Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Reflexiones

28 de marzo de 2004


Publicado: BOA 2004, 86.


Estamos muy cerca de la Pascua, a 15 días justos. Es ocasión de hacer una meditación sobre nuestra Iglesia, nuestra tierra, nuestra sociedad, nuestro mundo, a la luz de esa victoria de Cristo sobre el mal, el pecado y la muerte. Ha de ser una reflexión realista, pero de fe en Cristo y en la fuerza de su Espíritu. «Cada siglo es semejante a los otros —decía el cardenal Newman—, pero a los que lo viven les parece peor que todas la épocas precedentes... La causa de Cristo siempre agoniza, como si sólo fuese cuestión de tiempo su fracaso definitivo, un día u otro».

Tal vez nosotros mismos, los católicos, participamos de estos sentimientos, pues este es un momento de la historia del hombre en el que parece que la sangre se hace insípida, en el que las palabras de esfuerzo, de sacrificio, de martirio tienen menos eficacia, en el que escasean cada vez más las vocaciones, en el que parece prepararse para la humanidad una época de mayores pruebas. Es curiosa esta vida nuestra, que, a pesar de las apariencias de confort y de progreso, está expuesta a una llegada de privaciones para todos. Sólo hace falta un fallo de la electricidad, una escasez de petróleo, un atentado terrorista, una caída de la moneda, una alarma de guerra... y he aquí comprometido todo el equilibrio.

¿Qué debemos hacer los que formamos la Iglesia Católica? Con frecuencia pronunciamos menos la palabra sacrificio y cruz, y dejamos oír más promesas de felicidad sobre la tierra, porque hay que levantar el ánimo de la gente. Decía J. Guitton, en su obra póstuma: «Sé muy bien el daño que ha hecho un modo de presentar la religión como una huída del mundo, una depreciación de la tierra y de sus alegrías, una condena del sexo y de la existencia como un valle de lágrimas, especie de moneda para comprar la felicidad en el otro mundo». Las bienaventuranzas del Evangelio, en efecto, no afectan solamente al más allá.

Pero es cierto también que las exigencias más duras son las que infunden la verdadera fuerza. Por eso tal vez en esta España nuestra los jóvenes están desamparados; uno de los motivos de su malestar es que no se exige ya lo suficiente de ellos. Se dice de los cosmonautas que atraen a la humanidad no sólo por sus hazañas, sino por su ascetismo. ¿Qué enseñaría Jesús a los jóvenes si volviera entre nosotros en esta época? ¿Predicaría hoy la pobreza, que para algunos corresponde a un régimen económico superado?

No sé dar respuesta a una pregunta inútil, pero lo que es cierto es que la enseñanza de Jesús carga el acento sobre el Reino de Dios y sobre el carácter fugaz de esta existencia. Y no cambiaría. Anuncia también un juicio definitivo y una vida eterna. ¿Disminuyen así las vocaciones cristianas al sacerdocio, a la vida consagrada, al matrimonio, a la militancia cristiana? No, si tenemos un convencimiento radical, porque si no se ve con claridad la razón de ser de una castidad conyugal, del sacerdocio o del celibato, ¿por qué habría de aceptarlo? Ahí está la clave de los problemas o de las crisis de la Iglesia: en el debilitamiento de la certeza de que Dios siempre merece la pena y de que yo estoy cierto de su amor. Afrontemos así la Pascua, la conmemoración de la muerte y resurrección de Cristo.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid