Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta pastoral

XIV Jornada diocesana de la Juventud 2004

A los jóvenes

Marzo de 2004


Publicado: BOA 2004, 67.


Os invito a ir a las fuentes de la alegría, porque sé que muchos jóvenes lleváis en vosotros una sed de felicidad, de paz, de comunión y de alegría. Os invito igualmente a estar atentos a la pena insondable de los inocentes, ya que espero no ignoréis el crecimiento de la pobreza y el dolor en el mundo.

Recuerdo todavía con vosotros las palabras del papa Juan Pablo en Cuatro Vientos , cuando os animaba a la contemplación y a la vida interior. Una profundización en la vida interior, lejos de conducir a cerrar los ojos a la sociedad contemporánea, debe llamarnos a interrogarnos: ¿somos conscientes de que, por ejemplo, 54 países en el mundo son más pobres hoy que en 1990? Son muchos los jóvenes privados de perspectivas de futuro; por el hambre, la miseria, los conflictos armados.

No sólo los responsables de los pueblos construyen el futuro. Tú puedes también hacer todo lo posible para llevar esperanza. El más humilde entre los humildes puede contribuir a construir un porvenir mejor de paz y de confianza. ¿Cómo es ello posible? Mirad: por desprovistos que estuviéramos de valores, Dios nos ofrece poner reconciliación allí donde hay oposición, y esperanza donde hay inquietud. Jesús nos llama a hacer accesible, por nuestra vida, su compasión por el ser humano. ¿Sabéis qué grande es esto? Aquel papa, que vosotros no conocisteis, Juan XXIII, decía en una carta famosa, hace cuarenta años: «Todo creyente es llamado a ser, en el mundo de hoy, como un destello de luz, un centro de amor y un fermento para toda la masa. Cada uno lo será en la medida de su comunión con Dios. De hecho, la paz no podrá reinar entre los humanos, si ella no reina primero en cada uno de ellos» (Pacem in terris, 164-165).

Veis que creer en Jesús, ser creyente y participar de la vida de la Iglesia es más importante para esta sociedad de lo que a simple vista aparece y, desde luego, más de lo que es valorado por la generalidad de vuestros colegas. Si los jóvenes se toman en serio su vida cristiana, por su propia vida se convierten en focos de luz, y brillarán allí donde se encuentren. Cuando asciende hasta nosotros esa alegría que brota del Evangelio, ésta nos aporta un soplo de vida. Pero esta alegría no la creamos nosotros, es un don de Dios. Por eso hay que reanimarla sin cesar por la mirada de confianza que Dios dirige sobre nuestras vidas, pues es el mismo Señor quien nos dice: «Consulta tu corazón, expulsa la tristeza, pues la tristeza no te aportará ningún bien» (Si 30,23).

La bondad del corazón es hoy en la Iglesia de un valor inestimable: muestra la belleza de la comunión que ha traído Cristo. La bondad del corazón, por ejemplo, no da lugar al desprecio de nadie. Ella nos hará estar atentos a los más desprovistos, a los que sufren, a la pena de los niños y de los tristes. Y os recuerdo, en este sentido, que hay mucho joven triste. ¿Por qué razón? Pues porque todo ser humano tiene necesidad de ser amado y hoy muchos no lo son.

Sabemos desde pequeños lo que significa la bondad del corazón de una madre, de un amigo o amiga. La bondad del corazón es una clara realidad del Evangelio. ¡Para un niño, saber que es amado es tan importante! Le da para toda la vida una posibilidad de ir lejos, de comprender un día que Dios nos llame a responder amando a los otros. ¿Y acaso dejamos de ser niños alguna vez? En algunos aspectos ciertamente nunca.

La bondad es más profunda que el más profundo mal, dijo alguien. Por radical que sea el mal, nunca es tan profundo como la bondad. Estoy seguro de que Dios nos concede siempre caminar con un destello de bondad en el fondo del alma, aunque nuestra vida fuera en su conjunto depravada. Y lo que hace falta es que este destello se convierta en llama que incendie.

Llegados aquí, alguno de vosotros ya habrá preguntado: «Pero, ¿cómo ir a las fuentes de la bondad, de la alegría, e incluso a las de la confianza?». Al abandonarnos en Dios, encontramos el camino. Por lejos que nos remontemos en la historia, multitud de creyentes, jóvenes o no, han sabido que, en la oración, Dios aportaba una luz, una vida desde dentro.

Y es que lo paradójico para el ser humano es que sólo puede realizarse y salvarse, consiguiendo la felicidad, superándose a sí mismo; pero para ello necesita de Cristo, de su ayuda que llamamos gracia. No puede por sí mismo, Cristo lo da gratis. Es lo que decía ya el profeta Isaías: «Mi alma te ha deseado durante la noche, Señor; en lo más profundo de mí, mi espíritu te busca» (Is 26,9). Pero ese deseo de una comunión con Dios es depositado en el corazón humano por el mismo Creador desde toda la eternidad.

El misterio de esa comunión alcanza lo más íntimo, las profundidades de nuestro ser. Por eso podemos decir a Cristo, como san Pedro: «¿A quién iremos? Tú sólo tienes palabras de vida eterna». Podemos, pues, tener esa relación vital con nuestro Dios y su Hijo Jesucristo, que nos da un sentido distinto acerca de las personas, de la vida y de los acontecimientos. Y podemos orar, dejar que Dios en Jesús nos hable, si escuchamos y no hablamos continuamente nosotros. Fijaos lo que decía Pablo VI: «¿Quién es Jesús? Nosotros que tenemos este grandísimo y dulcísimo Nombre para repetírnoslo a nosotros mismos, nosotros que somos fieles, nosotros que creemos en Cristo, nosotros ¿sabemos bien quién es? ¿Sabríamos decirle una palabra directa y exacta: llamarlo verdaderamente por su nombre, invocarlo como luz del alma y repetirle: “Tú eres el Salvador”? ¿Sentir que nos es necesario y que no podemos estar sin Él: es nuestro tesoro, nuestra alegría y felicidad, promesa y esperanza, nuestro camino, verdad y vida (...), es el Hermano, el Compañero, el Amigo por excelencia. Sólo de Él se puede decir con plena verdad que “conocía al hombre por dentro” (Jn 2,25). Es el enviado de Dios, no para condenar al hombre sino para salvarlo». (Discurso del 14-3-1965).

Nunca somos privados de la compasión de Cristo. No es Dios quien se mantiene alejado de nosotros; somos nosotros los que a veces estamos ausentes. Es bueno tomarse tiempo para descubrir en el fondo de vuestro corazón el deseo de vida y de felicidad que os habita. El Señor quiere ayudarnos a crecer sin cesar, a fin de haceros “perfectos en Cristo” (cf. Col 1,28).

Os llama también Cristo a volveros hacia vuestros hermanos, para reconocer en cada uno el rostro del Señor. Así se hace la Iglesia, pues por esa mirada se contribuye a crear relaciones fraternas y a dar confianza a los que a menudo son los más despreciados y los más olvidados de la sociedad. Discierne, por ello, la presencia de Cristo incluso en los más abandonados y los más despreciables de los humanos.

No olvides: vivir en comunión con Dios conduce a vivir en comunión los unos con los otros. Cuanto más nos acercamos al Evangelio, que es acercarse a Jesucristo, más nos acercamos los unos a los otros. Y para ello hay que aprender a orar, porque en la medida en que tengas la valentía de orar, te convertirás en joven responsable. Nada hace más responsable que orar. Puede incluso tomar la forma concreta de una presencia junto a los que sufren los abandonos humanos; la oración nos llama también a ser personas con inventiva, creadoras en todos los ámbitos, incluso en el económico. Me parece que esa debilidad que a veces encontramos en vuestra vida de jóvenes se debe a que no encontráis en la oración la fuerza necesaria para ser capaces de luchar.

Muchos se hacen esta pregunta: «¿Qué es lo que Dios espera de mí?». Yo estoy convencido de que, leyendo el Evangelio, llegaréis a conocer qué espera Él, porque Dios nos pide ser en toda ocasión como un reflejo de su presencia. Si buscas responder a una llamada de Dios para toda tu existencia, ¿por qué no oras al Espíritu Santo, el que Jesús envió con el Padre para caminar por la vida como discípulo del Maestro?

Puedes decir algo semejante a esta oración: «Espíritu Santo, nadie puede ser violentado para dar un sí a tu llamada para siempre; eres Tú quien vienes a encender en mí una hoguera de luz. Tú iluminas mis vacilaciones y mis dudas, en los momentos en que el “sí” y el “no” se enfrentan.

Espíritu Santo, Tú me haces capaz de aceptar mis propios límites. Si hay en mí una parte de fragilidad, que tu presencia venga a transfigurarla. Que sea yo llevado a la audacia de un “sí” que me conduzca muy lejos».

Este “sí” es confianza límpida; este “sí” es amor de todo amor. Cristo es comunión. No ha venido a la tierra a crear una religión más, sino a ofrecer a todos una comunión en Él. Sus discípulos son llamados a ser humildes fermentos de confianza y de paz en la humanidad, que apenas cree en esa paz, y responde a la violencia con violencia.

En esta comunión única que es la Iglesia, el Padre ofrece en Cristo todo para ir a las fuentes: el Evangelio, la Eucaristía, la paz del perdón personal, sobre todo en este tiempo de Cuaresma, que prepara la gran Pascua. Así la santidad de Cristo ya no es inalcanzable; está ahí, muy cerca. Tenéis que ser valientes y estar persuadidos de lo que decía san Agustín: «Ama y dilo con tu vida».

Cuando la comunión entre los cristianos jóvenes es vida, y no teoría, irradia la esperanza que necesita el mundo, para sostener la búsqueda indispensable de una paz mundial, que tanto necesitamos. Y la comunión es la piedra de toque para ello. Esa comunión que nos ha ganado Cristo y que nace en primer lugar del corazón de todo cristiano, en el silencio y en el amor. De hecho, la reconciliación, después de una ruptura, comienza en el interior de la persona. Vivida en el corazón del creyente, la reconciliación adquiere credibilidad, y puede poner en marcha un espíritu de reconciliación en esta comunión de amor que es la Iglesia.

Es posible que muchos jóvenes sintáis que estamos viviendo un periodo de tiempo en que no conseguimos tener conciencia de que Cristo se mantiene muy cerca de nosotros. Tal vez os ocurra como en la tarde de Pascua les ocurrió a dos discípulos a los que Jesús acompañaba hasta la aldea de Emaús, sin ellos conocerlo. En esos momentos no se daban ellos cuenta de que Él caminaba a su lado (cf. Lc 24,13-35).

Me atrevo, sin embargo, a afirmar: incesantemente Cristo nos acompaña e ilumina nuestras almas con una luz inesperada. ¡Qué grande es el misterio de su presencia! «¡Intentemos retener una certeza! ¿Cuál? Cristo dice a cada uno: “Te amo con un amor que no se acabará nunca. Nunca te dejaré. Por el Espíritu Santo, estaré siempre contigo”» (Hermano Roger de Taizé, Carta de Navidad 2003).

Si te atreves a aceptar este amor eterno de Jesús, lee Jr 31,3 y Jn 14,16-18. Nadie ha dicho cosas como éstas.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid