Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Aprendizaje en el dominio de sí mismo

27 de julio de 2003


Publicado: BOA 2003, 391.


¿A qué suena la palabra “castidad” en la cultura en que vivimos? He visto a muchas personas criticando a la castidad, a veces furiosamente en contra, otras defendiéndola con discursos débiles; pocas veces o casi nunca he visto a ninguno de los críticos preguntándose qué es la castidad. ¿No será que confundirán castidad con virginidad? Puede ser: uno ve cómo se confunde la homilía con la Misa o el arzobispado con el arzobispo.

La Real Academia define la castidad como «la virtud del que se abstiene de todo goce sexual o carnal, o se atiene a lo que considera como lícito». No me gusta la definición, pero hay que completarla para no falsearla. El Catecismo de la Iglesia Católica dice algo más bonito y, sobre todo, que se ajusta más a lo que pensamos los católicos de la castidad: «La castidad implica un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana. La alternativa es clara: o el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace desgraciado» (n. 2339).

Eso significa sencillamente que todos estamos llamados a la castidad. Todos, sin discriminaciones. Por eso se puede y se debe hablar de la castidad en la juventud, castidad en el matrimonio, castidad en los consagrados, castidad en la ancianidad, castidad en la viudedad, aunque no le guste a la cultura dominante, aunque sea ir contracorriente. El ser humano consciente y libre dirige su vida. ¿Hacia dónde? Hacia donde le indique su inteligencia animada por su corazón. Y el ser humano, rico en valores, es capaz de buscarlos, de encontrarlos, y es libre para adherirse a ellos o no.

A todo ser humano le atrae la idea de ser él mismo y no marioneta de los demás o de la publicidad, de controlar la situación y que no lo controlen, de llevar las riendas. Si en la persona lo más valioso es su capacidad de amar, hay que decir muy alto que la castidad es precisamente esa virtud de gobierno, control, esa gimnasia del corazón que mantiene en forma la dimensión sexual de la persona y su posibilidad de mayor amor.

Los malos ojos con los que se mira con frecuencia a esta virtud responden al ser perezoso que llevamos dentro, a la ley del mínimo esfuerzo. Claro que no es fácil amar, a pesar de la falsa apariencia que, en películas, series, novelas y foros diversos, se le ha dado a esta cualidad humana, reduciéndola, en la mayoría de los casos, al aspecto genital. Pero una falsedad repetida y repetida no se convierte en verdad. Es confusión y complejos y pobreza personal que tan abundantemente aparecen al sesgar la capacidad de amar de las personas.

La castidad, se quiera o no, es una de esas virtudes que vale por sí misma, que cuesta porque es preciada y criticada, y que llena porque, con lo que exige en una sociedad pansensual como la nuestra, la recompensa siempre es mayor. Pero el casto no nace, se hace e implica un proceso de educación que pocos están dispuestos hoy a emprender y a enseñar. Lo que anuncia la Iglesia es que la castidad no es represión de la sexualidad, sino la fuerza virtuosa que le da sentido humano.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid