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Dicasterio para el Clero

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La Eucaristía y el Sacerdote:
inseparablemente unidos
por el amor de Dios

27 de junio de 2003


Temas: Eucaristía (sacerdocio e Iglesia), sacerdocio (Eucaristía), Iglesia (Eucaristía) y Encíclica “Ecclesia de Eucharistia”.

Web oficial: http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cclergy/documents/rc_con_cclergy_doc_20030613_priest-eucharist_sp.html

Publicado: BOA 2003, 371.


  • El sacerdote, responsable de la Eucaristía
  • Grito de fe
  • Edificación de la Iglesia y adoración contemplativa
  • Eucaristía y sacerdocio ministerial
  • Eucaristía y comunión eclesial
  • Con la fe de María

    El sacerdote, responsable de la Eucaristía

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    La fiesta del Sagrado Corazón de Jesús nos invita a contemplar el amor, que surge de la fuente inagotable de Cristo y se difunde a toda la humanidad, por medio del «don por excelencia» que es la Eucaristía. La reciente Encíclica de Juan Pablo II atrae nuestra atención acerca del valor de este don, que es totalmente excepcional. El don divino ha sido destinado a nosotros los sacerdotes en una manera particular y, con nuestra acogida, llevamos la responsabilidad de la eficacia de la Eucaristía en el mundo.

    Grito de fe

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    A cada celebración del divino Sacrificio, el sacerdote, después de haber consagrado el pan y el vino, para que se conviertan en el cuerpo y en la sangre de Cristo, exclama: «Este es el sacramento de nuestra fe»; es una maravilla que suscita adoración, aunque a los ojos terrenos parece que nada ha cambiado. En la Encíclica el Santo Padre manifiesta el deseo de colocarse con nosotros «en adoración delante de este Misterio: Misterio grande, Misterio de misericordia» (Ecclesia de Eucharistia, 11) . Añade: «¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que llega “hasta el extremo” (Jn 13,1), un amor que no conoce medida».

    La Misa es el memorial del sacrificio de la cruz, «La Iglesia vive continuamente del sacrificio redentor, y accede a él no solamente a través de un recuerdo lleno de fe, sino también en un contacto actual, puesto que este sacrificio se hace presente, perpetuándose sacramentalmente en cada comunidad que lo ofrece por manos del ministro consagrado. De este modo, la Eucaristía aplica a los hombres de hoy la reconciliación obtenida por Cristo una vez por todas para la humanidad de todos los tiempos. En efecto, “el sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio”» (Ecclesia de Eucharistia, 12).

    La Eucaristía es sacrificio en sentido propio y, en primer lugar, don de Cristo al Padre: «sacrificio que el Padre aceptó, cambiando esta total donación de su Hijo, que se “hizo obediente hasta la muerte” (Flp 2,8), con su paterna donación, esto es con el don de la nueva vida inmortal en la resurrección». Al entregar su sacrificio a la Iglesia, Cristo ha querido además hacer suyo el sacrificio espiritual de la Iglesia, llamada a ofrecerse también a sí misma unida al sacrificio de Cristo (Ecclesia de Eucharistia, 13).

    Más particularmente, el Sumo Pontífice subraya que «el sacrificio eucarístico no sólo hace presente el misterio de la pasión y muerte del Salvador, sino también el misterio de la resurrección, que corona su sacrificio. En cuanto viviente y resucitado, Cristo se hace en la Eucaristía “pan de vida” (Jn 6,35.48), “pan vivo” (Jn 6,51)».

    La ofrenda del sacrificio es, pues, fuente de una nueva vida. La eficacia salvadora del sacrificio se realiza en plenitud en la comunión: «le recibimos a Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros; su cuerpo, que Él ha entregado por nosotros en la Cruz; su sangre, “derramada por muchos para perdón de los pecados” (Mt 26,28)» (Ecclesia de Eucharistia, 16).

    «Por la comunión de su cuerpo y de su sangre, Cristo nos comunica también su Espíritu» (Ecclesia de Eucharistia, 17). «“Fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un sólo cuerpo y un sólo espíritu” (Ecclesia de Eucharistia, 29). Así, con el don de su cuerpo y su sangre, Cristo acrecienta en nosotros el don de su Espíritu, infundido ya en el Bautismo e impreso como “sello” en el sacramento de la Confirmación».

    Además las palabras «en la espera de su venida» nos ofrecen la oportunidad de descubrir mejor las perspectivas escatológicas de la Eucaristía: «La Eucaristía es tensión hacia la meta, pregustar el gozo pleno prometido por Cristo (cf. Jn 15,11); es, en cierto sentido, anticipación del Paraíso y “prenda de la gloria futura”».

    Estas perspectivas, que abren la comunión con la Iglesia celeste —que debe estar siempre en nuestra mente y en nuestro corazón— pueden parecer todavía muy lejanas, pero estimulan «nuestro sentido de responsabilidad respecto a la tierra presente», «poniendo una semilla de viva esperanza en la dedicación cotidiana de cada uno a sus propias tareas» (Ecclesia de Eucharistia, 20).

    La llamada al sentido de responsabilidad vale para todos. En nosotros sacerdotes encuentra una especial resonancia. Cada celebración eucarística está destinada a despertar la conciencia de aquellos que participan en ella. Para el sacerdote despierta la responsabilidad hacia un mundo que se debe transformar, transfigurado por la Eucaristía. Pronunciado u oyendo las palabras «este es el sacramento de nuestra fe», el sacerdote entiende mejor que este grito de fe lo empuja hacia un mundo, en el que Cristo opera maravillas y siente urgir dentro de sí el sentido improrrogable misionero de extender su reino por todas partes.

    Recibe una nueva luz acerca de la propia misión sacerdotal, que le ha sido confiada y sobre el papel, que debe asumir para que la fuerza de la Eucaristía pueda producir todos los efectos en cada existencia humana. El sacerdote ha sido investido de la responsabilidad de la edificación de una nueva sociedad en Cristo. Más concretamente, tiene la posibilidad de dar un testimonio de fe en la nueva presencia, que nace de cada consagración, que cambia el pan y el vino en el cuerpo y sangre del Señor.

    La maravilla de esta presencia abre la puerta en el alma del sacerdote a una nueva esperanza, que supera todos los obstáculos que se acumulan en la vida de su ministerio, tantas veces en medio luchas y de pruebas.

    Edificación de la Iglesia y adoración contemplativa

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    La Encíclica desea mostrar toda la riqueza espiritual de la Eucaristía; de una parte ilumina la contribución esencial a la edificación de la Iglesia, de la otra atrae la atención sobre el valor del culto a la presencia real fuera de la Santa Misa. Y es un aspecto muy precioso y fecundo que hay que recordar a los fieles y a nosotros.

    El Concilio Vaticano II, en armónica continuidad con el magisterio precedente, enseña que la celebración eucarística está al centro de todo crecimiento en la Iglesia. Explica cómo crece el reino de Cristo en el mundo: «Cada vez que el sacrificio de la cruz con el que Cristo, nuestro cordero pascual, es inmolado (1Co 5,7) sobre el altar, se realiza la obra de nuestra redención. Y juntamente con el sacramento del pan eucarístico, se representa y se produce la unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo de Cristo» (cf. 1Co 10,17).

    Ya en los orígenes aparecía un influjo causal de la Eucaristía con referencia al desarrollo de la Iglesia, como es evidente en la última cena: los gestos y las palabras de Jesús «fundaron la nueva comunidad mesiánica, el Pueblo de la nueva Alianza». «Desde aquel momento, y hasta al final de los siglos, la Iglesia se edifica a través de la comunión sacramental con el Hijo de Dios inmolado por nosotros» (Ecclesia de Eucharistia, 21).

    De esta manera se manifiesta el papel constructivo del sacerdote, quien ha sido comprometido por Cristo en la obra más importante de transformación del mundo, que se realiza con la potencia de la Eucaristía. A este papel está unido otro compromiso del sacerdote, el de acoger la presencia eucarística con la mirada contemplativa de adoración y con un trato de extrema delicadeza.

    «El culto que se da a la Eucaristía fuera de la Misa es de un valor inestimable en la vida de la Iglesia» (Ecclesia de Eucharistia, 25). La responsabilidad del sacerdote en este culto se recuerda de esta manera: «Corresponde a los Pastores animar, incluso con el testimonio personal, el culto eucarístico, particularmente la exposición del Santísimo Sacramento y la adoración de Cristo presente bajo las especies eucarísticas».

    El Sumo Pontífice no sólo anima a todo sacerdote a que manifieste este testimonio, sino es él mismo quien nos comunica su propio testimonio: «es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cf. Jn 13,25), palpar el amor infinito de su corazón. Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el “arte de la oración”, ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!»

    Se trata de una experiencia que ha sido vivamente recomendada por el constante Magisterio y por el ejemplo de numerosísimos Santos. El testimonio personal del Vicario de Cristo anima a todos los sacerdotes, lectores de la Encíclica, a dar a conocer y a estimar los momentos secretos de la gracia, que llegan por medio de la adoración al Santísimo. De esta manera la Eucaristía llega a ser fuente de contemplación santificante y fructuosa.

    Eucaristía y sacerdocio ministerial

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    El sacrificio eucarístico tiene absoluta necesidad del sacerdocio ministerial. La Encíclica recuerda que para la celebración eucarística no es suficiente el sacerdocio común. Según el Concilio Vaticano II, «los fieles, en virtud del sacerdocio real de Cristo, concurren a la oblación de la Eucaristía», pero es el sacerdocio ministerial que «cumple el sacrificio eucarístico in persona Christi y lo ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo» (Lumen gentium, 10) . Este ministerio implica la sucesión apostólica, o sea «es decir, la serie ininterrumpida que se remonta hasta los orígenes, de ordenaciones episcopales válidas» (Ecclesia de Eucharistia, 28). La expresión «en la persona de Cristo» significa: «en la específica y sacramental identificación con el Sumo y Eterno Sacerdote, que es el autor y el principal sujeto de este su propio sacrificio y que, en verdad, no puede ser substituido por nadie».

    «La asamblea que se reúne para celebrar la Eucaristía necesita absolutamente, para que sea realmente asamblea eucarística, un sacerdote ordenado que la presida. Por otra parte, la comunidad no está capacitada para darse por sí sola el ministro ordenado. Éste es un don que recibe a través de la sucesión episcopal que se remonta a los Apóstoles. Es el obispo quien establece un nuevo presbítero, mediante el sacramento del Orden, otorgándole el poder de consagrar la Eucaristía» (ibíd., 29).

    La necesidad de un ministro ordenado pone un problema en el campo de las relaciones ecuménicas. «Las Comunidades eclesiales separadas», dice el Vaticano II (Unitatis redintegratio, 22), «aunque les falte la unidad plena con nosotros que dimana del bautismo, y aunque creamos que, sobre todo por defecto del sacramento del Orden, no han conservado la sustancia genuina e íntegra del Misterio eucarístico, sin embargo, al conmemorar en la santa Cena la muerte y resurrección del Señor, profesan que en la comunión de Cristo se significa la vida, y esperan su venida gloriosa».

    Así pues se impone un regla: «Los fieles católicos, por tanto, aun respetando las convicciones religiosas de estos hermanos separados, deben abstenerse de participar en la comunión distribuida en sus celebraciones, para no avalar una ambigüedad sobre la naturaleza de la Eucaristía y, por consiguiente, faltar al deber de dar un testimonio claro de la verdad».

    «De manera parecida, no se puede pensar en reemplazar la santa Misa dominical con celebraciones ecuménicas de la Palabra o con encuentros de oración en común con cristianos miembros de dichas Comunidades eclesiales, o bien con la participación en su servicio litúrgico»

    En las comunidades católicas, la falta de sacerdotes puede impedir la celebración eucarística. La Encíclica da a entender «lo doloroso y fuera de lo normal que resulta la situación de una comunidad cristiana que, aún pudiendo ser, por número y variedad de fieles, una parroquia, carece sin embargo de un sacerdote que la guíe... Cuando la comunidad no tiene sacerdote, ciertamente se ha de paliar de alguna manera, con el fin de que continúen las celebraciones dominicales y, así, los religiosos y los laicos que animan la oración de sus hermanos y hermanas ejercen de modo loable el sacerdocio común de todos los fieles, basado en la gracia del Bautismo. Pero dichas soluciones han de ser consideradas únicamente provisionales, mientras la comunidad está a la espera de un sacerdote» (Ecclesia de Eucharistia, 32).

    A esta situación existe solamente un remedio: «el hecho de que estas celebraciones sean incompletas desde el punto de vista sacramental ha de impulsar ante todo a toda la comunidad a pedir con mayor fervor que el Señor “envíe obreros a su mies” (Mt 9,38); y debe estimularla también a llevar a cabo una adecuada pastoral vocacional, sin ceder a la tentación de buscar soluciones que comporten una reducción de las cualidades morales y formativas requeridas para los candidatos al sacerdocio».

    Delante de las comunidades que, por falta de sacerdotes, no pueden asegurar la celebración eucarística, el sacerdote llega a ser más consciente del valor de su labor y de la necesidad de su presencia. Debe tener más conciencia que con la oración y con una clara adhesión a su identidad ontológica —manifestada lógicamente en formas externas— es responsable del nacimiento y del crecimiento y de la fidelidad de las vocaciones sacerdotales. Con su testimonio de alegre adhesión a la propia identidad y a su acción apostólica, puede contribuir a la eficacia de la pastoral vocacional; aunque otros se dediquen directamente a esta pastoral, cada sacerdote debe favorecer personalmente la multiplicación de las vocaciones.

    Eucaristía y comunión eclesial

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    La Encíclica, en un capítulo especial, desarrolla el tema de la comunión eclesial. Es un tema central, porque toda la dirección del documento es poner en primer plano la contribución de la Eucaristía a la edificación y al crecimiento de la Iglesia. La comunión que caracteriza a la Iglesia debe entenderse desde su significado más profundo: «La Iglesia, mientras peregrina aquí en la tierra, está llamada a mantener y promover tanto la comunión con Dios trinitario como la comunión entre los fieles» (Ecclesia de Eucharistia, 34). «La Eucaristía se manifiesta, pues, como culminación de todos los Sacramentos, en cuanto lleva a perfección la comunión con Dios Padre, mediante la identificación con el Hijo Unigénito, por obra del Espíritu Santo». «“Dios se une a nosotros con la unión más perfecta”. Precisamente por eso, es conveniente cultivar en el ánimo el deseo constante del Sacramento eucarístico».

    La comunión eclesial de la asamblea eucarística es comunión con el propio obispo, principio visible y fundamento de la unidad en su Iglesia particular; como también unión con el Romano Pontífice, y podemos añadir: con el Orden episcopal, con todo el clero y con todo el pueblo (ibíd., 39).

    Entre las consecuencias de esta comunión debemos notar una apertura más amplia en el campo ecuménico, debida al hecho de que los hermanos Orientales son más cercanos a la Iglesia Católica. Cuando piden recibir la Eucaristía de parte de un ministro católico y están bien preparados, se debe acoger su petición con posibilidad de reciprocidad.

    «Es motivo de alegría», dice la Encíclica Ut unum sint, «recordar que los ministros católicos pueden, en determinados casos particulares, administrar los sacramentos de la Eucaristía, de la Penitencia, de la Unción de enfermos a otros cristianos que no están en comunión plena con la Iglesia católica...» (Ut unum sint, 46) y esto en manera recíproca.

    Esta disposición no tiene como objetivo la realización de una intercomunicación, sino de proveer a una grave necesidad espiritual para la salvación eterna del fiel. Era suficiente que existiera un acuerdo suficiente sobre la doctrina de la Iglesia y aquella sobre la Eucaristía.

    Con la fe de María

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    No puede asombrarnos que, al final de la Encíclica, el Papa dirija su mirada hacia la Virgen María.

    Si la Eucaristía es misterio de fe, este misterio fue propuesto a la fe de la Virgen María y de su parte fue acogido de la manera más perfecta. Dividiendo con nosotros sacerdotes su fe, María Santísima nos ayuda a asumir nuestra responsabilidad en difundir la Eucaristía para la vida de la Iglesia y nos exhorta: «haced aquello que os dirá» (Jn 2,5).