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Braulio Rodríguez Plaza

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Carta pastoral

La Santa Madre Iglesia, \\misterio de unidad, señal de comunión, vínculo de caridad y estímulo de fortaleza

8 de junio de 2003


Publicado: BOA 2003, 235.


  • Introducción
  • I. Misterio y paradoja de la Iglesia
  • II. Iglesia Católica universal e Iglesia particular o Diócesis
  • III. Algunos problemas actuales
  • Conclusión

    Introducción

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    «Donde se presente el obispo, allí ha de reunirse la asamblea, al igual que dondequiera que esté Cristo Jesús, allí está la Iglesia católica» (san Ignacio de Antioquía, Ad Smyrnoeos, 8,2).

    «Recibe el palio traído del sepulcro de san Pedro, que te entregamos en nombre del Romano Pontífice, el papa Juan Pablo II, como signo de autoridad metropolitana, para que lo uses dentro de los límites de tu provincia eclesiástica; que sea para ti símbolo de unidad y señal de comunión con la Sede Apostólica, vínculo de caridad y estímulo de fortaleza.» (Pontifical Romano, Ordenación del obispo, 52, cuando el ordenado goza de palio y el ordenante principal lo pone sobre sus hombros).

    1. El 13-10-2002 tomaba yo posesión de la Cátedra de la Iglesia metropolitana de Valladolid . Para mí fue, sin duda, un día muy especial, que sólo se entiende desde la lógica de la fe, es decir, aceptando yo, por obediencia cristiana, suceder a Monseñor José Delicado Baeza al frente de esta Iglesia, pues así lo había querido el papa Juan Pablo II.

    Un obispo, en efecto, no elige ser obispo de ésta o aquella Iglesia; acepta ser la cabeza y el fundamento visible de la unidad de una diócesis o Iglesia particular sabiéndose en comunión con el sucesor de Pedro, principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad de la Iglesia universal, tanto de los obispos del Colegio Apostólico como de la multitud de los fieles (Lumen gentium, 23) .

    2. Me impresionaron mucho, en este sentido, unas palabras del Santo Padre en un libro-entrevista de gran difusión: «Cristo cumple una especial presencia en cada sacerdote, quien, cuando celebra la Eucaristía o administra los sacramentos, lo hace in persona Christi (...). Desde esta perspectiva, la expresión “Vicario de Cristo” cobra su verdadero significado. Más que una dignidad, se refiere a un servicio (...).

    Por otra parte, no solamente el papa ostenta este título; todo obispo es Vicarius Christi para la Iglesia que le ha sido confiada (...). La dignidad del obispo de Roma (...) no puede ser entendida separándola de la dignidad de todo el Colegio Episcopal, a la que está estrechamente unida, como lo está también a la dignidad de cada obispo, de cada sacerdote, de cada bautizado» (Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la Esperanza, Barcelona 1994, p. 54-55).

    3. De modo que cada obispo representa a su Iglesia, y todos los obispos juntos con el papa representan a toda la Iglesia en el vínculo de la paz, del amor y de la unidad (Lumen gentium, 23). Precisamente, por disposición del Señor. Del mismo modo que san Pedro y los demás Apóstoles forman un solo Colegio Apostólico, de igual manera se unen entre sí el Romano Pontífice, en quien hoy vive Pedro, y los obispos, sucesores de los apóstoles (ibíd., 22).

    4. Siempre he sentido, en estos quince años transcurridos desde mi ordenación episcopal, esa vinculación sacramental con el Santo Padre, por encima de sentimientos o de otras consideraciones. No entiendo mi ministerio episcopal sin estar unido a mis hermanos obispos, miembros del Colegio Episcopal, y, sobre todo, sin estar unido al papa. Y entiendo ahora mejor que los obispos metropolitanos, llamados arzobispos, pidamos al Romano Pontífice el palio, que no es más que un signo de la potestad de la que, en comunión con la Iglesia Romana, que nos preside en la caridad, me hallo investido en esta provincia eclesiástica de Valladolid, que comprende las Iglesias particulares de Segovia, Ávila, Salamanca, Ciudad Rodrigo, Zamora y, naturalmente, Valladolid.

    5. Pero quiero hablar en esta carta pastoral ante todo de la Iglesia, de su misterio y paradoja, y, en un segundo momento, hablaré de la Iglesia particular, en este caso de la Iglesia de Valladolid. Necesariamente tengo que referirme también a la jerarquía de la Iglesia y al obispo diocesano, en un tercer apartado. Sin embargo, tengo muy en cuenta la lógica de la fe y de la Revelación de Dios.

    6. El Concilio Vaticano II y el Catecismo de la Iglesia Católica después han considerado a la Iglesia primero en su esencia, es decir, en el misterio de su vida: su origen en el designio de Dios, su progresiva realización en la historia de la salvación. La Iglesia se presenta primero como Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo. Y todo lo que se nos dice sobre la Iglesia y sus propiedades esenciales (que es una, santa, católica y apostólica) vale también para todos y cada uno de los miembros de la Iglesia, y es común para sacerdotes y laicos. Por su regeneración en Cristo, se da entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y acción.

    Sin embargo, en la única Iglesia existen diversas vocaciones y tareas, estados de vida y servicios, y hay que distinguir sobre todo entre fieles laicos, vida consagrada y jerarquía. Pero no basta con explicar estas diferencias de manera simplemente “funcional”, como si pensáramos: ya que toda sociedad tiene sus órganos de gobierno, también la Iglesia tiene sus órganos jerárquicos. No obstante, todos los servicios y ministerios en la Iglesia tienen que contemplarse en referencia a Cristo, Cabeza de la Iglesia. Así, todos los fieles participan por el Bautismo y la Confirmación en la misión de Jesús, en su sacerdocio. Igualmente afirmamos gozosamente que toda la vida cristiana debe ser “servicio sacerdotal”, es decir, desarrollo de la gracia del Bautismo en todos los ámbitos de la vida.

    ¿Por qué entonces el ministerio jerárquico? Por varias razones. La decisiva es la que dice el n. 875 del Catecismo de la Iglesia Católica : «Nadie puede conferirse a sí mismo la gracia; ella debe ser dada y ofrecida. Eso supone ministros de la gracia, autorizados y habilitados por parte de Cristo..., para actuar in persona Christi capitis. Porque esto es un encargo específico, se confiere también mediante un sacramento específico: el sacramento del orden sacerdotal».

    El mismo Señor llamó e instituyó a los primeros que debían actuar con Él y por Él: a los Doce, con Pedro a la cabeza. El papa y los obispos constituyen, a imagen de los Apóstoles y como sus sucesores, un colegio, en la acepción que esta palabra tiene de corporación de personas de la misma dignidad, al frente del cual está el papa. El ministerio jerárquico, pues, forma parte de la Iglesia. No es ni su esencia ni su fin, pero es uno de los medios instituidos por el propio Cristo para que la Iglesia pueda alcanzar su meta: ser Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo.

    7. La presente carta terminará con una mirada a los problemas que hoy tenemos como Iglesia particular, para animar a cuantos se sienten en Valladolid hijos de la Iglesia a enfrentarse con ilusión a los retos que en estos momentos necesariamente hemos de abordar, para ser fieles a la misión que Cristo dio a su Iglesia. No nos faltará su presencia ni los dones que el Espíritu Santo da a los que recibieron los sacramentos de iniciación, fundamento de nuestro ser cristiano.

    I. Misterio y paradoja de la Iglesia

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    8. Los problemas sobre los que acostumbramos a hablar hoy a propósito de la Iglesia son en su mayoría de carácter práctico: cuál es la responsabilidad del obispo; cuál el significado de las Iglesias particulares o diócesis en la Iglesia de Jesucristo en su totalidad; por qué el papado; de qué modo se elige el obispo y de qué modo el obispo y el Papa, Iglesia particular e Iglesia universal, deben colaborar entre sí; cuál es la posición del laico en la Iglesia y cuál el papel de la mujer en la actualidad. Temas ciertamente interesantes. Olvidamos, sin embargo, que, para dar respuesta apropiada a estos problemas prácticos, debemos antes hacernos la pregunta fundamental: ¿qué es la Iglesia? ¿Para qué existe? ¿De dónde viene? ¿La quiso efectivamente Cristo? Ese camino es preciso recorrer. Lo intentaremos, aunque no sea tan extensa la exposición como el tema requiere.

    9. Comencemos por citar un largo pero profundo párrafo de un maestro:

    «¡Qué realidad tan paradójica es la Iglesia, en todos sus aspectos y contrastes! (...) Durante los veinte siglos de su existencia, ¡cuántos cambios se han verificado en su actitud! (...) Más todavía, dentro del mismo tiempo y en el mismo lugar, ¿no vemos a veces a grupos y a individuos que, a pesar de apelar todos ellos a la misma Iglesia con la misma energía y de declarar que la sirven con denodada fidelidad, se encuentran en una radical oposición entre sí? (...).

    Se me dice que la Iglesia es santa, pero yo la veo llena de pecadores. Se me dice que su misión es liberar a los hombres de las preocupaciones terrenas, recordándoles su vocación eterna, pero yo la veo continuamente ocupada en las cosas de la tierra (...). Me aseguran que es universal, pero me doy cuenta muchas veces de que sus miembros, por una especie de fatalidad, se repliegan tímidamente en grupos cerrados, como hacen todos los demás (...).

    Sí, paradoja de la Iglesia. No se trata de un juego inútil de retóricas. Paradoja de una Iglesia hecha para una humanidad paradójica. La Iglesia se ha desposado con todas las características humanas, con todas sus maneras complejas y sus inconsecuencias, con todas las contradicciones infinitas que hay en el hombre (...).

    No obstante, nuestra mirada no se ha engañado. Nos ha revelado algo, por encima de toda reflexión, pero que nos confirma la reflexión. Este algo podemos resumirlo en una sola palabra, la más sencilla, la más humana, la primera de todas las palabras: la Iglesia es nuestra madre. Sí, la Iglesia, toda la Iglesia, la de las generaciones pasadas que nos han transmitido su vida (...), y la Iglesia de hoy (...).

    Pues bien, en esa comunidad yo encuentro mi sostén, mi fuerza y mi alegría. Esa Iglesia es mi madre. Y así es como comencé a conocerla, primero en las rodillas de mi madre carnal (...). La Iglesia es mi madre, porque me ha dado la vida. Es mi madre porque no cesa de mantenerme y porque, por poco que yo me deje hacer, me hace profundizar más en la vida (...). Yo he escuchado todos los reproches que se han lanzado contra mi madre: algunos días, mis oídos han quedado sordos ante el clamor de las quejas; no me atrevo a decir que carecen todas ellas de fundamento (...). En una palabra, la Iglesia es nuestra madre, porque nos da a Cristo.

    Cuanto más crece la humanidad y más se transforma, más tiene que renovarse también la Iglesia (...). No todos sus hijos la comprenden. Unos se espantan, otros se escandalizan. Algunos, que viven poco de su Espíritu, creen que ha llegado el tiempo de introducir en todas las cosas sus propios criterios innovadores o subversivos. En medio de estas coyunturas, los que la reconocen como madre tienen que cumplir con su misión, con una paciencia humilde y activa. Porque la Iglesia lleva la esperanza del mundo» (H. de Lubac, Paradoja y misterio de la Iglesia, Salamanca 2002, p. 20-30).

    10. De algún modo, me recuerdan estas palabras del gran teólogo francés lo que, al inicio del siglo XXI, dijo Juan Pablo II en la bellísima carta “Al inicio de un nuevo milenio”: la Iglesia tiene una constitución lunar, es decir, la comprensión de lo que ella es, pues le sucede lo que a la luna que recibe prestada su luz de Cristo y que pasa por diversas fases, unas veces creciendo y otras decreciendo, ya que no cesa de soportar las contradicciones y vicisitudes humanas (Novo millennio ineunte, 54). En términos parecidos se habían expresado ya mucho antes Orígenes, san Agustín, san Ambrosio, san Buenaventura, santo Tomás de Aquino, etc.

    11. La comprensión “paradójica” de la Iglesia proviene, por lo demás, del mismo Evangelio, pues éste está lleno de iguales paradojas; también el ser humano es una paradoja viviente y, en opinión de las Padres de la Iglesia, la paradoja suprema es la encarnación de Cristo. Os invito, pues a descubrir esa paradoja en nuestra Iglesia de Valladolid, para que podamos introducirnos en su misterio. Lo esencial jamás se halla en el número ni en las apariencias primeras. El misterio de la Iglesia no puede ser captado con una simple mirada.

    Quiera Dios que exclamemos también nosotros con H. de Lubac: «Amo a nuestra Iglesia, con sus miserias y sus humillaciones, con las debilidades de cada uno de nosotros, pero también con la inmensa red de sus santidades ocultas (...). La amo hoy, en su enorme y difícil esfuerzo por renovarse, esfuerzo que debe continuar bajo el signo del Concilio» (H. de Lubac, Diálogo sobre el Vaticano II, p. 113).

    12. ¿Qué es la Iglesia? ¿Debo ser hombre o mujer religioso y cristiano necesariamente en y por la Iglesia? Para un creyente católico la Iglesia se presenta en todo antes; es decir, la Iglesia se nos presenta ya presente, está ya cuando nos encontramos con ella. Muy pronto, los discípulos de Cristo fueron llamados cristianos, y no se podía encontrar ciertamente mejor manera de llamarlos. ¿Diremos, sin embargo, que los que se hacían cristianos se adherían al Cristianismo? “Cristianismo” es una palabra neutra, abstracta; en principio, sin otra precisión, el vocablo podría significar sólo un cuerpo de doctrina, o un modo de existencia, o un conjunto de sentimientos individuales. Por ello, hay que afirmar que, en realidad, lo que caracterizaba a estos primeros discípulos de Cristo, al hacerse cristianos, era el hallarse reunidos en una sociedad nueva, original, tan concreta como misteriosa: estaban incorporados a la Iglesia de Cristo.

    Y es que no ha existido jamás cristianismo sin Iglesia. Se puede entender, pues, que san Cipriano dijera: «unus christianus, nullus christianus», algo así como «un cristiano solo, aislado, es ningún cristiano». Por eso el cristianismo se propagó partiendo de Jerusalén por la creación de Iglesias que procedían, totalmente equipadas, de las Iglesias madre de las que nacían. Su expansión fue una multiplicación de Iglesias, como si se tratara de una proliferación de células, siempre ligadas entre sí.

    13. Una visión anárquica de los orígenes cristianos y de la cristalización en la Iglesia, en la que se hubieran sustituido la palabra del obispo en lugar de la Palabra de Dios, los sacramentos en lugar del amor fraterno, la obediencia en lugar de la inspiración, hace exclamar a un historiador famoso: «¡Qué novela!» (P. Batiffol, L' Eglise naissante et le catholicisme, Paris 1909, p. 156). La “novela” cuenta hoy con más de una nueva edición y sigue entreteniendo sueños. El Cristianismo más primitivo no ha sido, como a veces se insinúa, ni un simple movimiento espiritual, ni una pura fraternidad, ni una escuela de sabiduría, ni una “gnosis”, ni una filosofía popular, ni una sociedad de pensadores, ni una agrupación de iluminados ni, como piensan todavía algunos trasnochados, “una religión” hecha para el consuelo interior de un pequeño número de elegidos. Fue y es, absoluta y realmente, una Iglesia. O mejor, la Iglesia.

    Hemos de huir de críticos y eruditos que han presta

    II. Iglesia Católica universal e Iglesia particular o Diócesis

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    18. Para comprender su propia fe, el cristiano tiene necesidad de comprender a su Iglesia, y vivir su misterio. Tiene necesidad de conocer su estructura esencial, su naturaleza íntima. El misterio cristiano todo entero va estrechamente unido al de la Iglesia. Misterio de la Iglesia Católica universal y de la Iglesia particular o diócesis de Valladolid.

    19. Tratemos algunas cuestiones de terminología, pues a veces me encuentro con cristianos que viven un sentido de Iglesia un tanto curioso. Da la impresión de que su vinculación no es con la Iglesia en la que viven, sino con una Iglesia ideal; también sucede a veces que hay quienes piensan que su relación en realidad es con la Iglesia católica en general, regida por el papa Juan Pablo II, del que el obispo diocesano sería un mero representante. Es preciso, pues, aclarar algunas cosas.

    20. Ya se sabe que, desde los orígenes, el lenguaje cristiano aplicado a la Iglesia ha hablado de “la Iglesia” en singular, y de “las Iglesias” en plural. Pero la Iglesia de Dios es única: no hay más que un solo cuerpo de Cristo, un solo Pueblo de Dios, una sola Esposa del Señor, un solo redil, un solo rebaño bajo un solo pastor, no hay más que un solo nuevo Israel, pueblo santo que san Pablo designa como el «Israel de Dios» (Ga 6,16).

    Sin embargo, también desde el principio se comenzó por la primera comunidad cristiana, la Iglesia Madre de Jerusalén, y se fueron fundando después otras comunidades, otras Iglesias, que llegaron a ser tan numerosas como las ciudades en las que se encuentra implantada de alguna manera la única Iglesia. Así nos lo dice Lumen gentium, 26,1: «Esta Iglesia de Cristo está verdaderamente presente en todas las legítimas comunidades locales de los fieles que, unidas a sus pastores, reciben también el nombre de Iglesias en el Nuevo Testamento».

    21. Así que la Iglesia de Cristo es universal, es católica. “Universal” en el lenguaje moderno sugiere habitualmente la idea de una realidad extendida por todas partes (uso universal, celebridad universal). “Católico” dice más y dice otra cosa: sugiere la idea de un todo orgánico, de una cohesión, de una realidad no dispersa sino al contrario, sea cual fuere su extensión en el espacio o la diferenciación interna, orientada hacia un centro que asegura su unidad.

    La palabra “católica”, aplicada a la Iglesia de Cristo, está muy bien escogida. Es irreemplazable para significar del mejor modo la originalidad de una Iglesia compuesta de Iglesias particulares (Valladolid, Zamora, Osma-Soria, Salamanca, Palencia...), que está toda en ellas. De todas formas, es necesario entender la relación que existe entre el conjunto de la Iglesia y las diversas Iglesias locales particulares o diócesis.

    22. Es preciso también saber que el Concilio Vaticano II reserva el nombre de Iglesia particular a la Iglesia presidida por un obispo, y que llamamos diócesis; la importancia y naturaleza de esta Iglesia particular está también en que el obispo es el pastor propio del pueblo a él confiado, de modo que la Iglesia particular o diócesis es en sustancia todo lo que es la Iglesia universal. La figura de la Iglesia particular, según aparece en las cartas de san Ignacio de Antioquía, presenta al obispo que preside visiblemente como el que ocupa el lugar de Cristo.

    De modo que lo que constituye una Iglesia particular o diócesis es, pues, la reunión del pueblo de los bautizados en torno al obispo que enseña la fe y celebra la Eucaristía. Lo dice así en resumen el Concilio: la Iglesia particular es «la comunidad del altar bajo el sagrado ministerio del obispo» (Lumen gentium, 26); o también: «La diócesis, unida a su pastor y reunida por él en el Espíritu Santo, gracias al Evangelio y a la Eucaristía, constituye una Iglesia particular» (Christus Dominus, 11).

    23. ¿Tan determinante es ese territorio concreto que, en el caso de la provincia de Valladolid, constituye la diócesis del mismo nombre? Aunque la Iglesia particular existe siempre circunscrita a un lugar determinado y preciso, y agrupa a hombres y mujeres que se sienten atraídos por toda suerte de humanos intereses, sin embargo, esta Iglesia no se halla condicionada como tal ni por la geografía, topografía, ni por ningún otro factor de orden natural o humano; está siempre determinada por el “misterio de la fe”.

    Hay, pues, que ahondar en ese misterio que significa que la Iglesia sea universal, católica, y se muestre o concrete en cada Iglesia particular o diócesis. La Iglesia particular de Valladolid, en efecto, no es solamente una circunscripción administrativa de la Iglesia total; no resulta de una participación que atomizaría el espacio grande de la Iglesia universal, sino de una concentración de la Iglesia que ejerce su facultad propia de realización.

    24. Una diócesis no es una sección de un cuerpo administrativo más vasto, que en una parte se ajusta a otras partes para formar un conjunto más amplio, mientras que cada una de esas partes permanece exterior a las otras, a la manera como, por ejemplo, algunas provincias españolas se ajustan unas a otras para formar, en divisiones más extensas y más importantes, el cuerpo administrativo del Estado.

    Ciertamente la Iglesia está compuesta de mujeres y hombres que viven sobre una tierra concreta, y toda Iglesia particular existe sobre un territorio que no es el de sus vecinos y sus miembros no son los miembros de otras Iglesias; también es cierto que su pastor ejerce sobre la Iglesia particular a él encomendada una jurisdicción que no ejerce sobre otras Iglesias. Pero una Iglesia particular o diócesis es un todo.

    25. Lo que explica esta aparente contradicción es en realidad muy sencillo: entre la Iglesia particular y la universalidad de la Iglesia «hay como una mutua interioridad», como decía Y. M. Congar. En el corazón de cada Iglesia (particular) toda la Iglesia (universal) está, pues, presente. Cada una de las Iglesias particulares es una célula viva «en la cual se encuentra presente todo el misterio vital del cuerpo único de la Iglesia, cada una está abierta hacia todos los lados por los lazos de comunión y no conserva su ser de Iglesia más que a través de esta apertura» (J. Ratzinger, Concilium 1, 1965, 37-38).

    Es lo que expresaba ya el lenguaje de san Pablo, cuando se dirigía no precisamente a la Iglesia de Corinto, sino «a la Iglesia de Dios establecida en Corinto», o cuando habla a los romanos de «la Iglesia de Cencreas» (1Co 1,2; 2Co 1,1; Rm 16,1), esta misma Iglesia de Dios que está establecida en Corinto y en Cencreas como lo está en otras ciudades.

    26. Puesto que hay esa interioridad o mutua inclusión, hay correlación radical entre la Iglesia universal y la Iglesia particular o diócesis. No bastará, pues, con decir que las Iglesias particulares han de estar insertas en la Iglesia universal: lo están por su misma existencia. Tampoco cabe pensar que la Iglesia universal sea en absoluto una unidad “federal”, como si las Iglesias particulares pudieran constituirse desde el principio cada una por separado, de cara a reunirse después. La Iglesia es la Esposa. Su unidad es orgánica y mística, puesto que sólo en comunión con las otras Iglesias, sobre todo con la de Roma, es como una Iglesia particular o diócesis se identifica con la Iglesia de Dios: la unidad es la de la Iglesia, no de las Iglesias.

    27. El Pueblo de Dios es un solo Pueblo, no porque se componga de numerosas Iglesias particulares, sino porque cada comunidad particular no es de suyo más que una forma bajo la cual se presenta el único Pueblo de Dios. También el episcopado es uno, no se posee sólo en parte. Cualquiera que sea el modo de designar al obispo, un cristiano no se convierte en obispo más que por su agregación al cuerpo indiviso del episcopado.

    Toda la Iglesia se encuentra interesada en ello. Es también toda la Iglesia en su episcopado indiviso la que hace de ese cristiano un obispo. Es la razón por la cual se ha exigido siempre para la ordenación de un obispo la acción de varios obispos que ordenen, no uno solo. Esto explica que, al estar el episcopado todo entero en cada uno, la Iglesia universal esté toda entera en cada una de las Iglesias. Igualmente, la Eucaristía celebrada por el obispo no realiza solamente la unidad del pueblo reunido en torno a él: al mismo tiempo, invisiblemente, realiza la unidad de ese pueblo con todos los otros que, en otros lugares, participan alrededor de su obispo en el mismo misterio.

    28. Así pues, no es que la Iglesia universal resulte, en un segundo momento, de una suma de Iglesias particulares, o de su federación; tampoco se podría considerar a estas Iglesias como el resultado de una división de una Iglesia universal que se supusiera anterior. Todas ellas provienen de una primera Iglesia particular, concreta, la de Jerusalén, de ella brotaron «como esquejes y por trasplante». Una Iglesia universal anterior o que se suponga existente en sí misma, fuera de todas las Iglesias particulares, no es más que un ente de razón.

    29. El obispo no es primeramente el representante de toda la Iglesia, o el representante de su Iglesia particular o diócesis: él es su lazo de unión y su mediación misma. Lazo de unión o de comunión con las otras iglesias particulares, sobre todo con la Iglesia de Roma y su obispo, el Papa; y su mediación para que esa comunión sea posible, ya que es parte del Colegio Apostólico, que sucede a los Doce Apóstoles.

    Otros aspectos del misterio de la Iglesia

    30. Veamos otros aspectos del misterio de la Iglesia y de la Iglesia particular. Se trata de otros aspectos importantes. Comencemos por el misterio de la comunión. Realmente la Iglesia es comunión de la Palabra y el Cuerpo de Cristo, y por tanto comunión recíproca entre los hombres, quienes, en virtud de esta comunión que los lleva desde arriba y desde dentro a unirse, se convierten en un solo Pueblo; es más, en un solo Cuerpo.

    Para adentrarnos en esa comunión, partimos del hecho de que la Iglesia se realiza en la celebración de la Eucaristía, que es al mismo tiempo el hacerse presente la palabra del anuncio. Ello implica de nuevo y en primer lugar el aspecto local de la Iglesia particular: la celebración eucarística ocurre en un lugar concreto con las personas que en él viven. Aquí comienza la fase de reunión. Lo cual significa que por la Iglesia no se entiende un club de amigos o una asociación de tiempo libre en los que se juntan personas con iguales tendencias y con intereses afines.

    31. La llamada de Dios va a todos los que están en aquel lugar: la Iglesia es pública por su propia naturaleza. Desde el principio rehusó colocarse en el plano de las asambleas cultuales privadas o de cualquier agrupación de derecho privado. De haber aceptado este estatus, habría gozado de plena protección del derecho romano en aquel imperio y hubiera evitado las persecuciones. Por el contrario, quiso ser pública igual que el Estado, porque ella es realmente el nuevo pueblo al que todos están llamados. Por eso cuantos se hacen creyentes en un lugar pertenecen todos ellos igualmente a la misma Eucaristía: ricos y pobres, cultos e incultos, griegos, judíos, bárbaros, hombres y mujeres; donde Dios llama, estas diferencias no cuentan (Ga 3,28).

    Entendemos así por qué san Ignacio de Antioquía insistió tanto en la unicidad del oficio episcopal en una ciudad y por qué ligó tan estrechamente la pertenencia eclesial a la comunión con el obispo. El Evangelio de Jesucristo excluye desde el principio el racismo y la lucha de clases. Hay un solo obispo en una sola ciudad, porque la Iglesia es una sola para todos y porque Dios es uno solo para todos. También la Eucaristía es pública, es decir, es Eucaristía de toda la Iglesia, del único Cristo. Nadie tiene derecho a escogerse una Eucaristía “propia”.

    De modo que la naturaleza eucarística de la Iglesia nos remite en primer lugar a la asamblea local; al mismo tiempo hemos de reconocer que el ministerio episcopal pertenece esencialmente a la eucaristía en cuanto servicio a la unidad que se deriva necesariamente del carácter de sacrificio y de reconciliación de la misma Eucaristía. Una Iglesia eucarística es una Iglesia construida sobre el obispo.

    32. Pero tenemos que dar un paso más, pues lo afirmado hasta ahora no nos debe hacer olvidar que, aunque volver a descubrir el carácter eucarístico de la Iglesia ha llevado recientemente a acentuar el principio de la Iglesia local o particular, somos la Iglesia católica. Quiero decir que no se puede oponer la eclesiología eucarística, como expresión auténtica de la Iglesia, a la eclesiología que tiene en cuenta que la Iglesia de Roma nos preside en la caridad.

    El ministerio petrino del papa no se opone a la unidad sacramental de cada diócesis. La Palabra de Dios ciertamente congrega a los hombres y mujeres y crea la “comunidad” y esta asamblea es “Iglesia”, según aquella palabras de Jesús: «Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20). Pero estas palabras de Jesús no pueden sustituir a las palabras fundantes de la Iglesia y que definen totalmente su naturaleza: el pasaje de la piedra en la que Jesús pone su Iglesia y en que también se entrega a Pedro el poder de las llaves.

    33. Esta manera de concebir la Iglesia solo a partir de Mt 18,20 no es episcopal, es congregacionista: una asamblea convertida de ese modo en comunidad que tiene en sí todos los poderes de la Iglesia y, por tanto, también el de la celebración eucarística. Se concebiría así la Iglesia, según expresión muy utilizada, como viniendo “de abajo”, “de base”; ella se formaría a sí misma. Con este enfoque, sin embargo, la Iglesia se convierte en grupo, que se mantendrá unido tal vez por un consenso interior, pero mientras tanto su dimensión católica se agrieta.

    34. Aquí está la razón de por qué el Sínodo extraordinario de 1985, celebrado a los veinte años de la clausura del Vaticano II, ha señalado que la comunión es la idea que guía la comprensión de la Iglesia y, en consecuencia, pidió que se profundizase la eclesiología eucarística, en la cual las diversas funciones del papa, del obispo, de los presbíteros, los religiosos y los fieles laicos sean contempladas oportunamente en una visión de conjunto a partir del sacramento del Cuerpo del Señor. La Iglesia es comunión, comunión con todo el Cuerpo de Cristo.

    En otras palabras: en la Eucaristía no se puede en modo alguno pretender comulgar exclusivamente con Jesús. Él se ha dado un Cuerpo. El que comulga con Él, comulga necesariamente con todos sus hermanos. Tal es el alcance del misterio de Cristo: o la Iglesia es católica, o no es absolutamente. Expliquemos esta última afirmación.

    35. En la Iglesia apostólica, cada uno de los Doce no era el obispo de una comunidad, sino misionero de la Iglesia entera. Hoy, el sucesor de los Apóstoles, el obispo, sí, es cabeza de la Iglesia local o diócesis; pero también es obispo de toda la Iglesia, y en su persona se expresa también la Iglesia universal. Igualmente ser cristiano quiere decir pertenecer a una Iglesia local o diócesis, pero también pertenecer a la única y a toda la Iglesia de Dios en formación, que cada cristiano puede encontrar unida e idéntica en todos los lugares. Así que yo, como obispo de Valladolid asumo una responsabilidad que rebasa el ámbito local de esta Iglesia, y no sólo porque soy arzobispo, sino porque soy sucesor de los Apóstoles. Lo mismo le sucede a cualquier obispo, pues la Iglesia no puede ser una yuxtaposición estática de Iglesias particulares o diócesis en principio autosuficientes. Con la connotación “sucesor de los Apóstoles”, se hace salir al obispo del ámbito puramente local y se le constituye en responsable de las dimensiones de la comunión: la vertical y la horizontal.

    ¡Qué bien expresó san Agustín este misterio de la Iglesia! Dice él: «Yo estoy en la Iglesia, cuyos miembros son todas aquellas Iglesias de las que sabemos realmente por la Sagrada Escritura que surgieron y crecieron gracias a la actividad de los Apóstoles. No renunciaré a estar en comunión con ellas, ni en África ni en ningún otro lugar con la ayuda de Dios» (Contra Cresconium, III, 35,39; PL 43, 517). La Iglesia, diseminada por todo el mundo, forma una única familia. «Diversas son las lenguas según las regiones —afirmaba ya san Ireneo en el siglo II—, pero única e idéntica es la fuerza de la tradición. Las Iglesias de Germania no tienen una fe o tradición diferente, como tampoco las de España, Galia, Egipto, Libia, Oriente y el centro de la tierra (= Palestina)» (Adv. Haer. I, 10,2).

    36. Todo lo cual nos hace afirmar que el que pertenece a una Iglesia particular o diócesis pertenece a todas. El obispo hace de sello de conjunción de la catolicidad. Él mantiene relaciones con otros obispos, encarnando así el elemento apostólico, y con él el elemento católico en la Iglesia. Por eso ninguna comunidad puede darse obispo sólo por sí misma. Un lazo tan radical en la esfera local no es compatible con el principio apostólico, es decir, universal. Del mismo modo que la fe cristiana no es una conquista personal, sino que siempre la recibimos de fuera de nosotros, de Dios en definitiva, el obispo es consagrado por un número al menos de tres obispos de comunidades vecinas.

    Naturalmente, tampoco bastan los tres obispos vecinos. Ha de entrar en función la catolicidad: la sede apostólica para nuestra Iglesia latina; Roma, cuyo obispo, el Papa, nos preside en la caridad.

    37. En estas reflexiones nuestras acerca de la relación entre Iglesia universal e Iglesia particular hemos tropezado una y otra vez con la figura del obispo, como elemento central de la estructura eclesial, pues él encarna el carácter unitario y el carácter público de la Iglesia local o particular a partir de la unidad del Sacramento y de la Palabra. El obispo es, además, el anillo de conjunción con las otras Iglesias particulares o diócesis, sobre todo con la Iglesia de Roma; como responsable de la unidad de la Iglesia local en su diócesis, le incumbe también hacer de intermediario entre la unidad de su Iglesia particular y la Iglesia entera y única de Jesucristo, y vivificarla.

    38. ¿Cómo pueden entonces definirse con mayor precisión, partiendo de esta base eclesiológica, la función del obispo y la posición de la Iglesia particular o diócesis en la Iglesia universal? Necesariamente tenemos que destacar aquí varios puntos:

    39. 1) Si hay que definir esencialmente al obispo como sucesor de los Apóstoles, entonces su misión queda fundamentalmente perfilada por lo que dice Jesús en el Evangelio respecto a los Apóstoles: los «constituyó» para que «estuviesen con Él», «para enviarlos», «para que tuviesen autoridad» (Mc 3,14 ss.). Primero y principal: estar con Jesús, en íntima comunión con Él. El obispo debe ser testigo de la resurrección, o sea, ha de permanecer en contacto con Cristo resucitado. No puede ser un funcionario eclesiástico, sino testigo y sucesor de los Apóstoles.

    Estar con Cristo exige interioridad, pero a la vez participar en la dinámica de la misión; el obispo es un enviado. Según las categorías clásicas, el ministerio del obispo pertenece a la “vida activa”, pero su actividad está ordenada por su inserción en la misión de Jesucristo, de modo que este estar con Dios ha de llevarlo a los hombres, sus hermanos.

    40. 2) El obispo es el sucesor de los Apóstoles. Solamente el obispo de Roma es el sucesor de un determinado Apóstol, a saber, de san Pedro, por lo que el papa está revestido de la responsabilidad de toda la Iglesia. Todos los demás obispos somos sucesores de los Apóstoles, no de un Apóstol determinado; estamos en un Colegio que sucede al Colegio de los Apóstoles. El aspecto “colegiado” pertenece esencialmente al oficio del obispo; es una consecuencia de sus dos dimensiones, la católica y la apostólica. De ahí la existencia de las provincias eclesiásticas, que el arzobispo la constituye con los obispos de las Iglesias vecinas; de ahí también los sínodos provinciales o la Conferencia Episcopal.

    41. 3) El obispo representa ante su Iglesia local a la Iglesia universal, y ante la Iglesia universal a su Iglesia local; por tanto, sirve a la unidad. No tolera que la Iglesia local o diócesis se encierre en sí misma, sino que la abre y la inserta en el todo, de tal manera que las fuerzas vivificadoras de los carismas puedan afluir a ella y brotar en ella. Por eso también el sucesor de Pedro debe ejercer su ministerio de modo que no sofoque los dones de las Iglesias particulares o diócesis ni las fuerce a seguir una falsa uniformidad, sino que las deje ser eficaces en el intercambio vivificador del todo.

    42. 4) Finalmente, no podemos olvidar que el Apóstol es siempre enviado «hasta los confines de la tierra». Lo cual significa que el cometido del obispo no puede agotarse nunca en el ámbito intraeclesial: hay que llevar el Evangelio al mundo entero. La afirmación hay que entenderla en un doble sentido: por un lado, anunciar siempre la fe a los que todavía no han podido reconocer en Cristo al Salvador del mundo, y por otro, subrayar que existe también una responsabilidad para con las cosas públicas de este mundo.

    El Estado goza de autonomía respecto a la Iglesia, y el obispo está obligado a reconocer esta autonomía y su ordenamiento jurídico. Tampoco puede haber confusión entre fe y política y menos identificar la fe con una determinada forma política. El Evangelio pone a disposición de la política verdades y valores, pero no da una respuesta concreta a cada uno de los problemas de la política y la economía. «La autonomía de las realidades terrenas», de la que habló el Vaticano II, es preciso que sea respetada y tenida en consideración también por los demás miembros de la Iglesia. No se olvide, sin embargo, que esa autonomía de las realidades terrenas no es absoluta, porque el derecho no proviene sólo del Estado, y a los cristianos y al obispo les incumbe también la tarea de preservar la capacidad de percibir la voz de la creación.

    43. 5) Un último apunte: en el ministerio del obispo entra igualmente la disponibilidad al sufrimiento. El obispo que considerase su ministerio sobre todo como un honor o como una posición influyente no habría comprendido su naturaleza. Sin la disponibilidad al sufrimiento no es posible consagrarse a este cometido. Pero justamente de este modo el obispo se encuentra en comunión con su Señor, y así sabe que es «colaborador de vuestra alegría» (2Co 1,24).

    III. Algunos problemas actuales

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    44. Juan Pablo II afirmaba con rotundidad al escribir sobre la celebración del Jubileo 2000: «El Concilio Vaticano II constituye un acontecimiento providencial (...); un Concilio centrado en el misterio de Cristo y de su Iglesia, y al mismo tiempo abierto al mundo» (Tertio millennio adveniente, 18). Sin el Concilio —comentaba no hace mucho un prestigioso teólogo—, la Iglesia hubiera quedado recluida en los márgenes de la historia y los creyentes no hubieran podido superar una escisión interior entre conciencia cristiana y conciencia histórica. Ciertamente, con una inmensa generosidad, la Iglesia tendió la mano a la cultura europea nacida de la llamada modernidad optimista y confiada en el progreso. A comienzos del siglo XXI es justo reconocer que la Iglesia presenta una faz diferente de la presentada en 1950, por ejemplo. Tiene una presencia evangelizadora y un protagonismo en el esfuerzo por liberar al Tercer Mundo de injusticias manifiestas. El aspecto social de la fe, gracias a Dios, ha sido colocado en el lugar que le corresponde, de modo que la presencia y el testimonio a favor de la vida y del Evangelio está ahí, nítido y claro.

    45. El Concilio nos ha hecho un inmenso bien, es preciso reconocerlo, de modo que quienes pusieron distancia a la Iglesia hace veinticinco o treinta años se engañan al mantener la imagen que de aquella Iglesia se hicieron, tal y como, según ellos, vivieron en su parroquia o en su colegio, pensando que es la única que existe. Se han quedado anclados, y desconocen la nueva realidad litúrgica, parroquial, arciprestal, misionera, teológica y contemplativa. De modo que habría que invitarles a despertar, a dejar su envejecido traje de primera comunión o de escolar graduado y a pensar los problemas, contenidos y potencia interna de la fe en el mismo nivel con que piensan y cultivan sus saberes profesionales.

    Aparecen, efectivamente, en el horizonte de la España actual profesores, políticos, técnicos y funcionarios del Estado que, desde el punto de vista religioso, siguen pensando con la misma actitud que lo hacían en su colegio cuando eran adolescentes en los años 60 y 70. Reaccionan contra las formas y métodos de antaño, sin percatarse de todo lo que entretanto la Iglesia ha pensado, vivido, rehecho y renovado. Y entre los hijos de la Iglesia, participando tal vez de la misma mentalidad, hay quienes se adhieren a grupos internamente estériles y periclitados. Ciertas actitudes y agrupaciones, en efecto, son infecundas, no engendran nueva vida cristiana ni tendrán sucesores, mientras que otras nuevas merecen crédito y suscitan vocaciones cristianas de todo tipo. De ellas es el futuro.

    46. No estamos queriendo decir que la Iglesia actual no tenga en sus miembros fallos y pecados y que todo merezca aprobación: mucho hay que renovar e innovar en la sana tradición de la Iglesia. Hablemos, pues, al final de esta carta de algunas dificultades de nuestra Iglesia. Son prácticamente las mismas dificultades que, de fondo, tiene hoy la Iglesia universal. ¿Cuáles son en concreto? Si se agudiza la mirada son las de siempre, aunque las de hoy tengan sus matices.

    47. Una dificultad, para mí la más grave y radical, es la interrupción que comprobamos en la transmisión de la fe. Los canales normales que llevaban el agua de la fe a las nuevas generaciones están en parte obstruidos o rotos. La “iglesia doméstica”, la familia, es el lugar donde esta interrupción de la fe es más palpable. Los padres encuentran enormes dificultades para esa función primordial, en parte por falta de sujeto cristiano en esos padres, en parte por la acción negativa de un secularismo o nuevas formas de paganismo que impiden la anidación de la fe en sus hijos.

    48. Pero tampoco la parroquia transmite la fe como antes, tal vez por la misma acción negativa que en el caso de la familia. Se añade a esto un problema que a veces angustia: la fe no forma parte de la cultura que viven adolescentes y jóvenes. Dígase lo mismo de la escuela, pese a los enormes esfuerzos de los colegios de la Iglesia y de los profesores cristianos en la escuela pública.

    49. Todo lo cual muestra una carencia de tono evangelizador y misionero en nuestra Iglesia y sólo quienes, o no dan por supuesto un entramado de fe en aquellos que están en formación cristiana (catequesis parroquial, educación en la fe, etc.), o quienes actúan con paciencia y con ardor misionero acogiendo y amando a aquellos con quienes trabajan, conseguirán vencer la atonía y propondrán una vida cristiana atractiva, capaz de llenar el corazón vacío o indiferente de niños, adolescentes, jóvenes y aún adultos en búsqueda. Siempre en una perspectiva personal, sin renunciar a la universalidad o catolicidad de la Iglesia.

    50. Ciertamente el reto está en la iniciación cristiana en su triple dimensión sacramental. ¡Cuánto nos jugamos en este campo, y cómo hemos de orar para que a la comunidad cristiana no le falte ánimo, fortaleza y valentía en el itinerario de la iniciación cristiana! En este sentido, veo cada vez más necesaria la implantación del Catecumenado Bautismal para ofrecer ese itinerario, acompañamiento y anclaje en la Iglesia a los que, como adultos, piden el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía y ser así cristianos.

    51. Otra dificultad, que está ligada a la anterior, es enfrentar y enfrentarse con la reducción social de Dios a la intimidad del sujeto y su eliminación del espacio público: también es éste un problema de separación entre fe y cultura, entendida ésta como la describían Pablo VI y Juan Pablo II, es decir, como el horizonte vital que mueve a la persona y determina sus vivencias y decisiones en la vida normal donde la persona se mueve. En este horizonte vital en muchísimas ocasiones no se encuentra la fe como determinante de esas vivencias y decisiones. Esta dificultad es más densa de lo que pudiera parecer, pues está influyendo en la evangelización y torpedea los enormes esfuerzos que las comunidades cristianas realizan por medio de catequistas y educadores en la fe.

    52. La consecuencia de las anteriores dificultades aparece patente cuando vemos la incapacidad de muchos cristianos para tomar decisiones definitivas en un servicio incondicional al Evangelio, en la entrega al sacerdocio y a la vida religiosa, pero también en la fidelidad que el matrimonio cristiano lleva consigo como servicio a la persona y a la vida. Es el problema vocacional en sentido amplio, pues nada se puede sostener sin esa referencia necesaria a la llamada personal que Cristo me hace y a la que yo personalmente respondo.

    53. La novedad de ciertas situaciones sociales, laborales, clínicas, médicas, económicas y políticas, muy aireadas por los poderosos medios de comunicación social, han llevado a muchos cristianos a ver una desconexión entre lo que propone el magisterio pontificio o episcopal en ese orden y su vida moral en estos ámbitos de la vida. Con muchísima frecuencia se piensa o se hace pensar que la Iglesia está anclada en un pasado doctrinal incapaz de rendirse a la “modernidad”.

    Todo lo cual culmina en que un sector de la Iglesia acaba en una disidencia interna, que se inició silenciosamente ante la encíclica Humanae Vitae de Pablo VI, que declaraba moralmente ilícito el recurso a la contracepción en la vida conyugal. Curiosamente esa disidencia interna ha sido incapaz de ver nuevos aspectos del problema en el magisterio de Juan Pablo II, y existen sobre todo en las encíclicas Veritatis Splendor (1993), Evangelium Vitae (1995) que completa la Declaración Donum Vitae de 1987 , Fides et Ratio (1998). Esa disidencia continúa a propósito de la Declaración Ordinatio Sacerdotalis, sobre las condiciones para acceder al ministerio y la no posibilidad del sacerdocio ministerial para las mujeres.

    54. En este entramado de temas y problemas, la Iglesia, también la Iglesia de Valladolid, está ante los retos sagrados y ante deberes supremos para con la humanidad, frente a los cuales no puede ser cobarde, y menos infiel, porque está en juego el derecho de Dios y la vida del hombre: el aborto, la eutanasia, la utilización laboral o experimental de los niños, la esclavitud sexual de la mujer, el egoísmo de los países ricos y su discriminación en el mercado para con los países pobres, las nuevas formas de colonización y esclavitud, física en unos casos, moral o económica en otros.

    55. Los problemas, pues, se derivan en muchas ocasiones de cómo se afrontan estas dificultades y se encuentran formas concretas para resolverlas. Tarea no fácil, pues depende de muchos factores, entre los que se encuentra ante todo el mismo factor humano de pastores y fieles, del entero Pueblo de Dios, ya que no es raro encontrar inercias, rutinas, faltas de generosidad y capacidad creativa. Necesitamos, sin duda, oración y apertura a la gracia de Dios, a la acción del Espíritu Santo, para que con corazón grande nos lleve a un trabajo más coordinado, menos personalista e individualista, y a la capacidad de ver nuevas posibilidades de trabajo en equipo y una comunión a prueba de cansancios, protagonismos y miedos.

    56. Pero quiero subrayar, al terminar, que la Iglesia existe entre el “misterio de Dios”, del Dios revelado en los profetas y encarnado en Cristo que llega a cada uno de los que formamos la Iglesia por la acción del Espíritu Santo, y la “historia de los hombres”, diferente e idéntica en cada generación, en cada geografía, en cada conciencia. Sabéis que a la Iglesia se le ha anunciado su desaparición en innumerables ocasiones. Cada revolución, cada imperio, cada dictador y cada grupo mediático deseoso de acaparar el poder político, económico o sobre las conciencias, han predicho su final.

    ¿Cómo oyes tú esas predicciones? ¿Estás tentado de asentir, porque si fuera por la sola virtud de los que formamos la Iglesia ya haría mucho tiempo que ésta habría dejado de existir? No aceptes este postulado, porque la Iglesia es superior a sí misma. Dios en Cristo la suscitó y la ha seguido sosteniendo no sólo con la ayuda y la gracia del Espíritu Santo, sino también con otras ayudas de naturaleza diversa.

    57. Y así será en el futuro. La Iglesia vive del crédito que Jesucristo le ha otorgado al llamarle a su seguimiento y amor, pero vive sobre todo de su promesa: «Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo». Esta promesa abraca, pues, también a nuestro siglo, recién iniciado, aunque estemos obligados a analizar, proyectar y construir su futuro como si todo sólo dependiera de ella. Aprovechemos el consejo de un maestro genial: «Hanse de procurar los medios humanos como si no hubiese divinos, y los divinos como si no hubiese humanos: regla de gran maestro (san Ignacio de Loyola), no hay que añadir comento» (Baltasar Gracián, “Oráculo Manual, Obras Completas”, Madrid 1967, 251).

    Conclusión

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    58. Al final de estas páginas, vuelvo a afirmar: ¡Cuántos inapreciables bienes recibimos de nuestra Iglesia, aun en nuestra misma existencia terrestre! Por eso el justo título de la Iglesia es el de “madre”. La revelación cristiana que ella conserva viva a través de los siglos —al precio de cuántas luchas contra tantas incomprensiones, insulseces o “explicaciones” y “hermenéuticas” que pretenden ser superiores— trata inseparablemente de Dios y del hombre. Es la revelación de nuestro destino, que es un destino divino, pues es llamando al ser humano como el Dios que se manifiesta en la historia bíblica y que acaba de revelarse en Jesucristo, entreabriendo el misterio de su vida íntima, descubre al mismo tiempo el hombre al hombre mismo.

    59. La relación personal de Dios con el cristiano es expresada por el hecho de que el cristiano posee un nombre nuevo, con el cual Cristo le llama. En el evangelio de san Juan, el buen pastor llama a cada una de sus ovejas por su nombre. En el Apocalipsis se dice también que el “vencedor” recibirá una piedra blanca en la que su nombre, un nombre nuevo, estará escrito. A la medida de nuestra fe, la Iglesia, esta casa en la que el bautismo nos ha introducido, nos conserva con este nombre simbólico la conciencia de nuestra identidad personal.

    60. Ella nos proporciona el medio en que esta conciencia puede desarrollarse. Ella mantiene en nosotros estas cosas tan amenazadas: el respeto a la vida y a la muerte, el sentido de fidelidad en el amor, el carácter sagrado de la sociedad familiar; ella las mantiene como sólo una madre puede hacerlo. Hoy como ayer, todo en la fe de la Iglesia nos invita a la vida más personal. Toda la Liturgia nos habla de ello y promueve su realización en la unión más completa. Hoy como ayer y como siempre desde sus orígenes, ella resiste a todas las tentativas de transformar en una gnosis intelectual, en una gnosis impersonal, la fe referida a la persona de Jesucristo.

    61. Llega el día en que todos nosotros sabremos reconocer en esta maternidad de nuestra Iglesia una imagen y aún un símbolo eficaz de aquel amor que el poeta no temió llamar «la maternidad de Dios»: «Ten piedad de mí, Señor, / por las entrañas de tu maternidad, / porque yo sé que tu amor por mí / es como el de una madre que da a luz nuevamente» (P. Claudel, La Ville, primera versión, último acto, en “Theatre II”, p. 407). ¿Sería sensato no amar a esta madre?

    En la solemnidad de Pentecostés de 2003.

    † Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid