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Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Santidad de vida

2 de noviembre de 2003


Publicado: BOA 2003, 479.


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El papa Juan Pablo II, al iniciarse el tercer milenio, recordaba a los miembros de la Iglesia unas famosas palabras del Concilio Vaticano II: «Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor» (Lumen gentium, 40) . Hablemos, pues, de qué quiere decir santidad ahora que comenzamos el mes de noviembre con la fiesta de Todos los Santos.

Ser santos se entiende a partir de esta constatación: no son las meras palabras ni los discursos ideológicos los que llenan de sentido, de gozo y de esperanza verdadera las vidas de las personas. La llena únicamente ese Misterio infinito que se hizo carne y habita entre nosotros: Jesucristo.

Con su habitual acierto publicitario, los anuncios de premios millonarios en los diversos sorteos y loterías dan en el centro de la diana: ese deseo insaciable de felicidad que tiene el corazón humano; lo que ocurre es que todos los millones del mundo son incapaces de saciar lo que es constitutivamente insaciable. La decepción que eso supone termina dejando vacío y seco el corazón. Son otros “millones” los que éste en realidad reclama; sin ellos, que bien pueden resumirse en la experiencia de la gratuidad del amor, todo lo demás es basura, como no tiene reparo en afirmar san Pablo. La palabras de Cristo, que no tienen un ápice de ideología, siguen siendo rotundas: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?»; o «¿qué puede dar el hombre, a cambio de su vida?».

En medio de un mundo realmente convulso por todo tipo de violencias, que surgen incesantes del hombre dominado por toda clase de pasiones, incapaces de hacerle feliz porque, en realidad, le conducen a la irresponsabilidad y a la desesperación, brillan sin duda esos hombres y mujeres que siguen a Cristo y participan de su vida, como testigos de una Humanidad nueva, a la medida de los deseos de su corazón. Lo que más enfada a los que han visto, por ejemplo, a Madre Teresa de Calcuta, es que era una mujer inmensamente feliz en su entorno de enorme pobreza. Pero ella encontró esa secreta novedad de la vida que se llama amor verdadero, es decir, la entrega de sí misma.

El único poder que cambia al mundo, paradójica pero verdaderamente, es el de los pequeños que se han dejado amar por el único realmente Grande. Esa mujer, pequeña, arrugada y desgastada, como el anciano Papa que apenas puede moverse, desvela dónde está el secreto del hombre y la mujer nuevos, dónde está la fuente inagotable de su alegría y de su esperanza. Por mucho que tengamos, si ignoramos quiénes somos, estamos viviendo como muertos en vida. ¡Qué diferente es vivir de veras, con el horizonte de la plenitud y de la esperanza de la vida eterna! Eso es ser santos y no hacer cosas extrañísimas. Con el núcleo del corazón amando a Dios y al prójimo, todo se puede hacer, hasta cosas increíbles, como los santos canonizados. Es un contrasentido ser cristiano y llevar una vida mediocre. Y los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid