Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Ascensión

1 de junio de 2003


Publicado: BOA 2003, 266.


La solemnidad de la Ascensión del Señor nos hace vivir uno de los aspectos paradójicos de la vida cristiana, que la hacen tan adecuada a las exigencias más profundas del corazón humano. Un corazón desgarrado entre su estar en la tierra y, al mismo tiempo, tener su casa ya en los cielos. Esto explica que Jesús dijera a sus discípulos que su marcha les produciría tristeza y san Lucas, por el contrario, describa a los Apóstoles que vuelven a Jerusalén tras haber visto desaparecer a Jesús de su mirada, «rebosantes de alegría».

La atmósfera, pues, de la liturgia de la Ascensión está penetrada siempre por una atormentadora nostalgia, porque nos pone en una fuerte tensión hacia el Cielo, verdadera patria del cristiano, y nos hace experimentar con mayor intensidad el deseo de eternidad que también deberíamos sentir todos los días.

En efecto, deberíamos consumirnos verdaderamente con la esperanza de contemplar sin velos el rostro de Dios. Sin embargo, con excesiva frecuencia advertimos que el peso de las realidades materiales nos mantiene pegados al suelo, nos despunta las alas, suscita en nosotros cansancio y duda, pues nos preguntamos: ¿cómo llegar a gozar de realidades que no son terrenas, que escapan a la experiencia sensible? Por ello necesitamos un gusto especial suscitado en nosotros por el Espíritu Santo.

La “santa alegría” que el Espíritu suscita en nosotros es muy diferente de la que se nos pasa de contrabando como tal. Es la alegría de las bienaventuranzas, fruto del sufrimiento, porque brota de la muerte y resurrección de Cristo. Se trata de una alegría santa, porque, en Cristo ascendido al cielo, nuestra humanidad ha sido ensalzada, elevada, mucho más allá de nuestros estrechos horizontes.

Es preciso que nos dejemos educar para ver lo invisible. ¿Cómo? Se ve creyendo, se entiende esperando, se conoce amando. El misterio de la Ascensión, tan bello y gozoso por el hecho de que nos presenta a Cristo vuelto de nuevo al seno del Padre, nos colma al mismo tiempo el corazón de sentimientos de humildad y bondad: Jesús permanece entre nosotros hasta el fin del mundo. Sólo ha cambiado de aspecto: lo encontramos en el pobre y en el que sufre y en los sacramentos; en la Iglesia, en definitiva. Por ahora no lo vemos glorioso. Lo conseguiremos sólo si antes lo reconocemos con amor en su humillación, acogiéndonos los unos a los otros.

Existe otro mundo: su tiempo no es el nuestro, su espacio no es nuestro espacio; pero existe. No es posible situarlo, ni asignarle una localización en ningún sitio de nuestro universo sensible; sus leyes no son nuestras leyes; pero existe. Todos caminamos hacia este mundo donde se inserta la resurrección de los cuerpos; en él es donde se realizará, en un instante, esa parte esencial de nosotros mismos que se puso de manifiesto para unos en el Bautismo, para otros en la intuición espiritual, para todos en la caridad. En él es donde volveremos a encontrar a los que creíamos haber perdido y están salvos.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid