de haber sido engañados.

Pero, ¿es tan seguro que todo lo que pensamos puede verificarse plenamente y que todo lo que hacemos se asienta sobre bases seguras? No lo creo. Y añadiría que es más conveniente que así sea. En las grandes cuestiones, como el amor, la fidelidad, el nacimiento de un hijo, la educación..., ¿a quién se le ocurrirá hablar de certeza y de pruebas? ¿Tendría sentido el amor solamente si se basase en una seguridad dada de antemano, si no incluyese esa parte de aventura, de enigma y de riesgo que corren las personas? Y los padres que se deciden a tener un hijo, ¿no conocen acaso los riesgos que esto comporta para ellos?

Ahí está la fuerza de la vida para darnos suficiente confianza frente a todas las negaciones. La vida, en su mismo sentido, lleva consigo el enigma y la ignorancia, sobre todo cuando se trata de las cosas más importantes, de esas cosas en las que ponemos el sentido más profundo de nuestro ser. No se verifica a un hijo antes de tenerlo. Hay incluso ciertas búsquedas de garantías que paralizan y condenan de antemano toda experiencia. Se necesita la fe, entendida como la seguridad que abre al descubrimiento que, de otro modo, no podría llevarse a cabo.

Y es que la palabra “fe” no pertenece únicamente al vocabulario religioso, pues decimos: «Tengo fe en él» o «he dado fe a su palabra». No podemos en realidad verificarlo todo por nosotros mismos. Hemos de confiar para vivir, pues en la realidad hay siempre una parte inabarcable de enigma, que hemos de aceptar, si queremos entrar en ciertas experiencias. La de la salvación podría ser una de ellas. El hombre avanza razonando, pero avanza también creyendo.

Podemos, pues, decir que sí, efectivamente, que Dios no nos ha librado todavía del mal, como es palpable, pero que nos ha liberado de la tiranía del mal. «Porque ya estamos salvados, aunque sólo en esperanza» (Rm 8,24). Y ésta es la victoria de la salvación: que el mal no solamente será vencido algún día, sino que ahora no tenemos que someternos a ese poder que intenta tiranizarnos. «Esta es la fuerza victoriosa que ha vencido al mundo: nuestra fe» (1Jn 5,4).

«Creer es tomarle la palabra a uno» (F. Mauriac). En este caso, no es tomarle la palabra a uno cualquiera, sino a Jesús, que es eminentemente digno de fe, que nada tenía que ver con los pesimistas de la vida, que saboreaba sus gozos y conocía sus penas. Que era totalmente para Dios y para los hombres, plenamente filial y fraternal. Digno de fe, que nos habló de una salvación, y pagó precisamente su convencimiento de que existía esta salvación con su vida y con su muerte.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid