{\sc Arzobispo} \\ Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Conferencia

Encuentro ante los embajadores de Hispanoamérica - Roma (Italia)

Isabel la Católica \\y la evangelización de América

12 de noviembre de 2003


Publicado: BOA 2003, 491.


  • Notas
    \documentclass[a4paper, 12pt]{article} \usepackage{larva} \usepackage{charter} \usepackage{titlesec} \usepackage{amssymb} % Para \blacksquare \titleformat{\section}{\centering \Large \color{blue} \bf}{}{0mm}{} %\setlength{\parindent}{0mm} \setlength{\parskip}{2mm} %\hyperbaseurl{http://www.archivalladolid.org/} % agenda.php?DI= . date ('Y-m-d') . \&Evento=} % \includegraphics[width=0.15\textwidth]{../arzobispado.jpg} \begin{document}

    Quiero recordar, desde el inicio de mi exposición, un hecho gozoso y evidente: el Continente Americano está hoy iluminado y envuelto en la luz del Evangelio, y la fe cristiana es patrimonio de la inmensa mayoría de los habitantes de esta parte tan importante de nuestro mundo. Toda esta obra ingente debe atribuirse a la Providencia de Dios, pero el Señor actúa también por medio de personas concretas, y el nombre de Isabel de Castilla, la Reina Católica1, ha de colocarse en un lugar destacadísimo. Como escribió bellamente León XIII, Isabel hizo surgir de las aguas del olvido todo un Nuevo Mundo, por obra del almirante Cristóbal Colón.

    Un ilustre purpurado español, el cardenal Herrera Oria, cuyo proceso de canonización está también abierto, resaltó este hecho en un editorial de un prestigioso diario español por él fundado:

    «...Ni la leyenda ni la poesía han nimbado (la vida de la Reina Católica) con milagros. Su “leyenda dorada” es Historia a plena luz (...) y sobre todo, veinte naciones católicas que a su espíritu apostólico deben (...) su evangelización. No sabemos que ninguna mujer haya contribuido como ella a extender los límites de la Catolicidad...»2.

    En cualquier caso, este hecho gozoso de la evangelización de América tiene unas premisas, que trataré enseguida de exponer antes ustedes. Agradezco grandemente la invitación de nuestro embajador ante la Santa Sede, que he aceptado por amor a la Iglesia y por la admiración a Isabel I de Castilla, cuya grandeza de alma estoy descubriendo con la ayuda, entre otros, de los miembros de la Comisión Diocesana “Isabel La Católica” que forma parte del organigrama del arzobispado de Valladolid.

    Desde el comienzo de su reinado se le presentó a la Reina Isabel un anchuroso campo de apostolado con la evangelización de las Islas Canarias, recientemente incorporadas a su Corona por decisión del papa Sixto IV, habiendo precedido el “Tratado de Alcaçobas”3. Aquí comenzó su preocupación por la evangelización, su conquista para Dios y aquí se ensayaron los mejores métodos de esta misión evangelizadora. Fueron muchos los conflictos bélicos acaecidos durante su reinado, pero en ellos nunca buscó la Reina el mero afán de dominio, ni desapareció nunca de su mente el horizonte de la evangelización como un bien para sus nuevos súbditos.

    De este modo, Isabel asumió personalmente los postulados de la siembra de la fe y, a partir de 1486, ella y su esposo pudieron organizar la jerarquía eclesiástica canaria con estructura de Iglesia en estado misional, mediante el derecho y los deberes que traía anexos el Patronato Eclesiástico que más tarde se repetiría para el Reino de Granada, ampliado y perfeccionado, con plena garantía de éxito, en el Real Patronato de Indias.

    Fue el papa Inocencio VIII quien, mediante su primera bula Ad illam fidei constantiam de agosto de 1486, concedió el Patronato regio de Canarias valedero también para Granada, aplicado luego en Las Indias. Ese itinerario misionero (Castilla, Canarias, Las Indias) es obra de Isabel que, convertida muy pronto en la primera misionera de América, contaba ya con una no pequeña experiencia evangelizadora.

    «Un hecho significativo comienza a producirse en España en los últimos años del siglo XV: el despertar de la conciencia de grupo, que se manifiesta en la valoración de sus acciones frente a las de los antiguos y los extraños, en una confianza cada vez mayor en sus descubrimientos y experiencias. El español toma conciencia cada vez más clara de haber pasado de un estado colectivo de desesperanza, resignación y recepción, al de una decidida voluntad de emprender, de realizar, de descubrir, de expandirse». Así escribe el profesor M. Andrés en su obra dedicada a la Teología española en el siglo XVI4. Algo semejante decía el historiador Gonzalo Fernández de Oviedo (1478-1557), formado en tiempos de la reina Isabel:

    «No se contenta nuestra voluntad ni se satisface nuestro ánimo con entender y especular pocas cosas, ni con ver las ordinarias o próximas a la patria, ni dentro della misma. Antes, por otras apartadas provincias peregrinando (los que más participan deste lindo deseo), pospuestos muchos y varios peligros, no cesan de inquirir en la tierra y en la mar las maravillosas e innumerables obras que el mismo Dios y Señor de todos nos enseña»5.

    El español de finales del siglo XV ha pasado de vivir en sí mismo, dentro de sus problemas y luchas intestinas, a sentirse ciudadano de Europa y del mundo gracias a la conquista de Granada y al descubrimiento de América. Un español, por ejemplo, de 1525, está convencido de haber dado un salto importante en relación a las generaciones precedentes, pues para él la verdad no está sólo presente en el pasado, y se puede mejorar el futuro. Tiene fe firme en el porvenir.

    El hecho cumbre que dio consistencia a esta conciencia colectiva fue el Descubrimiento y, sobre todo, la primera circunvalación a la Tierra, realizada por Magallanes en 1522: «La mayor y más nueva cosa que, desde que Dios crió al primer hombre y compuso el mundo hasta nuestro tiempo se ha visto», dice Fernández de Oviedo. La tensión creadora española hacia el futuro afecta a los campesinos extremeños, a los teólogos de Salamanca, a los soldados y marineros, pero también a los religiosos de las casas de recogimiento y a los que misionan América. Nuestro pueblo acertó a plasmar unas obras concretas que se llaman cristianización de América, defensa del hombre como individuo y miembro de la sociedad, espiritualidad y teatro. «¿No son éstas las cuatro grandes empresas y realizaciones de nuestra historia?», se pregunta M. Andrés6.

    Por esta razón, en opinión de M. Fernández Álvarez, «No hay modo razonable de tratar sobre un personaje, y más si se trata de uno de los grandes de todos los tiempos, si no lo situamos previamente en su época. Es entonces, tras ponerle en ese marco, cuando somos capaces de comprenderlo, de apreciarlo y de valorarlo»7. Considero importante esta apreciación, de modo que, en el caso de Isabel de Castilla, es preciso tener muy en cuenta la época en que vive y resaltar, por ejemplo, la caída de Constantinopla (1453) y la amenaza turca, el desafío portugués en el Mar Tenebroso de sus navegantes y el nuevo impulso cultural del Renacimiento.

    Pero curiosamente, muchos historiadores no tienen en cuenta otro factor también decisivo: la formación católica que, en el caso de Isabel, recibió la futura reina de Castilla. Es también necesario colocarse dentro de esta situación para entender a la Reina Católica, su tiempo y sobre todo la gran obra de la Evangelización en América; una acción querida personalmente por ella y que de algún modo se inició previamente, como hemos ya reseñado, en la evangelización y organización eclesial de las Islas Canarias y del reino de Granada recién conquistado. La evangelización del nuevo mundo es vivida por Isabel de Castilla como algo natural que surge de su fe. Nos conviene, pues, considerar cuanto se mueve en torno a esta gran empresa de llevar la fe cristiana a los habitantes de Indias. Sin duda esa fe católica ha prendido en aquel continente y continúa viva y operativa.

    Hay, pues, que resaltar, para entender nuestra disertación, que la cualidad característica en la vida de Isabel La Católica, según sus biógrafos y en especial según el retrato moral que de ella hace Hernando del Pulgar, fue la religiosidad. «Era católica y devota —se dice de ella—. Facía limosnas secretas en lugares debidos. Honraba las casas de oración. Visitaba con voluntad los monasterios e casa de religión, en especial aquéllos do conocía que se hacía vida honesta»8.

    Tal religiosidad, heredada en parte de sus mayores, fue acrisolada y remachada en su niñez en el corazón de Castilla donde la verdad católica ha resplandecido siempre firme y transparente9. En Arévalo, ya en su adolescencia, fray Llorente, fraile del convento de san Francisco, la inició en la senda de una sincera dirección de su espíritu, que la entonces infanta no abandonaría en toda su vida. Aquí está también la explicación de muchas cosas que sucedieron en el reinado de Isabel, entre las que destaca su empeño en que los habitantes de Indias conocieran la fe católica. Hay, no obstante, otras explicaciones que añadir a este hecho cierto. Veamos algunas.

    1. Parece claro que en las colonizaciones ibéricas (España/Castilla y Portugal) es el Estado quien se hizo cargo, en una amplísima medida, de la organización de la Iglesia en aquellos territorios y ejerció una autoridad casi papal sobre la misma. La razón tal vez haya que encontrarla en que la Iglesia en general, o la Iglesia europea, no estaba preparada para una expansión misional tan grandiosa como la exigida por los descubrimientos en ultramar.

    La Edad Media tardía fue, en algunos aspectos, para la cristiandad una época de constricción y arrinconamiento geográficos. Periodo de incertidumbre se ha llamado a la época que va del año 500 al 1500 en la historia del cristianismo. El caso es que en el último tramo del siglo XV y comienzos del XVI la Iglesia pontificia del Renacimiento (la Santa Sede, en definitiva) está demasiado inmersa en los asuntos seculares y no podía concentrar su mente y energías en la difusión de la fe cristiana por mundos hasta entonces desconocidos, descubiertos por Cristóbal Colón para la Corona de Castilla. De modo que Alejandro VI debió contentarse al ver que podía echar sobre los hombros de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón la carga y responsabilidad que los nuevos descubrimientos habían traído aparejadas.

    Esta es la coyuntura que acontece cuando la Corona de Castilla toma dominio de las tierras de Indias, convirtiéndose así en un estado misionero. Se entiende que alguien dijera que los Reyes Católicos y los siguientes monarcas fueran «respecto de los indios... padres, maestros y predicadores» (Juan Ramírez, OP). Ahora bien, ¿podemos decir que la conversión de los pobladores del Nuevo Mundo es obra de un apostolado de los fieles laicos, por utiliza la terminología del Concilio Vaticano II? ¿Cómo podían los Reyes Católicos y sus sucesores, por conscientes que fueran de esa obligación misionera, y por más que fundamentaran en ella sus títulos de soberanía, llevar a cabo tal expansión del cristianismo? ¿Tan identificados estaban los cristianos laicos españoles que se embarcaron para Indias con el ideal misionero de Isabel la Católica? Algunas cosas hay que matizar sin duda.

    El tema que me he propuesto exponer esta tarde es considerar el papel que la Reina de Castilla, Isabel, desempeñó en la evangelización de América. Hay que centrarse, pues, en su persona y su entorno. Ella estaba decidida a que aquellos habitantes, nuevos súbditos suyos, conocieran la fe católica, que hicieran de ellos hijos de Dios y miembros de la Iglesia. Aprovechó, sin duda, la coyuntura de las reformas llevadas a cabo de religiosos españoles, sobre todo de Franciscanos Menores, para plantear esa evangelización y dispuso leyes y mandatos concretos que no se explican sin ese fin misionero.

    No estamos diciendo que los españoles y portugueses que conquistaron y colonizaron el Nuevo Mundo lo hicieron como cruzados, como apóstoles de la fe. El celo misionero tampoco fue el único estímulo para los descubrimientos en ultramar y las migraciones hacia América, de modo que se sintieran apóstoles laicos que llevaban el Evangelio a pueblos distantes e ignotos. Decimos que ese horizonte evangelizador no estaba ausente de los primeros españoles que fueron a América y que los reyes Fernando e Isabel, «como católicos y cristianos y Príncipes amadores de la santa fe cristiana, y enemigos de la secta de Mahoma y de todas las idolatrías y herejías, pensaron de enviarme a mí Cristóbal Colón a las dichas partidas de Indias para ver los dichos príncipes, y los pueblos y tierras, y la disposición dellas y de todo, y la manera que se pudiera tener para la conversión dellas a nuestra santa fe». El que habla es el mismo Almirante descubridor.

    A nosotros, juzgando estas palabras desde nuestra situación histórica y religiosa, nos parecerán tal vez poco respetuosas para con los habitantes de América, pero indican una finalidad clara en Isabel y Fernando. Y se podrá distinguir más tarde entre las encomiendas, los que estaban al frente de ellas (los encomenderos) y los frailes misioneros que deseaban tener territorios sin estos encomenderos, pero no se puede obviar que en 1503 la reina Isabel, aunque había facultado al gobernador Nicolás de Ovando a repartir a cada español cierto número de indios en calidad de fuerza laboral, dispuso que en las fiestas y otros días apropiados se convocaran a los aborígenes en sus lugares de trabajo, para adoctrinarlos en las cuestiones de la fe cristiana. ¿Se podía hacer de otro modo?

    Más tarde, muerta ya Isabel, las “Leyes de Burgos” en 1512 dispondrán que cada domingo o fiesta de guardar los españoles llevaran a la iglesia a los indios que se hubiesen repartido y escucharan misa junto a ellos. Y con mayor precisión aún se fijaban las instrucciones del juez pesquisidor Rodrigo de Figueroa, enviado a las Antillas, sobre las obligaciones religiosas de los encomenderos. Debían éstos levantar iglesias, reunir en ellas a los indígenas tras la finalización de la jornada laboral, rezarles en voz alta el Padrenuestro, el Credo y la Salve y hacérselos repetir a aquéllos hasta que memorizaran correctamente las palabras. Éstas y otras obligaciones de cara a los aborígenes que podrían añadirse indican ese talante misionero de la Corona.

    «Todos los escritores, eclesiásticos y seglares, antiguos y modernos, convienen en que la evangelización misionera fue en la colonización de España no algo accesorio, sino factor principal y esencial. Hasta uno de los más encarnizados enemigos de las misiones católicas ha tenido que confesar que el celo por la conversión de los infieles no fue ni el más débil ni el último de los motivos que impulsó a aquellos hombres a la conquista del Mundo nuevo»10. Ciertamente los conquistadores pudieron cometer crueldades y las cometieron, pero las cometieron contra la voluntad expresa y mil veces recalcada de los Reyes, sobre todo de la Reina Isabel.

    Por el contrario, la evangelización es obra de los monarcas, porque desde los albores, por tanto desde Isabel y Fernando, la pusieron encima de su programa colonizador, sin reparar en gastos. Y esto por deseo en su inicio de Isabel la Católica y su esposo. Es Américo Castro quien afirmó que las maravillas logradas gracias a la forma hispánica de civilización o cultura se admiran, sin reservas, pese a sus limitaciones, cuando su perfección alcanza límites extremos en Cervantes, en Velázquez o Goya. En cambio, no se reconoce espontáneamente, por ejemplo, que la ciudad de México y alguna otra de Hispanoamérica eran las más bellas del Continente en cuanto a su urbanización y prodigiosa arquitectura, pues esto obligaría a admitir que la dominación española no fue una mera explotación colonial.

    No estoy diciendo que de otros países de la Europa cristiana de esa época no hayan salido misioneros y apóstoles innumerables, mas es obra de los franceses, flamencos, etc., pero no de la Francia oficial o de Flandes como nación. Reyes misioneros, al modo que se llaman hoy misioneras las Congregaciones Religiosas, no los ha habido sino en España y Portugal. De ese modo se explican el conocimiento de las lenguas nativas por parte de los misioneros y la publicación de Catecismos para los indios11.

    Precisamente por ello, una de las grandes cuestiones a valorar en una correcta interpretación del quehacer hispánico en Indias, incluso desde una óptica no confesional, pero objetivamente histórica, es el tema de la evangelización de sus naturales, en su doble acepción éticoreligiosa y cultural; aspectos hondamente enlazados, de forma que el uno no se concibe sin el otro. Por ello, las obras públicas, la organización políticoadministrativa y judicial, la armada y el ejército, la economía, el comercio, las finanzas, la navegación y el transporte, la lengua y las costumbres hispánicas son sin duda importantes, pero sin el fundamento de la evangelización la empresa hispánica en América no se hubiera diferenciado gran cosa de la de otros pueblos de la Antigüedad o contemporáneos, que tal vez no transmitieron «la sangre del espíritu» como gustaba decir Unamuno.

    ¿Dónde se inició este sentido de la colonización de América? ¿No fue en la Reina Católica? Ahí tienen ustedes una de las cláusulas del Codicilo de Isabel I de Castilla, redactado tres días antes de su muerte, en el que la Reina dice: «Que los indios vezinos o moradores de las dichas Indias Occidentales o Tierra Firme, non reciban agravio alguno en sus personas o bienes, e que sean bien e justamente tratados». Es evidente que a la hora de la muerte, el ánimo no está en condiciones de hacer ningún tipo de literatura oportunista o demagógica, porque se expresa, muy seriamente, lo que se piensa. Por tanto a esta cláusula hay que darle la importancia que realmente tiene, y que es la de considerar al indígena americano como lo que en verdad era: un ser humano y una persona igual que las demás.

    Es preciso, pues, comprender la esencia misma de la conquista espiritual de América, pese a todos los fallos que ésta haya podido tener en su realización práctica. El misionero que llegaba a las Indias llevaba algo más que la materialidad de un Catecismo o las ceremonias sacramentales. Llevaba a un mundo estático, anclado en un sentido inmanente de la vida, los elementos liberadores que habrían de darle conciencia histórica. Y esta conciencia histórica no ha surgido en la historia de la Humanidad hasta la aparición del Cristianismo, al facilitar a los hombres y mujeres la posibilidad de concebir horizontes trascendentes, liberándolos de la sumisión a la naturaleza circundante y a sus dioses y demonios.

    Un hombre de la tierra de Castilla, último ganador del premio Cervantes, don José Jiménez Lozano, decía, refiriéndose precisamente al sentido más radical de la Navidad de Jesús, que, «al nacer este Niño, los dioses mueren, y las ataduras del hombre al misterio cósmico saltan en pedazos». Y lo que estoy diciendo no es una interpretación moderna, fruto de una teología a la moda; se puede probar también con testimonios de misioneros de la primera hora como el franciscano fray Toribio de Benavente (1482-1569), que en su “Historia de los Indios de Nueva España” se sorprende él mismo de la propensión de los indígenas a recibir la fe cristiana, seducidos por el mensaje evangélico de igualdad de todos los hombres ante Dios, fraternidad universal y paz, condena de la violencia y la opresión, humildad y rechazo de las riquezas pecadoras.

    El indígena americano, ante tantas noticias de la “Buena Nueva”, podía muy bien contrastar, por tanto, entre actitudes tan dispares de los que por mar llegaron a sus tierras como eran la del conquistador o aventurero, violentos por oficio o avaricia, y la de los propios frailes y sus renuncias. Así que, en definitiva, quien no comprende la dinámica liberadora que constituye la esencia misma del Cristianismo, no entenderá jamás el proceso histórico espiritual americano, incluidas las apostasías, tibiezas, deserciones y otras lacras, que evidentemente se dieron. Una cosa es conocer las constantes quejas, así como los siempre reiterados apercibimientos de castigo que se recibían, por ejemplo, en contra de los encomenderos en sus encomiendas por no cumplir con su deber para con los nativos, que permiten poner en duda que la asistencia laica de los primeros haya promovido la obra apostólica, y otra es no aceptar la ingente obra de evangelización de los habitantes de Indias que comenzó con Isabel, la Reina Católica, y su esposo.

    2. Los Reyes, que echaron sobre sus hombros el cometido de misionar a sus nuevos súbditos del Nuevo Mundo, no podían esperar que un movimiento laico les prestara eficaz ayuda en la predicación del Evangelio. La expansión del Cristianismo en ultramar había de depender principalmente de los eclesiásticos. Y en concreto, la acción misionera ha dependido de las llamadas órdenes mendicantes, de los frailes que, a diferencia de cistercienses, benedictinos e incluso las órdenes militares, tenían otra movilidad pastoral que los que en Europa medieval habían ejercido desde los monasterios su influencia sobre la población.

    Ciertamente las órdenes mendicantes de dominicos y franciscanos, fundadas en el siglo XIII, habían renovado el apostolado de los cristianos primitivos por medio de una predicación abnegada e incesante. Ahora en el Nuevo Mundo iba a suceder lo mismo en un entorno muy diferente pero con el mismo talante. Y aquí entra de nuevo en escena la Reina Católica, que se convierte en una figura gigante. Con frecuencia se buscan motivos para estrechar lazos entre todos los pueblos hispanos; no se debería pasar por alto, a este propósito, la figura de Isabel de Castilla para esa unión fraternal de Hispanoamérica, pues es venerada por esos pueblos y estimada como algo propio.

    Recordemos que la relación de la Reina con los franciscanos y el franciscanismo se inició en Arévalo, pasando por los claustros de La Rábida y se afianzó por la relación con el cardenal Cisneros. Tuvo su culminación en el «monasterio de Sant Francisco que es en el Alambra», primera sepultura de la Reina Isabel, «vestida en el ábito del bienaventurado pobre de Jesu Christo Sant Francisco (...) en una sepultura baxa que no tenga bulto alguno, salvo una losa baxa en el suelo, llana»12.

    Es precioso un documento depositado en el Archivo General de Simancas, en el cual el Ministro General de la Orden de san Francisco otorga Carta de Hermandad y recibe a la entonces Princesa Heredera de Castilla y León por Cofrade de dicha Orden con participación en todas las gracias y merecimientos espirituales:

    «Domingo IV Post Penthecostem. Año 1470: A la Ilustrísima Señora Doña Isabel, Princesa (Heredera) de los Reinos de Castilla y de León, muy piadosa para con Dios y devota de san Francisco. Yo el Hermano Juan de Felipe que ostento el cargo de Vicario General con jurisdicción sobre los monasterios conocidos como “Ultramontanos de la Observancia” (que se extendían por Francia, España, Inglaterra, Alemania y el Norte de Europa y sobre los que tenía jurisdicción este Vicario General nombrado por el Ministro General de la Orden), por voluntad del Ministro General de nuestra Orden de Menores, salud y paz en el Señor y plenitud de bienes celestiales.

    El piadoso afecto de vuestro amor y devoción que siempre habéis mostrado a nuestra Orden, está exigiendo por nuestra parte, si queremos ser justos, que, ya que no podemos agradecéroslo ni corresponder a ello con bienes temporales por vuestras generosas atenciones y limosnas, sí podemos hacerlo, en cambio, mediante vuestra participación en los bienes espirituales en cuanto nos es posible y en la medida que solo Dios conoce, por los cual os recibimos en nuestra Hermandad con el derecho a ser partícipe, tanto durante el curso de vuestra vida como para el momento de vuestra muerte, en todos y cada uno de los sufragios de los Hermanos y Hermanas de nuestra Orden, con plena participación en vuestro favor de todas las gracias y bienes espirituales como: de todas las misas, oraciones, Oficios Divinos, devociones, sufragios, sermones, lecturas piadosas, ayunos, disciplinas, vigilas, trabajos y sufrimientos y de todos los demás bienes de carácter espirituales y meritorios, de todo lo cual hacemos gracia y donación a Vos la dicha Señora Princesa...

    Así, en fe y constancia de dicha concesión, lo corroboro y hago firme, con la inserción en este documento de la inserción del sello que da fe y testimonio de mi cargo y autoridad.

    Dado (en Roma) en la sede del Convento de San Francisco, junto al de Santo Domingo, durante la celebración de la Congregación Provincial de los Reinos de Castilla aquí Capitularmente reunida, el domingo cuarto después de Pentecostés del año mil cuatrocientos setenta». (Hay un sello de plomo colgante de unos hilos de seda)13.

    Es cierto que la vida de Isabel no duró tanto como el curso de la cristianización americana, obra de necesaria concienzuda lentitud. Pero el influjo de su acción duró siglos. Diré más: aún perdura. Y el secreto es Isabel de Castilla. La fuerza firme de Isabel imprimió tal impulso a su obra misionera, que sus efectos fueron mucho más allá de la fecha temprana de su muerte. Es en 1528, 24 años después de la muerte de la Reina, en pleno furor de los descubrimientos de las Indias, cuando el Nuncio Baltasar de Castiglione, conocedor cercano de Isabel, afirma: «Su nombre y sus modos gobiernan todavía estos reinos, como rueda que, movida con ímpetu por largo rato, sigue girando todavía por mucho tiempo, aunque ya nadie la impulse». La gloria principal, pues, de toda la gran gesta evangelizadora debe recaer, en opinión de Menéndez y Pelayo, en la magnánima Reina Isabel y en Cisneros14.

    Esto mismo es lo que refleja su Testamento, cuando declara: «Ytem: quanto, al tiempo que nos fueron concedidas por la S. Sede Apostolica las Yslas y Tierra Firme del mar Oçeano descubiertas e por descubrir, nuestra prinçipal intencion fue (...) de procurar de ynducir e traer a los pueblos dellas e los convertir a nuestra sancta Fe catholica y enviar a las dichas Yslas e Tierra firme prelados e religiosos e clerigos y otras personas doctas e temerosos de Dios, para instruir los vezinos e moradores dellas en la fe catholica». Será el mismo Bartolomé de las Casas quien confiese: «Porque la Reina, que aya sancta gloria, tenía grandísimo cuidado e admirable celo a la salvación y prosperidad de aquellas gentes, como sabemos los que lo vimos y palpamos con nuestros ojos e manos los ejemplos desto»15.

    En la Barcelona de 1493, enfervorizada por Cristóbal Colón con la novedad de su hazaña, surgió el inevitable interrogante misionero. Descubrir tierras, incorporarlas a la soberanía de la Corona y cristianizarlas era un trinomio en el que coincidían todos en ese momento. La precedente experiencia canaria lo estaba recordando y lo iba a reforzar muy pronto la realidad del nuevo reino granadino. No es extraño, pues, que desde Isabel hasta otros miembros de la Corte se programara una actividad misionera desde esos primeros momentos del descubrimiento de Indias.

    ¿A quién buscar? Se buscaron lógicamente hombres de gran iniciativa en el campo religioso e instituciones eclesiásticas que pudiesen conjugar sin dudas dos principios de reforma y misión que ya venían inspirando la misión en las incorporadas Islas Canarias. La elección se hizo en la Corte de los Reyes Católicos: hacía falta alguien carismático que estuviese dispuesto a asumir la aventura al lado de Cristóbal Colón. Nadie dudó, tampoco la Reina, que el mejor era el eremita Bernardo Boil (Tarazona c. 1445-Cuixá c. 1505) con un equipo de colaboradores; se buscó también la institución que podría implantar un campamento y luego una provincia religiosa en las nuevas tierras y se tuvo por seguro que la llamada era la Observancia Franciscana que ya venía realizando estas tareas en el Archipiélago Canario. En ella había garantía de futuro.

    La fecha precisa de la estancia real barcelonesa de 1493 se presentaba particularmente propicia y la Reina supo aprovecharla. Había un marco apropiado, que era un capítulo general y no faltaban frailes que estarían dispuestos a actuar de agentes de los Reyes en esa asamblea franciscana. Un buen negociador como Juan de Mauleón servía a los Soberanos en los tratos que concluyeron con la devolución del condado del Rosellón; también estaba por esas fechas en Barcelona el confesor real Francisco Jiménez de Cisneros. Acaso fray Juan Pérez, el consejero y animador de Cristóbal Colón en la Rábida, pudo también acompañar en aquellos momentos de esplendor al triunfante descubridor.

    ¿Se discutió el tema misionero en el capítulo franciscano apuntando a sus campos más directos, el granadino y el indiano? Ciertamente, aunque objeto del capítulo era más el compromiso de la reforma de los frailes. Pero algunos de éstos se sintieron particularmente interpelados en su sensibilidad de predicadores populares, al recibir las primeras sorpresas ante los descubrimientos colombinos. La presencia de la Corte en la Barcelona de 1493 hacía valorar más las nuevas perspectivas misioneras. En cualquier caso, al ultimarse el proyecto de Boil de viajar con Cristóbal Colón nacía igualmente el interrogante misionero para un futuro próximo; un desafío misionero que era, además, inédito.

    Y de este capítulo provincial franciscano muchos frailes llevarán incluso a Francia y Flandes y, naturalmente, a otros lugares de España ese posible proyecto misionero. No tardará en compartirlo ese otro personaje franciscano que fue igualmente testigo asombrado del evento americano, si bien por entonces sólo tomaba en cuenta de esta novedad. Era Francisco Jiménez de Cisneros, presente y testigo mudo de estos sucesos, a quien veremos pocos años más tarde convertido en mecenas de otras campañas misioneras.

    Ciertamente la misión contó con todas las bendiciones reales, como habían apoyado los movimientos de reforma de los frailes en España. Misión y reforma no cesarán de cruzarse en los caminos y de mezclar fuerzas. Pero el aliento misionero, tanto ocasional primero como permanente más tarde, oportunamente favorecido por la Corona de España, fundamentalmente por Isabel de Castilla, sólo pudo ser alimentado en estos hogares de fervores entusiastas.

    En septiembre, pues, de 1493, cuando Colón y Boil partían de Cádiz, llevaban consigo un equipo misional de pura exploración que en principio no representaba ninguna iniciativa institucionalizada, pero que iba a ser, con su experiencia antillana y sus informaciones, muy decisivo para diseñar en el futuro una verdadera empresa misionera.

    3. Pero ¿quiénes fueron los aventureros de esta primera campaña misionera, al lado de Bernardo Boil? La historiografía se ha hecho muchas veces esta pregunta y todavía no ha conseguidos respuestas definitivas. Parece claro que con Colón van clérigos y religiosos. Pero dejemos que lo relate el cronista franciscano Glassberger:

    «En aquel tiempo (año de 1493), reinando en España y en los vecinos reinos el rey católico Fernando y su cristianísima esposa Isabel, ciertos mercaderes y marinos muy expertos con la ayuda y financiación del Rey, tras grandes dificultades y peligros, descubrieron en las partes más remotas del Océano, hacia las partes de la India, ciertas islas nuevas en las que vivían gentes bárbaras, desnudas como los ganados, que desconocían por completo la Fe Cristiana. Esta noticia, al ser conocida por ciertos frailes maduros y fervorosos de nuestra Familia de la Observancia en la Provincia de Francia, les enardeció, a la manera que se inflama el elefante ante la sangre, y les movió a entrevistarse con el Vicario General, Oliverio Maillard, que acababa de celebrar el Capítulo General Ultramontano de Florenzac (26 de mayo), y pedirle licencia para encaminarse a las nuevas tierras, anhelosos de superar la prueba del martirio. Dos de ellos, Fray Juan de La Deule y Fray Juan Cosin, eran hermanos legos, muy robustos y dispuestos a sufrir por Cristo cualquier prueba, habían abstenido licencia del Vicario General para dirigirse a los infieles más allá del Reino de Granada y habían trabajado con grandes obstáculos entre los sarracenos, viéndose forzados a pasar hambre y comer culebras, sin conseguir fruto por desconocer el idioma. Viéndose así frustrados y deseando dirigirse a las nuevas tierras descubiertas, supieron que una flota partía para ellas. Se ofrecieron para acompañar a los marineros, que los aceptaron con gusto, al verlos tan robustos, honestos y devotos, pensando que les serían de gran ayuda en el viaje, tanto por la fortaleza de su cuerpo como por el fervor de su devoción.

    Llegados a las nuevas islas se vieron en la misma dificultad por desconocer el habla del pueblo, pero perseveraron en su trabajo durante cinco años con grandes dificultades y al final consiguieron hablar discretamente el idioma de aquellos pueblos. Entre tanto, se pudrieron los vestidos que llevaban, por lo que uno de ellos se puso a tejer con hilos de seda unas túnicas o hábitos para sí y para su compañero para no tener que andar desnudos. Después de cinco años de trabajo, viendo que los naturales se mostraban bien dispuestos a aceptar la Fe Católica, decidieron dirigirse a España a buscar sacerdotes, pues ellos eran legos, haciendo el viaje con los marineros en compañía de dos muchachos de aquellas islas todavía sin bautizar. Por temor a que las tempestades impidiesen su propósito, se embarcaron cada uno de ellos con un joven indio en una de las dos naves que se dirigían a España, y al fin, tras muchas dificultades, llegaron a tierra de cristianos. Durante el viaje enfermó gravemente uno de los jóvenes. Viéndolo en peligro de muerte, lo bautizaron ellos mismos. Una vez fallecido, lo llevaron a hombros y en brazos para enterrarlo en el convento franciscano más próximo, como primicia cristiana de sus sudores.

    Fue entonces cuando se presentaron en España al Vicario General, Fray Oliverio Maillard, narrándole las maravillas que habían vivido y pidiéndole sacerdotes para las nuevas islas. El Padre General lo propuso al Rey y a la Reina, que recibieron gran satisfacción de la propuesta y dispusieron inmediatamente una nave con los objetos litúrgicos necesarios para la expedición».

    4. Desde el inicio, la Corona mantuvo la postura de que la empresa de Indias tendría su meta en el campo religioso. Descubrir y colonizar era ganar almas y salvarlas, era dar gloria a Dios y brillo a la Iglesia. «Damos muchas gracias a Nuestro Señor por todo ello, porque e esperamos que con su ayuda este negocio vuestro será causa que nuestra santa fe católica será mucho más acrescentada», escribieron los Reyes a Colón el 16-8-1494. Y éste era el estribillo de sus pensamientos y deseos: que la presencia misma de los españoles invite a los indios a abrazar el cristianismo, «porque la conversión dellos podría atraer a los que habita en dicha tierra al conocimiento de Dios Nuestro Señor, e a reducirlos a nuestra fe católica». En la “Instrucción... para la población de las islas y tierra firme descubiertas y por descubrir en las Indias” (23-4-1497) se da al Almirante esta norma: «Que se conviertan a nuestra Santa Fe Católica y que a ellos y a los que han de estar en las dichas Indias sean administrados los sacramentos por los religiosos e clérigos que allá están e fueren».

    El 15-6-1497 se acordó en la Corte la ampliación de la plantilla eclesiástica y misionera. En la “Instrucción... para el buen gobierno y mantenimiento de la gente que quedó en las Indias y de la que nuevamente iba para poblar e residir allá” se encarga a Colón: «se debe procurar que vayan a las dichas Indias algunos religiosos e clérigos, buenas personas, para que allá administren los Santos Sacramentos a los que allá estarán, e procuren de convertir a nuestra santa fe católica a los indios naturales de las dichas Indias e lleven para ello los aparejos e cosas que se requieren para el servicio del culto divino e para la administración de los sacramentos». Volveremos sobre este último apunte.

    ¿Podemos ver en todos estos detalles la mano de Isabel de Castilla? Parece muy razonable. ¿Llevaron a cabo estas prescripciones de los Soberanos? Miras mercantilistas hubo en Colón; otros dicen que incluso miras esclavistas, que quería hacer compatibles con este programa de cristianización en sus expediciones descubridoras. Pero este es un tema en que no podemos entrar en mi intervención ante ustedes. Desbordaría mi cometido, que es reseñar la impronta misionera en la Reina Católica en los inicios de la aventura descubridora de América.

    Por otro lado, hay que decir que Bernardo Boil creía insuperables los obstáculos para llevar la obra misionera: desconocía la lengua y no encontraba intérpretes ni catequistas. No sucedió así con sus acompañantes ermitaños, como hemos visto. Su misma vida les llevó al contacto con el indígena, a estudiar y aprender su lengua y sus tradiciones. Tras los duros y lentos comienzos, la empresa misionera pudo encaminarse y programar para el futuro una acción más amplia. Esto sucedió bajo los auspicios de Cisneros.

    ¿Cuándo se inició, pues, la labor propiamente misional en La Española? Todo sugiere que fue una vez partido Boil para la Península. Los franciscanos llevaban cinco años de actividad cuando, a finales de 1499 regresaron a España a buscar nuevos misioneros. Sin duda Isabel de Castilla dio nuevos impulsos a esta tarea misionera más profunda, aunque sea de primeros pasos, en el quehacer evangelizador de América.

    5. Las fuentes franciscanas refieren la entrevista de los misioneros antillanos con el Vicario General Maillard que los había apadrinado. ¿Se encontraron con la Reina? No es seguro. En cualquier caso el encuentro de los llegados de La Española con el Vicario Maillard debió realizarse en una visita a Andalucía a finales de 1499. Allí le reclamaba una disputa que exigía también la acción de Cisneros y de la Corte. Se trata de la creación de la Provincia Eclesiástica de Andalucía. Ésta era en ese momento la Provincia misionera, ya que dos de sus parcelas estaban formadas por territorios auténticamente misionales, que eran Canarias y Granada.

    De este encuentro quedó memoria escrita en las páginas del cronista alsaciano Glassberger: «Habiendo encontrado al reverendísimo Padre Oliverio, se acercaron a él y le narraron las cosas maravillosas que habían visto en la tierra, en el mar y en las islas». Como confirmación estaban aquellos dos indígenas, seguramente ya cristianizados y que iban a servirles de valiosos colaboradores. El Vicario General ultramontano aprovechó la oportunidad para conseguir de los Reyes españoles autorización para que se incorporasen otros religiosos no españoles a la misión, cosa que sucederá sin tardanza.

    Mayor trascendencia tuvo sin duda el encuentro con Cisneros, a quien los misioneros antillanos le sorprendieron en Granada en el ápice de su entusiasmo misional y reformista. Cisneros aceptó con ese entusiasmo y además con decisión las tesis de los misioneros. De hecho, las mayores y mejores conquistas de los misioneros las lograron del Arzobispo en el orden eclesiástico y de cara a la misión. En este punto, la entrega del prelado toledano no tuvo límites. Los misioneros le atribuyen totalmente la iniciativa. ¿Podemos pensar que no estaría la Reina Isabel en todo este asunto? En cualquier caso, fray Juan de La Deule lo expresa de forma muy significativa: «Ansi que por el amor de nuestro Senor, pues Vuestra Senoria empeço este negocio tan grande y tan meritorio, que prosiga adelante en su santo proposito e trabaje con los prelados de la Orden como envíen aquí religiosos». Sus compañeros hablan del afecto de Cisneros a la misión y confían igualmente tener en el Arzobispo el mejor valedor de su causa. El apoyo de Cisneros se esperaba sobre todo para el futuro. Así lo harán constar los misioneros desde las Antillas al anunciar el regreso de fray Francisco Ruiz a Castilla.

    El gesto más desconcertante de Cisneros fue en este momento el envío de sus mismos colaboradores a La Española. ¡Era ciertamente el mejor regalo que el Arzobispo podía hacer a la misión de las Indias! Se trataba, en efecto, de hombres de valía: Juan de Trasierra tenía ya por entonces una personalidad acusada y sería el hombre de confianza de la Corona; Francisco Ruiz era criatura espiritual de Cisneros desde los años de Vicario Provincial de Castilla y vivió siempre a su lado. En las Indias demostró celo y dinamismo en el breve lapso de meses que allí residió. En adelante será el experto consejero de problemas indianos; Juan Robles debía poseer cierta capacidad organizadora. Él fue el encargado de equipar eclesiásticamente la nueva expedición. Y finalmente participó también fray Rodrigo, ya citado anteriormente, que unía a su condición de íntimo de Cisneros la experiencia directa de la vida antillana.

    Los franciscanos destinados a La Española en 1500 forman, por lo tanto, el verdadero equipo misionero de la expedición. Se trata exactamente de seis religiosos y «dos servidores», los dos indios que, llegados a España con los franciscanos legos, vuelven ahora a su tierra. Los seis miembros de la expedición franciscana pertenecían a dos grupos diferentes: tres eran antiguos misioneros que regresaban a La Española; tres eran compañeros del arzobispo Cisneros.

    Es interesante comprobar qué equipamiento de los misioneros fue aportado por la Corona, en conformidad con un memorial que presentó Juan Robles. Disponían a este efecto de una asignación de hasta seis toneladas de peso en las carabelas. No conocemos el elenco exacto de los enseres embarcados. El cronista Glassberger alude a su naturaleza litúrgica y catequética con impresiones aparentemente muy imprecisas: «ajuar para el culto divino, cruces, expositorios de oro y de plata, cálices, casullas y ornamentos con varios retablos de madera y pinturas de la vida y de los hechos del Salvador con los cuales pudiera ser atraída a la fe una gente tan selvática». Parece evidente que se trata de objetos religiosos que tienen una finalidad muy precisa: la evangelización.

    Los franciscanos llevaban además un noble encargo muy en consonancia con su vocación de fraternidad y misión: la de conducir a su destino libre y a su patria a los indios cautivos remitidos por Colón y liberados por los Reyes Católicos. Fue Pedro Torre el que entregó los indios rescatados de los españoles vueltos de Indias a Cisneros, y fue precisamente fray Francisco Ruiz, secretario del Arzobispo, el que se hizo cargos de ellos en el viaje a La Española. Pasados así al trato directo de los misioneros, se cuidaron de los indígenas los dos que conocían su lengua, los ya mencionados Le Deule y Tisin.

    A finales de junio de 1500, todo estaba dispuesto para la nueva travesía atlántica. El 23 de agosto estaban ya en Santo Domingo. Todo allí se desarrolló a buen ritmo y los resultados misionales fueron excelentes. Los misioneros se lo comunicaban a su amigo Cisneros por carta de Juan de La Deule: «sabra como de la conversión de los indios al cual Vuestra Senoria tiene tanto afecto, de tal manera lo guia Nuestro Senor que todos, sin poner objeto alguno, reciben el bautismo». Traducido en números, se habla de dos mil a tres mil bautismos.

    Los discípulos de Cisneros parecen haber vivido las grandes emociones granadinas de su maestro. Francisco Ruiz no pudo sobreponerse de su indisposición, pero, pese a su debilidad, trabajó con el mayor entusiasmo. Sin embargo, tuvo que volver a España, cosa que pesó a todos, pero con la confianza de que ayudara «de alla enderezando e solicitando las cosas que tocaren al bien de aca».

    Así que los misioneros de las Antillas no escriben a Cisneros solamente para contarle sus éxitos, sino para proponerle un plan de acción misionera más intensa y organizada. Junto a la carta, pues, envían un memorial, posiblemente redactado por Juan de Trasierra, con los objetivos de futuras acciones misioneras en Nueva España. En este memorial aparecen ya algunos problemas que más adelante aumentarán: mercantilismo de los descubridores, dotar de clero suficiente a la isla, comprometer a la Observancia franciscana en esta obra misionera, dotar ya de organización eclesial y de sede episcopal a La Española.

    Los misioneros franciscanos creen que ya es tiempo de que se supere la situación eclesiástica de interinidad, pues no conviene a la obra misionera. Llegan a decir que «sus Altezas provean de alguna persona idonea, qual conviene para plantar en estas tierras la Iglesia, para que leyendo tal, tenga singular cuidado de proveer todas las cosas necesarias a su plantación, maxime que los diezmos de los cristianos y avencindados son suficientes para ello». Parece sin duda excesivo el optimismo de los discípulos y amigos de Cisneros; era todavía prematuro.

    Terminamos nuestra disertación con un último capítulo que podríamos titular “Poblamiento y Misión en Indias” (1501-1503). La llegada del siglo XVI marca de algún modo un hito en lo misional y en lo colonial. Las experiencias misioneras anteriores, todavía cortas, al menos trajeron una lección para la Corona, la Iglesia, los expedicionarios castellanos y el propio Almirante don Cristóbal Colón: los asentamientos indianos debían contar con instituciones que permitieran a los indios acercarse a la fe.

    En el verano de 1501 se estaba de nuevo a la búsqueda y formulación de un proyecto de asentamiento indiano. El Almirante elaboró su conocido “Memorial a los Reyes sobre la población de las Indias”. Los criterios indianos en la pluma de Colón se tornan diseños con medidas y cifras. Todo un boceto. Los tripulantes se equipaban para cultivar y repoblar. Sin duda que en la América soñada desde España se podrían encontrar no sólo espacios de cultivo, sino también tesoros con que hacer carrera meteórica de ricos. Aquellas treinta naves castellanas con sus tres mil expedicionarios marchaban bien convencidas de que se les enviaba a construir algo nuevo y definitivo. Era la Corona, con sus mejores oficiales, la que había planeado hasta los mínimos detalles, combinando factores muy difíciles de concordar, como lo poblacional, lo agrícola, lo minero y lo indígena, y, sobre todo, porque, en conformidad con las precisas miras, costeaba hasta la última partida del programa.

    ¿Faltó en este proyecto real lo misional? Bien es verdad que al diseñar lo poblacional se pensaba en templo y clerecía e incluso conventos, pero algo más se añadió: las órdenes reales dadas en Zaragoza en las fechas de 20 y 29-3-1503, dirigidas al gobernador de La Española Nicolás de Ovando y a los principales de la isla. Estas órdenes presentan el primer código elemental de “política cristiana”. Por él se intentaba que en las nuevas poblaciones mixtas, de indios y españoles, los primeros se configurasen inequívocamente también como súbditos de la Corona. No era el resultado de un pacto, sino una norma dictada e intangible. Resumamos básicamente los puntos principales de estas órdenes reales, en las que podemos de nuevo ver el espíritu que movía a Isabel, poco tiempo antes de morir la Reina en 1504.

  • 1. Se constituirán «poblaciones en que los indios puedan estar e esten juntos, según como estan las personas que viven en nuestros reynos», es decir, con morada y parcela de labrantío que pueda sustentar a la familia.
  • 2. «Casa apartada en que moren con su mujer e fijos según e de la manera que tienen los vecinos de nuestros reynos».
  • 3. Régimen municipal con regimiento y justicia apropiados que tutelarán especialmente la condición ciudadana del indígena, evitando su reducción a servidumbre. En concreto: «que los christianos que estan en dichas islas (no) se sirvan de los dichos indios (nin) sus mujeres, ni fijos ni consientan que se sirvan dellos como fasta aquí lo han fecho, salvo queriendo los dichos indios por su propia voluntad e pagandoles los jornales que justo fuere».
  • 4. Supresión gradual y discreta de costumbres indígenas contrarias a la práctica cristiana.
  • 5. Una iglesia con su escuela adjunta en cada nueva población, en las que se realizarán la catequesis y la instrucción, a las que se señalará dotación adecuada a base de los diezmos eclesiásticos que por concesión pontificia disfrutaban ya los Reyes.
  • 6. Un clérigo en cada población constituida con funciones de cura y maestro, con su propia dotación decimal.
  • 7. Un prelado o comisario apostólico con atribuciones episcopales, o, más indefinidamente, que «tenga cargo de cumplir e procurar e fazer que se faga todo lo que se debe façer en las cosas tocantes a lo espiritual en las dichas Indias, así por los clérigos como por los legos».
  • 8. Una política matrimonial y racial que tienda a la amalgama de las dos poblaciones mediante los vínculos conyugales que inculcarán los clérigos de la colonia.
  • Se abría también la puerta a una política de estímulos y atracciones, pues se suponía la desgana e incluso la resistencia indiana a acoplarse en un nuevo sistema. La reina Isabel expresó al gobernador Ovando las pautas del tacto que el Gobernador debería mantener al querer aplicar su plan de doblamiento: «las quales cosas, aunque sean buenas, por ser nuevas a ellos, podria ser que por agora non viniesen a ello con buena voluntad, o que se les faga agravio, habeys de tener todas las maneras e templanzas que pudiere ser por atraer los dichos indios a ello de su gana e voluntad e con la menos premia que podria ser, porque no tomen resabio de cosa alguna dello». El panorama que se pinta bien parece un anticipo de la “Utopía” de Tomás Moro. Por cierto, no olvidemos que, leído y asimilado este libro por el primer obispo de México fray Juan de Zumárraga y luego por Vasco de Quiroga, que nació también en Madrigal, cuna de la Reina, el gran obispo de Michoacán fue quien llegó a poner en práctica alguna de las ideas de Tomás Moro y, además, con éxito.

    La instrucción dada a Nicolás de Ovando es también básica en el aspecto institucional. Había recibido en este sentido encargos muy concretos de los Reyes Católicos: edificar templos y escuela, construir villas y ciudades, fijando su emplazamiento y parcelando sus solares, organización de la defensa y de la justicia, asistencia hospitalaria y catequesis, práctica cristiana de tipo castellano y estatuto adecuado para el trabajo y tributación indianos.

    La campaña misionera fue prevista desde un plano más ideal, menos definido. En primer lugar, no se la vincula a la nueva normativa de doblamiento. La instrucción dada al Gobernador Ovando el 16-9-1501 habla de los «religiosos que allá están» y le encarece el trato con ellos sobre todo para conseguir una pronta conversión de los indígenas. El Gobernador cuidará que estos misioneros «los informen y amonesten para ello con mucho amor, de manera que lo más presto que se pueda se conviertan».

    Nadie dudaba por estas fechas de que para el nuevo poblamiento que se programaba se contaba con los frailes y en concreto con la Orden Franciscana. Es el mismo Padre Bartolomé de las Casas quien lo expresa y, al enumerar los protagonistas de la expedición, precisa: «Vinieron con el doze frailes de San Françisco, personas religiosas y trajeron un perlado, llamado Fray Alonso del Espinal, varon religioso y persona venerable. Y entonces vino aca la Orden de San Françisco para poblar de proposito». De nuevo la Corona, y en concreto la Reina Católica, se servía de la Observancia Franciscana para iniciar una nueva experiencia religiosa.

    La nómina definitiva fue de diecisiete frailes, trece sacerdotes y cuatro hermanos legos. Se trataba de una comunidad mayor, muy superior a la que cabía suponer apropiada para una nueva morada en La Española, todavía carente de ciudades y villas estables. Tal vez se esté pensando ya en una institución más amplia de tipo regional, que termine configurándose como custodia en el leguaje franciscano, si bien de momento el superior designado, fray Alonso de Espinar, era probablemente un “comisario” del Vicario General ultramontano. El ejemplo de Santo Domingo debió de repetirse posteriormente en las demás poblaciones coloniales. Los frailes misioneros acompañaban a los colonizadores y edificaban sus minúsculos conventos en medio de la villa y un hospital minúsculo donde se recogiesen los enfermos.

    El apasionado dominico e historiador Bartolomé de las Casas no escatima elogios a estos primeros misioneros indianos. Sólo les recrimina el que no se hayan batido con el ardor combativo que él respiraba en contra de las encomiendas. «En estos días estaban buenos religiosos de San Francisco», dice en una ocasión. «Eran buenas personas», «eran buenos y vivían bien», repite en otros momentos.

    Mirando a lo que sucede en La Española de Ovando y a este protagonismo franciscano, viene inevitable la pregunta sobre cómo era la actividad misionera del momento. Es conocida la respuesta negativa y sentenciosa de Las Casas con su censura explícita a Espinar y a su grupo por su falta de beligerancia en los problemas de los colonos hispanos. Pero es el mismo autor de “La destrucción de las Indias” quien sugiere la justificación de esta actitud. Se trataba sencillamente de otro método de cristianización, el que por entonces ensayaban los misioneros cisnerianos, distinto del empleado por Las Casas o del que pretendían los colonos.

    Por lo demás, tampoco parece creíble que los misioneros de primera hora, que se habían entregado tan denodadamente a la actividad misionera directa con la población india, hubiesen enmudecido o estuviesen retraídos en estos años 1502-1504 de tanta euforia colonial y situaciones humanas tan conmovedoras como las descritas por Las Casas. Por el contrario, la presencia de estos primeros evangelizadores en otras islas cercanas, como Jamaica, demuestra que seguían manteniendo su primitivo calor misional.

    Pero en 1504 se está muriendo La Reina Católica en Medina del Campo y tenemos que dejar nuestro relato y no entrar en controversias y debates ahora inoportunos, que acaecerán más tarde. Porque además, cuando ella desaparece, sí podemos afirmar que el gran proyecto de la evangelización de América ha comenzado, y se debe de forma abrumadora a Isabel de Castilla, que puso todo el ardor de su fe convencida en esta ingente tarea. Déjenme, pues, que termine, al menos, con dos últimos detalles de esta pasión de la Reina, que en decir de Cisneros «jamás verá el mundo reina de tan elevado espíritu, de corazón tan puro, de tan altísima piedad y de un celo tan consciente», él tan parco cuando se trataba de elogiar.

    Desde el envío de Fray Boil en el segundo viaje de Colón hasta las Leyes de 1512, todos los navíos que partían hacia Las Indias llevaban un cargamento muy especial: contenía ornamentos, vasos sagrados, trigo y vino para la Eucaristía. En vida de la Reina era ella personalmente la que se ocupaba de tan singular menester, y envió ricos ornamentos bordados con sus manos, como lo atestigua el Padre Las Casas: «... La Reina Isabel que dio (un ornamento) de su capilla, el qual yo vi y duró muchos años, muy viejo, que no se mudaba... por tenello casi por reliquias por el primero y habello dado la Reina, hasta que de viejo, no se pudo más sostener»16.

    La segunda muestra de este deseo de que sus súbditos de las tierras recién descubiertas reciban la fe cristiana se encuentra en el Codicilo al Testamento de Isabel, que nos descubre la principal intención de la Reina en cuanto al descubrimiento de las Islas y Tierra Firme de Las Indias:

    «11. Item, por quanto al tiempo que nos fueron conçedidas por la sancta Se (sic) Apostolica las Yslas e Tierra Firme del Mar Oçeano, descubiertas e por descubrir, nuestra principal intención fue, al tiempo que lo suplicamos al papa Alexandro sexto, de buena memoria, que nos hizo la dicha conçession, de procurar de inducir e traer los pueblos dellas e les convertir a nuestra sancta fe catholica, e enviar a las dichas Islas e Tierra Firme prelados e religiosos e clerigos e otras personas doctas e temerosas de Dios, para ynstruir los vezinos e moradores dellas en la fe catholica, e les enseñar a doctrina buenas costunbres, e poner en ello la diligençia deuida, segund mas largamente en las letras de la dicha conçession se contiene, por ende, suplico al rey, mi sennor, muy afectuosamente, e encargo e mando a la dicha prinçesa, mi hija, e al dicho prinçipe su marido, que asi lo hagan e cumplan, e que este sea su prinçipal fin, e que en ello pongan mucha diligençia e non consientan nin den lugar que los yndios, vezinos e moradores de las dichas Yndias e Tierra Firme, ganadas e por ganar, reçiban agrauio alguno en sus personas ni bienes, mas manden que sean bien e justamente tratados, e si algund agrauio han reçebido, lo remedian e provean por manera que no se exçeda en cosa alguna lo que por las letras apostolicas de la dicha concesión nos es iniungido e mandado».

    Juzguen ustedes acerca de la intención profunda de Isabel de Castilla de hacer o no cuanto estuvo en su mano para que sus nuevos súbditos fueran tratados justamente, como personas con su dignidad, y se les anunciara la fe en Cristo, que ella vivía con intensidad. A mí me parecen muy ponderadas las siguientes palabras de un autor que conoce muy bien la España del siglo XVI: «En la cristianización de América pesa el testamento de Isabel la Católica, el mandato de los romanos pontífices (...) y el ímpetu apostólico de los reformados franciscanos, dominicos y agustinos, y más tarde de los jesuitas. La conversión al cristianismo de los pueblos americanos constituye una de las grandes epopeyas cristianas. Su planteamiento pastoral debe ser hecho a la luz de la apertura a la verdad y de la consideración del servicio de Dios como arte. La riqueza de los métodos pastorales ensayados en América está pidiendo a voces un historiador. Ello ayudará al catolicismo iberoamericano a encontrarse consigo mismo»17.

    † Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid


    Notas:

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    [1]  En rigor, la soberana de Castilla, como su esposo, sólo ostentan el título de Reyes Católicos a partir de 1494, cuando les fue dado por una bula del papa Alejandro VI, que quería así dar a entender el papel que les estaba reservado en la predicación del Evangelio por las tierras del norte de África y en las recién descubiertas de América.
    [2]  El Debate, Editorial del 16-6-1929.
    [3]  Cf. M. Fernández Navarrete, Colección de los viajes y descubrimientos que hicieron por mar los españoles desde fines del s. XV, B.A.E. II, Madrid 1923.
    [4]  M. Andrés, Historia de la Teología Española en el siglo XVI: tomo II, Madrid 1977, p. 5.
    [5]  Historia General de las Indias, ultimada en 1548.
    [6]  M. Andrés, op. cit., p. 7.
    [7]  M. Fernández Álvarez, Isabel La Católica, Madrid 2003, 17.
    [8]  Existe en el Archivo de Simancas (Valladolid) todo un conjunto de legajos con las cuentas en que los limosneros de la Reina anotaban las limosnas secretas que ésta hacía. La Reina mandaba a sus limosneros quemar esas relaciones o guardarlas en cofres secretos. Parece que en algún caso esto no sucedió.
    [9]  Cf. V. González Sánchez, Isabel La Católica y su fama de santidad, ¿mito o realidad?, Madrid 1999. Puede verse también V. Rodríguez Valencia, Valladolid 1974.
    [10]  Cita de C. Bayle, S.J., España en Indias, segunda edición, Madrid 1939, p. 402, que recoge estas palabras de un autor alemán, Freytag, en Spanische Missionspolitik: Zeitschrift für Missionswissenschaft 3 (1931), p. 15.
    [11]  Véase L. Resines Llorente, Catecismos Americanos del siglo XVI, editados en dos volúmenes por la Junta de Castilla y León en 1992. Son obras impresionantes que explican el porqué de la hondura de la evangelización.
    [12]  Cf. Archivo General de Simancas, Testamento de Isabel la Católica, 2.
    [13]  Archivo General de Simancas, P. R., Caja 27, 78. La traducción del original latino es del profesor Vidal González Sánchez, miembro de la Comisión de Isabel La Católica.
    [14]  Cf. M. Bataillon, Erasmo y España, Madrid 1979, p. 2.
    [15]  Citado por V. Carro, Los postulados teológico-jurídicos de Bartolomé de las Casas, Sevilla 1966.
    [16]  V. González Sánchez, El Testamento de Isabel La católica, exponente de una vida al servicio de la Iglesia, en el ciclo de conferencias tenidas en la Embajada de España ante la Santa Sede sobre Isabel la Católica y su causa de beatificación, Roma 2002, p. 39.
    [17]  M. Andrés, La Teología Española en el siglo XVI: tomo II, p. 24-25.