Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Homilía

Pascua de Resurrección 2003

Vigilia Pascual

19 de abril de 2003


Publicado: BOA 2003, 173.


«¡Oh pecado de Adán, verdaderamente amable, pues fue borrado por la muerte de Cristo! ¡Feliz culpa que mereció tal Redentor!». Lo hemos escuchado en el pregón jubiloso de la Pascua. ¡Oh amable pecado! ¿Cómo entender este contrasentido? ¿Puede ser amable un pecado? ¿Es posible y lícito llamar dichosa a una culpa? La Iglesia Santa lo hace; intentemos, pues, comprender por qué.

En las lecturas de esta Noche Pascual la Iglesia nos lleva hasta los más remotos orígenes: «En el principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn 1,1). En un orden divino, siguen las obras de la creación, y «fue tarde y fue mañana». El día sexto crea Dios al hombre, formándole a su imagen y semejanza (cf. Gn 1,26); la creación del ser humano aparece como conclusión de la obra de los seis días; formó a aquél, para quien la creación iba a ser el regalo de bodas: todo lo que “era bueno” fue entregado al que “era muy bueno”.

Ya este dominio del hombre sobre lo creado entraña una participación de la naturaleza de Dios. Pero además se le da al hombre la posibilidad de decidirse. Puede permanecer unido a Dios en la obediencia, o separarse de Él. También en el otro relato de la creación del capítulo 2 del libro del Génesis, las manos de Dios toman polvo de la tierra y la boca de Dios infunde su aliento en ese polvo; Dios inspira su vida a la estructura creada: lo divino y lo terreno forman una unidad en el hombre. Dios lo hizo participar de su vida interna y le adornó con el libre albedrío y el conocimiento superior.

Pero a la hora de crear un tú para Adán, no creó Dios un segundo Adán; el ser que trae ahora se eleva sobre todo lo que había creado en torno a Adán; es semejante y, sin embargo, totalmente distinto: Dios da al varón la mujer.

Adán la contempla y le pone nombre: «Yo soy —dice— el Ish (varón), y ésta es la Ishá (mujer/varona)». Ambos están, como un único ser, ante Dios. Dos seres, dos personas que denomina y abarca un solo nombre. Su diversidad garantiza su unidad, pues sólo así es posible un mutuo complemento.

¿Por qué la Iglesia lee esta historia de la creación en la Vigilia Pascual? Más que recitarnos un relato histórico, proclama la Iglesia una profecía, que se cumple esta noche de nuevo. Adán y su mujer, el paraíso y la creación entera, todo fue creado como una promesa, en que Dios descubría y anunciaba una realidad más honda. No sabemos cómo hubiera llevado a cabo esta revelación primera de su amor, si el ser humano, hombre y mujer, no hubiese caído en el pecado; pero sabemos cómo la realizó después de pecar el ser humano: enviando al mundo a su Hijo increado, para redimir al creado. Este Hijo fue previamente anunciado por los profetas.

Pero Israel no comprendió. «Entonces vino la nueva alianza, que esclareció a la antigua; ahora entiende el mundo todas las palabras, sin sombra ni velo. Brilló en el mundo el sol de nuestro Señor, y han recibido todos su luz; los misterios, las parábolas y los enigmas han quedado explicados..., y el mundo contempla abiertamente al Hijo de Dios», dice un texto de los Padres (citado por O. Casel, Das AT in der Liturgia, en ZKRU 14, 1937, 68-77). Ya en Adán, creado a imagen y semejanza de dios, reveló el Padre a este Hijo. Pero si Cristo y el Padre son una sola cosa (cf. Jn 10,30), el ser humano ha sido creado a imagen de Dios, y esta imagen es Cristo.

Pero después que el primer hombre, por su pecado, desbarató los planes de Dios, Dios ordenó un nuevo principio y envió un nuevo Adán. Este nuevo restauró todo lo creado en la idea primera de Dios; más aún, Él mismo es ya esta restauración (cf. Col 1,20). Cuando, con su consummatum est del viernes, exhaló en la Cruz su último aliento, se repitió lo que había sucedido al principio: Dios inspiró «el aliento de vida» (Gn 2,7) en el rostro muerto de la humanidad, y éste se tornó vivo y hermoso como en los orígenes primeros.

Pero es que sucedió algo todavía más inaudito: Cristo comunicó a sus discípulos, con el mismo aliento divino, su vida de resucitado y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonareis los pecados. Les serán perdonados» (Jn 20,22s). El aliento del Señor resucitado destierra la muerte y el pecado, que engendra la muerte. Es lo que nos ha sucedido a nosotros al recibir los sacramentos de iniciación cristiana, que esta noche renovaremos; el que va a suceder en esta Noche Pascual a esta hermana nuestra que se acerca al bautismo.

Sí, a nosotros, a todos nosotros, que hemos muerto y resucitado en Cristo, se nos ha abierto hoy, en la Pascua, el paraíso, como al buen ladrón. Por eso la madre Iglesia, en su sabiduría, nos lee el grandioso relato del libro de la Creación, no para lamentarnos por lo perdido, sino para que nos alegremos por lo recuperado. Hemos vuelto a encontrar el paraíso, no el del Adán terreno, que pasó, sino el del «Adán Celeste» (cf. 1Co 15,49), que no podrá arrebatarnos la serpiente. Se ha cumplido la profecía.

En este nuevo paraíso vive también un hombre santo y, junto a él, una mujer santa: Cristo y la Iglesia. Adán y su mujer nos anunciaron este mágnum mysterium: pero se anunciaba así a Cristo y a su Iglesia. Aquella unidad entre Adán y Eva miraba a Cristo, el varón, y la iglesia, la mujer. Nadie sabía qué era este grandioso cuadro y a quién representaba. Pero vino san Pablo después de las bodas, vio el velo y lo levantó, aclarando el hermoso enigma: lo que había pintado el AT con espíritu profético eran Cristo y su Iglesia. «¡Grande es este misterio!» (Ef 5,32).

¿Qué esposo ha muerto jamás por su esposa, exceptuando nuestro Señor, y qué esposa ha escogido a un muerto por marido? Él murió en la Cruz y entregó su cuerpo a la esposa, radiante de gloria, para que el mundo vea que los dos se han hecho una sola cosa.

Cuando Él hubo muerto en la Cruz, ella no lo cambió por otro marido sino que amó su muerte, porque sabía que esta muerte comunicaba la vida. Eso es lo que estamos haciendo en esta Noche Santa nosotros, la Esposa Iglesia.

En Pascua, la comunidad congregada para el culto sagrado, contempla el resplandor del misterio de Cristo Esposo/Iglesia Esposa. Y no sólo lo contemplamos: irradiamos este resplandor. Ahora comprendemos el gozoso himno de la luz que entona el diácono en la Vigilia Pascual y su júbilo por la borrada culpa de Adán: lo caído se levanta, lo viejo se renueva y todo recupera su integridad en virtud de la sangre de Cristo que «redimió maravillosamente» lo que «maravillosamente había creado».

«¡Oh Padre!, ¿cómo bendeciremos tu bondad? / ¡Oh Padre, ¿cómo proclamaremos tu sabiduría? / ¿Alabaremos el pecado / que nos procuró tal Salvador? / ¿Exaltaremos la culpa de Adán, / que con tal sangre fue derramada? / Una sola cosa podemos hacer: darte gracias / por tu único Hijo amado, / nuestro Señor Jesucristo / primogénito entre muchos hermanos, / sumo sacerdote de nuestras oblaciones, / único mediador a la diestra de Dios, / por quien nos acercamos confiados al trono de gracia/ y ofrecemos nuestro sacrificio./ nos ofrecemos a nosotros mismos, nosotros mismos con nuestra Eucaristía. / ¡Acepta nuestra ofrenda de acción de gracias! / Nosotros, Cristo y la Iglesia, estamos ante ti, / nupcialmente unidos en alianza santa» (O. Casel, Manuscritos póstumos, Acción de gracias por la creación del hombre).

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid