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Braulio Rodríguez Plaza

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Homilía

Atentado del 11 de marzo de 2004

Funeral por las víctimas \\del atentado de Madrid

13 de marzo de 2004


Publicado: BOA 2004, 93.


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«¡Me han herido más de mil veces, me han matado 200 hermanos!». Estoy muy seguro de que éste es hoy nuestro sentimiento, tras la execrable masacre del jueves en Madrid. Soy muy consciente por ello, queridos hermanos y amigos, de que hoy no son necesarias muchas palabras. Como creyentes hemos venido a la Catedral, primer templo de esta Iglesia de Valladolid para orar con la luz que nos da la palabra de Dios. Pero los enemigos del bien común, los que han asesinado a nuestros hermanos, buscan que nos callemos por el dolor, la rabia y la importancia que nos embarga. Y tenemos que hablar.

No vamos a reaccionar a su estilo cobarde con más violencia. Somos seguidores del que amó a sus enemigos y perdonó a los que lo mataron. Además hemos aprendido del Maestro a romper la espiral de violencia, a destruir el ojo por ojo y diente por diente de la ley del Talión. Pero esto no impide ser lúcidos y declarar que este múltiple asesinato viene del Maligno, que por si mismo no tiene fuerza al ser vencido por Cristo, pero al que han dejado entrar en sus vidas los autores de la masacre. Sí, hermanos; nuestra libertad, la que Dios nos ha dado, es capaz de llevarnos a hacer lo mejor y lo peor. Los culpables son, pues, estos asesinos.

Por eso no hay que callar. Orar si, pero decir muy alto también que no consentiremos que los terroristas nos engañen. ¿Qué quieren con su masacre; que salga de nosotros el odio, la violencia, el desorden social, la venganza y la desorientación de nuestra sociedad? Pues hagamos lo que les desagrada profundamente: la unidad entre nosotros, el creer en lo que une a todos los españoles, el apoyo común y sostener lo que permite que seamos una nación de ciudadanos libres. Porque lo que ellos quieren es esclavizarnos.

¿Que no les importa la vida de los inocentes, el dolor puro de las buenas gentes que van cada día a su trabajo o a su centro de estudios y encuentran la muerte sin saber por qué? A nosotros sí nos importa la vida de cualquier ser humano, hombre o mujer, niño o adulto, padre o madre, español, madrileño o haya nacido donde haya nacido. Toda vida humana vale más que sus estúpidas e insensatas razones para matar y crear el caos y el pánico, que ellos presentan como reivindicaciones justas. ¿Justas? No lo serán nunca, aunque muriéramos todos por su barbarie.

¿Que quieren conseguir la pomposamente denominada liberación o autodeterminación? Que se liberen de ellos mismos, que llevan la violencia y el fanatismo por donde van y donde vivan, pues son enfermos, cobardes y dignos de lástima. Cobardes porque todos los que no llevan la cara descubierta y actúan contra la ley más elemental y los derechos fundamentales, además de actuar contra Dios y su designio de amor sobre todos los hombres, son instrumentos de la maldad; y si hay que mostrárselo con los hechos, no con ideologías contrarias al ser humano que son las que anidan en sus turbios corazones.

¿Que están dispuestos a conseguir sus pretendidos propósitos utilizando todos los medios a su alcance? Hagamos un frente común de convivencia y prestemos más atención a lo que nos une que a lo que nos separa, rechazando la división que tanto dolor ha traído a nuestro pueblo a lo largo de su historia. Somos hermanos y no debería haber lugar para la lucha fratricida, para la mentira, para que crezcan entre nosotros el odio y la descalificación, aunque sean legítimas las diferencias y el defender distintos puntos de vista.

¿Que quieren seguir mintiendo subrayando diferencias entre pueblos, etnias, nacionalidades, haciendo de ellas montañas insalvables? Opongámonos a esas mentiras que hacen a los hombres indignos y les engañan al colocarlos en un punto de vista sin retorno y que justifica lo injustificable: La muerte, el odio, el fratricidio, la matanza de inocentes en aras de no sé qué ideas sublimes, pero fanáticas e inaceptables por absurdas.

El corazón del profeta Miqueas entona en la primera lectura un apasionado himno al Dios que perdona. Sí, Dios es padre que se conmueve por los sufrimientos de los hijos que yerran y hacen sufrir a los otros hijos; su compasión, como en tiempos de Éxodo, le lleva, con instinto casi maternal (Jesed), a perdonar las culpas que les oprimen, a arrojarlas al fondo del mar, si hay arrepentimiento. Como hace con el hijo pródigo. Este lo tiene todo, pero lo tiene en común con su padre y con su hermano mayor. Sin embargo quiere romper toda relación con ellos, tener su parte, usarla sólo para él. El encierro en sí mismo simbólicamente está expresado en el hecho de partir a un lugar lejano. No es un deseo extraño, es la historia de siempre, una historia que cada uno de nosotros conoce muy bien.

La comunicación se instaura con la confianza. La separación entre los hombres empieza con el egoísmo. El cerrarse puede llegar —lo estamos viendo— al extremo, y se rompen los diques que traen los torrentes del odio y de la sinrazón y la mentira del terrorismo. ¿Qué hace el padre de la parábola? Parece que es el hijo menor quien decide comenzar una nueva vida, pero por un senda que el Padre oteaba desde hacía tiempo. Es él quien acorta la distancia, porque su corazón permanecía cerca de su hijo. También va al encuentro del hijo mayor de corazón mezquino, como amor humilde que espera.

Pero, hermanos: volvamos a las víctimas y sus familias. ¿Qué podemos hacer por ellas? Mucho. No olvidarlas. Muchos de los asesinados son cristianos o son creyentes. Han confiado en Jesucristo. ¿Se puede confiar en Jesús? Mirad lo que les pasa a los discípulos de Emaús: están desolados, desorientados, hundidos, pero Jesús resucitado actúa, les hace ver los acontecimientos desde otro ángulo. «Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Pedro». ¿Y esas vidas tronchadas, esa muerte vil, esos niños, esos jóvenes, esos esposos, esos hijos tan queridos? Ese dolor es terrible, pero el misterio de la vida de los seres humanos no pueden destruirlo unos asesinos, se les escapa. La vida pertenece a Dios, nos la pueden quitar físicamente, pero no pueden arrebatarnos el amor de Jesucristo, el único que está con nosotros en el paso de este mundo al otro.

Porque Él ha gustado la muerte, ya que tomó nuestra carne, sujeta como la nuestra al poder de los malvados, pero solo hasta cierto punto. Nunca podrán los malvados quitar la dignidad de una persona, pues Dios ama por encima de lo imaginable. No quiero decir más palabras. Os invito a orar con Cristo muerto injustamente por nuestros pecados, pero resucitado para nuestra justificación.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid