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Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Capaces, ¿de qué?

18 de enero de 2004


Publicado: BOA 2004, 8.


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Con cierta frecuencia me encuentro con chicos/as, o niños o personas mayores que, según esa forma normal de hablar, denominamos “discapacitados”. No me gusta la palabreja, porque ¿quién es incapaz de no ser persona humana? Desde luego que no aquellos que tengan unas limitaciones físicas o psíquicas, sino los que de forma voluntaria no se comportan como lo que somos: seres humanos con una dignidad y una conducta humana positiva. Esas personas con las que me encuentro, estoy convencido de que merecen mucho la pena.

Quien fue creado o creada de la nada por Dios y por amor infinito ha llegado a la luz, pueda ser que después en la vida, o por problemas congénitos, o por accidentes físicos, se puede encontrar con algunas limitaciones, pero también con nuevas fuerzas. Ese Dios que nos sostiene en cada instante a todos, como a la creación entera, no está a merced de condicionamientos o limitación ninguna. Y sin Él, hablar de capacidades es un completo sarcasmo.

Nos dice Jesús en el Evangelio: «¿Quién puede, por mucho que se esfuerce, añadir siquiera un centímetro a su estatura, o un instante al tiempo de su vida?» He ahí una pregunta interesante, que muchos calificarían de social y políticamente incorrecta, puesto que nuestra cultura valora en exceso y casi adora la ciencia y el dinero como si de auténticos dioses capaces de todo se tratase.

Recuerdo otras palabras de Jesús: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si se pierde a sí mismo?» ¿Quién está más capacitado en su humanidad, el pobre y el enfermo que enriquecen al mundo con su amor, o el rico y el rebosante de salud del cuerpo que lo empobrecen todo con su ciega autosuficiencia? Por otro lado, hablar de discapacidades hace referencia a una limitación. Y ¿quién no tiene, no ya una, sino múltiples limitaciones? Hasta el más capacitado, física y psíquicamente, ¿acaso es capaz de alcanzar el deseo infinito de su corazón? Es evidente que la presencia o la ausencia de ciertas capacidades no implica necesariamente la presencia o ausencia de felicidad.

Sería bueno que todos reconociéramos que nadie puede darse la felicidad a sí mismo. Nos viene siempre de fuera de nosotros mismos. Es un don que, en definitiva como mendigos, acogemos..., o rechazamos. Sólo reconociendo nuestra nada, sedienta del Todo, somos capaces de ser saciados sin fin. Por eso, la única discapacidad a temer es la autosuficiencia.

Yo conozco personas así, sobre todo en los que llamamos “discapacitados”. Están dispuestos a no cerrar la puerta a nadie precisamente por su capacidad de infinito. Quiero saludar por ello, entre otros, a mis amigos de Fe y Luz, a los que componen la Fraternidad cristiana de Enfermos y a cuantos sienten que la riqueza está en el corazón y no en la capacidad física o psíquica. Seguro que hay muchos, muchos. Merecen mucho la pena.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid