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Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Revoluciones científicas

21 de septiembre de 2003


Publicado: BOA 2003, 434.


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Con la llegada masiva de la tecnociencia, la ciencia experimental orientada a utilidades, la determinada por intereses industriales, dependiente de la tecnología y volcada al mercado, aparece con crecida frecuencia la acusación a la Iglesia de retrógrada, opuesta al progreso y que quiere mantenerse al margen de las “nuevas revoluciones”. Nada más injusto. Primero porque la prestigiosa Academia de la Ciencia, creada por Juan Pablo II, reúne a un nutrido grupo de expertos de todo el mundo católico, que reflexionan y tratan este tipo de temas, complejos y difíciles. En segundo lugar porque estamos un poco hartos de acusaciones fáciles y superficiales, lanzadas con toda clase de tópicos sin matices.

La Iglesia, además, es una de las pocas instituciones que alza la voz para pedir prudencia a la utilización de los avances tecnológicos; precisamente en ellos puede existir un dilema moral que con frecuencia no pone a nadie de acuerdo. No todo lo que se puede hacer es moralmente válido: ese es un principio que la Iglesia guarda sólo para salvaguardar la dignidad de la persona. No valen aquí los tratamientos superficiales y poco contrastados.

El Estado, por ejemplo, debe financiar generosamente a la ciencia pura, a la ciencia verdadera, a la ciencia inocente buscadora de conocimiento, humanista y desinteresada. ¡Cuánto debe la sociedad a esta ciencia y a estos hombres y mujeres! Harina de otro costal es aquello que los filósofos de la ciencia denominan el “cientifismo”, la rémora de la ciencia, la perversa percepción de algunos de que sólo el saber que procede de los datos científicos experimentales es objetivo, en tanto que cualquier otra forma de pensar o de captar la realidad sería pura creencia, mera opinión respetable o simple tabú religioso. Como ha dicho un experto en bioética: todo un modelo de dogmatismo, donde sólo yo me lo guiso y sólo yo me lo como.

Este buen “cientifista” rechaza o ignora, por ejemplo, el debate bioético sobre la identidad del embrión, sobre su condición de ser humano, de individuo en las primeras etapas de la vida. Piensa que es un debate apolillado y ni siquiera concibe que el legislador pueda discutir el marco de sus demandas. Gran parte del mundo de la ciencia embrionaria está vinculado hoy a este trato “cosificado” del embrión. La sociedad distingue mal entre la ciencia y la técnica del embrión; y es víctima fácil del “encantamiento” de la tecnociencia que, con frecuencia, le hace abrir la boca de estupor ante sus “logros” que, aparentemente, se suceden incesantes.

No se trata, sin embargo, de demonizar la tecnociencia, ni se trata de nuevas cruzadas de la Iglesia insensible al progreso científico; se trata de discernir lo que es correcto y lo que no lo es, lo que es ético y lo que es inmoral. Urge dignificar al individuo humano en sus primeras fases y recuperar su dignidad no llamándole con el apelativo de pre-embrión, tan poco científico. Pero tal vez sea pedir demasiado a los intereses industriales, a los que interesa el “vale todo” y llaman todo tipo de cosas a la Iglesia.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid