Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Conferencia

Encuentro en el Círculo de opinión Santiago Alba

¿Tiene la Iglesia Católica
un programa para el siglo XXI?

29 de enero de 2004


Publicado: BOA 2004, 16.


Nuestra sociedad española y vallisoletana es compleja. Para quienes hayan cumplido ya los 50 y comparen inevitablemente estos momentos actuales con los que la sociedad vivió hace tan solo 25 años, caerán en la cuenta de que hoy es difícil un programa que aglutine a una mayoría, sea en el orden social, económico, de ocio y no digamos político.

La nuestra es una sociedad pragmática, que busca pocas complicaciones y menos reflexiones, y que busca, por el contrario, las cosas precocinadas, la prenda prêt-à-porter, la información rápida, las novedades a toda costa y, por encima de todo, el espectáculo. De otro modo, se aburre pronto.

¿Qué propuestas se pueden hacer a los miembros de la Iglesia Católica, inmersos en esta sociedad? ¿Tiene un programa la Iglesia para estos primeros años del Tercer Milenio? ¿Debe hacer un programa que ha de cambiar rápidamente por conveniencia o por falta de cumplimiento del mismo? ¿Qué ofrece la Iglesia Católica en esta coyuntura histórica, para atraer a tantos no convencidos y alejados, a aquellos que se acercan a ella con curiosidad o perplejidad? ¿Tiene signos de credibilidad esta Iglesia en sociedad tan plural como la nuestra, que sólo cree que es científico lo experimentable?

Como ven ustedes, son muchas las preguntas que yo mismo me he hecho. Trataré de contestarlas. Pero antes de esbozar las respuestas a preguntas tan inquietantes, creo que es honrado abordar otras cuestiones o, si se quiere, formular unas pocas afirmaciones, sin las que no se explicaría bien qué es la Iglesia.

1) Podrá o no ser aceptado por muchos, pero la Iglesia no se entiende sin una certeza fundamental, una certeza que ha acompañado a la Iglesia durante dos milenios y se ha avivado fuertemente en la celebración del Jubileo del año 2000. Esta es la certeza: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).

Nosotros, los que componemos la Iglesia, afirmamos con sencillez, pero con claridad, que Jesucristo no es simplemente un maestro de vida, o un hombre religioso cuyas enseñanzas han inspirado la vida y la cultura de nuestros países, sino que es «el Verbo de Dios hecho carne» (Jn 1,14), y, por eso, «el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin» de todas las cosas, el centro del cosmos y de la historia, y el único Redentor del hombre.

«No nos satisface ciertamente (por ello) la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo» (Novo millennio ineunte, 29). Estamos convencidos de que no será una fórmula la que nos oriente, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde cuando nos dice: «Yo estoy con vosotros».

2) Una segunda certeza, que proviene de la primera, es que esa presencia de Jesús de Nazaret, primero en su vida mortal, y después como el Resucitado, ha generado un Pueblo, un Cuerpo, con aquéllos y aquéllas que aceptan la invitación de ser sus discípulos, con los que ha hecho alianza eterna.

Esto lo ha expresado muy bien el último Concilio, esa gran Asamblea mundial que, convocada por Juan XXIII, llevó adelante hasta su fin Pablo VI y que está llevando a la práctica Juan Pablo II. Precisamente en el documento conciliar llamado “Constitución sobre la Iglesia”, la Iglesia dice de sí misma:

«En todo tiempo y lugar ha sido grato a Dios el que le teme y practica la justicia. Sin embargo, quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados, sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un Pueblo para que le conociera de verdad y le sirviera con una vida santa. Eligió, pues, a Israel para pueblo suyo, hizo una alianza con él y lo fue educando poco a poco. Le fue revelando su persona y su plan a lo largo de su historia... Todo ello, sin embargo, sucedió como preparación y figura de la revelación plena que iba a hacer por el mismo Verbo de Dios hecho carne» (Lumen gentium, 9) .

Un pueblo es algo más que una organización o una asociación privada o pública; es algo más que unos dirigentes o unos líderes. Un Pueblo es vida, cultura, tradición que los padres entregan a sus hijos, historia, vicisitudes, crecimiento, superación de modas y de crisis. Un Pueblo es mayor que cada uno de sus miembros. La Iglesia es un Pueblo, no una secta. Tiene puertas, que se abre y se cierra, donde se entra o se sale de ella libremente; se está o no se está en ella.

3) Una tercera certeza que tenemos los que formamos la Iglesia tiene que ver con la misión que tiene encomendado este Pueblo en la sociedad en el que está inmerso. Es una misión universal, no circunscrita a una raza, una etnia, una cultura o un bloque social o político. Una misión, repito, pública, no restringida a la esfera individual, como si la fe católica fuera una idea o un ideal que uno vive individualmente.

Esta fe no se impone, se propone, pero necesita ser anunciada a todos y pide presencia en la sociedad plural. Muchas veces lo ha dicho Juan Pablo II: «Dios no impone la salvación; la propone como iniciativa de amor, a la que es preciso responder con una elección libre... A Dios le complace tratar con personas responsables y libres». Este tipo de discurso no se encuentra fácilmente en otros planteamientos religiosos.

Por eso les dijo a los jóvenes el Santo Padre en Cuatro Vientos, el 3-5-2003 : «Testimoniad con vuestra vida que las ideas no se imponen, sino que se proponen... Sólo así, viviendo la experiencia del amor de Dios e irradiando la fraternidad evangélica, podréis ser los constructores de un mundo mejor, auténticos hombres y mujeres pacíficos y pacificadores». Este tipo de civilización del amor es la que puede desaparecer o ser oscurecida en Europa.

De la presencia de Jesucristo en la Iglesia es de donde ella saca un renovado impulso en la vida; esa presencia es, además, la fuerza inspiradora de nuestro caminar. Así que la Iglesia, consciente de la presencia del Resucitado entre nosotros, se plantea hoy la pregunta que fue dirigida en el pasado a san Pedro en Jerusalén, inmediatamente después de su discurso de Pentecostés: «¿Qué hemos de hacer?».

Nosotros creemos en la verdad, y la verdad no la inventamos nosotros, ni es cuestión de consensos o de mayorías y minorías. Existen verdades en el fondo de las cosas que nos rodean, y, sobre todo, verdades que atañen al hombre y la mujer que forman la humanidad. Luego es posible proponer, programar. Aunque no se trata de inventar un nuevo programa en la Iglesia para ser moderna. El programa existe y es muy concreto. El programa y las propuestas de la Iglesia Católica se centran, en definitiva, en Cristo mismo, al que cada generación —también ésta— tiene que conocer, amar e imitar, para vivir la vida que Él trajo, y transformar con Él la historia.

El programa no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tenga en cuenta del tiempo y la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz. La Iglesia está en la historia y si en estos momentos la sociedad vallisoletana tiene unas características, hay que tener en cuenta las condiciones de esta comunidad para buscar las mejores orientaciones pastorales, cumpliendo mejor nuestra misión. De nada vale lamentarse porque las cosas y las personas hayan cambiado.

Así cantaba el poeta Romano el Melodo en el siglo VI: «Dios no despreció a aquel que arrojó del Paraíso a causa del engaño, perdiendo así la vestidura que Él mismo le había tejido. De nuevo les viene al encuentro, llamando con su voz santa al inquieto: “¿Dónde estás, Adán? Deja ya de esconderte: te quiero ver aunque estés desnudo, aunque seas pobre. No sientas más vergüenza ahora que yo mismo me he hecho semejante a ti. A pesar de tu gran deseo, no has sido capaz de hacerte Dios, mientras yo ahora me he hecho voluntariamente hombre. Acércate, pues, y reconóceme para que puedas decir: ‘Has venido, te has manifestado, Tú, luz inaccesible’”».

La Iglesia en Valladolid debe seguir buscando indicaciones, objetivos y métodos de trabajo y de formación nuevos; hay que ver cuáles son los medios pertinentes para un mejor anuncio de Cristo, para que llegue a las personas concretas de esta sociedad e incida profundamente en esta sociedad y cultura. Nos va la vida en ello. Y en este curso así lo vamos diseñando, a pesar de las dificultades y de lo compleja que es hoy la vida de las personas.

Pero no andamos perdidos, u obsesivamente a la búsqueda de clientes o de programas que atraigan a nuestros feligreses o parroquianos como si se tratara de buscar nuevos mercados. Debemos, sí, salir al encuentro de la gente, no esperar a que vengan, pero la vida de la Diócesis, de las parroquias y de los grupos cristianos está ahí, no pasa; desde la venida de Cristo, su muerte y resurrección se inauguró el tiempo de la Iglesia y no esperamos a Otro. Esa vida no se agota.

Además, sí que existen para estos tiempos algunas prioridades pastorales, que nos señala el Papa y que paso a reseñar:

a. La santidad

La Iglesia está empeñada en recuperar el sentido de la iniciación cristiana, regalo que se recibe por los sacramentos del Bautismo/Confirmación y Eucaristía, de modo que los cristianos se sientan Pueblo congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Es la única manera de descubrir que pertenecer a Aquel que es por excelencia el Santo, el tres veces santo, lleva consigo una vida de santidad, de imitar a Jesucristo. Los sacramentos que recibimos para ser cristianos son santos, pero además hemos de ser conscientes de que «Todos los cristianos, de cualquier clase y condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor» (Lumen gentium, 40). No hay cristianos de primera o de segunda, y el más importante de los cristianos no es el obispo o el sacerdote, sino el o la que más se parece a Jesucristo, el o la que es más santo (Texto de la Carta de Cuaresma de 2000).

En realidad se trata de expresar la convicción de que, si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial.

b. La oración

Para la pedagogía de la santidad es preciso un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración. Ha pasado el tiempo de creer que orar es algo abstracto, complicado. Ha pasado el tiempo de pensar, por influencia del marxismo, que orar es alienarse: que lo que hay que hacer es actuar y transformar este mundo y nada de recurrir a la oración; este recurso es una invitación a la pereza y a la indolencia.

El Papa dice: «Es preciso orar, como aprendiendo de nuevo este arte de los labios de Jesús, a quien dijeron sus discípulos: “Maestro, enséñanos a orar” (Lc 11,1)». En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus íntimos. Este hablar con Cristo y Él con nosotros se convierte, así, en el alma de la vida cristiana, y una condición para que pueda haber vida cristiana auténtica. La oración cristiana, viviéndola plenamente, ante todo en la Liturgia y en la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que necesitamos en el siglo XXI; un cristianismo que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas.

Por eso, se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no sólo serían cristianos mediocres, sino “cristianos con riesgo”. «Correrían, en efecto, el riesgo insidioso —dice el Papa— de que su fe se debilitara progresivamente, y quizá acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición» (Novo millennio ineunte, 34).

c. La Eucaristía dominical

Hace algunos años Juan Pablo II escribió una carta preciosa: Dies Domini (‘El Día del Señor’). En el futuro, si los historiadores no cristianos quisieran saber qué es eso de la Misa celebrada los domingos por los cristianos, deberían leer esta carta. No sé si muchos católicos la han leído, sobre todo esa parte de católicos cada vez más numerosa que hoy no dan importancia a la celebración de la Misa dominical, a la que no acuden por irse al campo, de caza, por las matanzas, el deporte, el paseo, la tertulia en el aperitivo del bar, o sencillamente porque piensan que no es necesario celebrar la Misa dominical para ser un buen cristiano.

El Papa no enfoca así el tema, ni yo tampoco. Pero sí digo que si desaparece el domingo con su contenido esencial, en el que está la celebración de la Eucaristía, difícilmente habrá Iglesia y cristianos. Habrá gente religiosa de tradición cristiana. La Eucaristía dominical y el domingo mismo, sentido como día especial de la fe, día del Señor resucitado y del don del Espíritu, verdadera Pascua semanal, o se recupera como algo vital para poder ser cristiano, o desaparecerá un rasgo esencial de la fe que hará ininteligibles instituciones, fiestas, templos, arte e incluso los desfiles procesionales de la Semana Santa, tan arraigados en nuestra tierra.

La resurrección de Cristo es un dato originario y esencial sobre el que se apoya la fe cristiana (cf. 1Co 15,14). No sabemos qué sucederá en este milenio apenas comenzado, pero tenemos la certeza de que el que venció permanecerá como «Rey de Reyes y Señor de los Señores» (Ap 19,16). Celebrando la Pascua, no sólo una vez al año, sino cada domingo, la Iglesia dice a los suyos en cada generación qué es lo que «constituye el eje central de la historia, con el cual se relacionan el misterio del principio y del destino final del mundo» (Dies Domini, 2).

La participación en la Eucaristía sigue siendo, pues, para cada bautizado, el centro del domingo. Y no se trata sólo de cumplir un precepto; es un deber irrenunciable, una necesidad de la vida cristiana consciente y coherente con lo que esta vida cristiana es. ¿Que somos pocos o cada vez menos en la celebración de la Eucaristía y que la Iglesia debería cambiar sus preceptos? El dato de los que somos sólo indicará que los que seamos debemos testimoniar con más fuerza lo que constituye uno de los rasgos de la identidad cristiana: celebrar el día del Señor y tener el domingo como el primer día de la semana en el que la Eucaristía que nos dejó el Señor es nuestra vida.

La Eucaristía dominical, además, al congregar semanalmente a los cristianos como familia y Pueblo de Dios en torno a la mesa de la Palabra y del Pan de vida, es también el mejor antídoto y más natural contra la dispersión, pues el domingo no es sólo el Día del Señor, sino el Día de la Iglesia, de la comunidad cristiana.

d. El sacramento de la Reconciliación

Otra prioridad para la Iglesia católica es proponer de manera convincente y eficaz la práctica del sacramento de la Reconciliación. Para ello se necesita una renovada valentía pastoral y una pedagogía cotidiana para afrontar el problema de la falta de sentido de pecado y del encerramiento que lleva a la persona a no reconocer sus faltas y pecados y a pensar que ella por sí misma puede superar el desgaste de la vida y de la falta de respuesta a los ideales de la vida cristiana; y poner menos el énfasis en soluciones fáciles, aparentemente modernas, pero que son en el fondo regresivas por no solucionar el problema personal de la culpa.

La sociedad actual desacralizada y laicista piensa que ha superado el misterio de la iniquidad humana que contiene el pecado personal, negando que éste exista, porque reacciona con mala comprensión de lo que es el pecado. Al misterio de la iniquidad personal, como dato de la persona y que tiene un indudable componente personal, sólo se puede solucionar con la celebración del mysterium pietatis, en el que Dios en Cristo nos muestra su corazón misericordioso y nos reconcilia plenamente consigo, en un encuentro personal, no anónimo, en el que se verbalice nuestro pecado, sabiéndonos acogidos personalmente y perdonados también personalmente y no de manera estándar.

Olvidar esta dimensión personal de nuestra fe también en los pecados por nosotros cometidos y olvidar el derecho que tienen los fieles a ser atendidos personalmente en la celebración del perdón es, aparte de otras cosas, desaprovechar esa capacidad que tiene el cristianismo de hacer sentir a las personas que son amadas personalmente, rasgo característico para conseguir ser mejor hombre y mujer y humanizar esta cultura nuestra tan dispersa y anónima.

e. La primacía de la gracia

Sucede con frecuencia en esta Iglesia nuestra con tantos siglos de existencia: se piensa que la Iglesia y el ser cristiano es el resultado del esfuerzo humano, que se es cristiano por propia decisión y capacidad.

Ciertamente Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad de nuestro servicio a la causa del Reino de Dios. Pero no hay que olvidar que sin Cristo no podemos hacer nada. Ser cristiano es un regalo de Dios; no somos nosotros quienes hacemos un favor a Dios siendo cristianos, sino Él quien nos da lo que ningún recurso humano consigue.

Por ello, oración, primacía de la vida interior, gratuidad, esperar las cosas de Dios será para la Iglesia algo fundamental, para no construir en vano.

f. Escucha de la Palabra de Dios y su anuncio

Casi como una consecuencia de la primacía de la santidad, de la oración y de la gracia, los católicos en este milenio y siglo XXI son invitados, con una insistencia mayor que en el pasado, a la escucha de la Palabra de Dios y al compromiso de anunciarla evangelizando. Ambas cosas no pueden ser exclusivas de sacerdotes, obispos y algunos especialistas.

Si en algo debe ser especialista cualquier cristiano en el futuro, es en conocer profundamente la Sagrada Escritura y la Teología bíblica. ¿Cómo podría, de otro modo, revitalizarse la catequesis y la evangelización? Descubrir la Biblia como libro vivo es tarea pendiente para los católicos españoles que, por muchas causas, han vuelto la espalda a la Escritura Santa.

No se trata evidentemente de conseguir un conocimiento técnico y libresco de la Escritura, ni que todos seamos especialistas en el estudio científico de la Biblia, pero ésta ha sido escrita para nosotros, para alimentarnos de ella. El Pan de la Palabra y el Pan de la Eucaristía son las mesas donde nos alimentamos. Tanto en la familia como en las parroquias se debe difundir la Biblia, para no caer en el fundamentalismo, sino para en una lectura creyente (lectio divina) nos interpele, nos oriente modelando nuestra vida y nos ayude a orar y a examinar nuestra vida con su luz.

La prioridad de evangelizar es la primera para la Iglesia en este nuevo milenio. Es responsabilidad de todos. Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí; debe anunciarlo: he aquí el compromiso cristiano personal, de las comunidades cristianas y de los grupos.

La evangelización debe llegar a todos, pero sin duda que el énfasis hemos de ponerlo en los jóvenes y adolescentes. Los jóvenes reciben con más dificultad el Evangelio, pero esta tarea no es imposible y toda posibilidad que surja ha de aprovecharse.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid