Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Comenzar y vivir el Adviento

30 de noviembre de 2003


Publicado: BOA 2003, 484.


Ya sabemos: el Adviento nos prepara para celebrar la Navidad y la Epifanía de Jesús. Adviento, Navidad y Epifanía están, pues, íntimamente relacionados. Así comenzamos lo que los cristianos llamamos el año litúrgico, que es el mismo año civil, pero en el que se despliegan los momentos centrales de la historia de la salvación que ha traído Jesucristo, de modo que tenemos la oportunidad otra vez de que Dios nos llene con su gracia y vamos aprendiendo a vivir algunas de las actitudes básicas del cristiano.

El Adviento comprende cuatro domingos, como días importantes, pero este tiempo lo podemos dividir en dos periodos: desde el primer domingo hasta el 16 de diciembre, y desde el 17 al 24 de diciembre. ¿A qué viene esa división? Sencillamente en que en la primera parte se acentúa el aspecto de la espera de la gloriosa venida de Cristo al final de los tiempos, una de las verdades cristianas más difíciles de aceptar hoy; y en el segundo nos preparamos para celebrar el Nacimiento del Hijo de Dios hecho hombre, que nos cambió la vida y la llenó de alegría y de esperanza optimista. La alegría de la Navidad.

Es una semana anterior a la Navidad en la que la liturgia celebra a aquél «a quien todos los profetas anunciaron, la Virgen esperó con inefable amor de Madre, Juan lo proclamó ya próximo y señaló después entre los hombres». Domingos y días entre semana escuchamos los anuncios de Isaías y los demás profetas, que nos trasmiten la gozosa esperanza del Mesías y nos invitan a confiar en él y a pedirle que venga a salvarnos.

Pero, ¿está la vida para estas cálidas emociones, que nos parecen irreales? ¿Esperamos realmente a que Jesús venga, tanto al final del tiempo como en la conmemoración de su nacimiento en Belén? ¿Qué significan esas venidas para quien sólo espera lo tangible y lo que produce provecho? ¿No nos bombardearán con tantos anuncios de fiestas que poco tienen que ver con lo ocurrido en Navidad, pero que utilizan este marco para otras cosas? Sin duda, pero los cristianos no podemos renunciar a lo que constituye nuestra fe y nuestra esperanza.

Desde el único acontecimiento del nacimiento, vida, muerte y resurrección de Jesús, que nos trajeron la vida, hasta la segunda venida del Señor, todos los años son iguales para nosotros: nos encontramos, en efecto, en los últimos tiempos, entre un “ya”, acaecido en Jesucristo, y un “todavía no”, esperado por toda la humanidad. Por eso los “últimos tiempos” no tienen nada de amenazador, ni de catastrófico para el ser humano ni para la creación, sino que es un tiempo propicio iniciado por Cristo y que cualifica al resto del tiempo. Este tiempo nuestro, después de Jesús, es siempre un “hoy”, el hoy de Dios en el hoy de nuestra vida vivida.

Es un tiempo dejado por Dios para la conversión y para vivir de un modo bello y bueno en comunión y solidaridad con todos los hombres. Si Dios está en el inicio de mi tiempo, si el Dios hecho Hombre está en la plenitud del tiempo, ¿cómo no va a estar en el final de mi tiempo? ¿Cómo podríamos no estar con Él para siempre nosotros, que lo hemos conocido en el tiempo, hoy? Nuestros días tienen un término, sí, pero tienen también una finalidad: el encuentro con el Dios que viene. ¿Lo deseamos?

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid