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Braulio Rodríguez Plaza

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Carta pastoral

Pascua de 2004

Abril de 2004


Publicado: BOA 2004, 72.


  • I. Pascua judía y pascua cristiana
  • II. Vivir la Pascua
  • Conclusión

    I. Pascua judía y pascua cristiana

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    1. En una época tan secularizada como la nuestra, en la que faltan en la sociedad referencias a los núcleos más esenciales del misterio cristiano, hablar de “Misterio Pascual”, en oídos de muchos, sería escuchar cosas extrañas. Si no son pocos los que viven la Semana Santa como vacaciones de primavera en días en los que otros se ocupan de bellos desfiles procesionales, que deleitan por hermosa plasticidad, no nos sorprende que algunos se pregunten en qué consiste la Pascua.

    2. ¿Por qué hablamos de Pascua? ¿Qué es la Pascua? Nada más nacer en Israel la fiesta de la Pascua, nace también con ella la pregunta sobre su significado: «¿Qué significa este rito?» (Ex 12,26). Es también la pregunta que se repite hoy al comienzo de la cena pascual judía. Así las cosas, ¿no es bueno que igualmente nosotros, los cristianos, sepamos responder a esa otra pregunta que encontramos en nuestras fuentes: «¿Qué recordamos esta noche (del sábado al domingo de Resurrección)?» «¿Por qué velamos esta noche?». Para nosotros, fieles cristianos de Valladolid, esas preguntas pueden ser un estupendo instrumento que logre una comprensión cada vez más profunda del Misterio Pascual o para hacer nuestra la comprensión que otros, antes que nosotros, han tenido de este misterio.

    3. A la pregunta: «¿Qué significa este rito?» se dan en el Antiguo Testamento dos respuestas distintas, pero complementarias. La fiesta de la Pascua recuerda, en primer lugar, “el paso de Dios”: Dios “pasa de largo” de las casas de los israelitas, en el sentido de “preserva”, o “protege”, mientras hiere a sus enemigos. «Y cuando os pregunten vuestros hijos: “¿Qué significa para vosotros ese rito?”, responderéis: “Éste es el sacrificio de la Pascua del Señor, que pasó de largo por las casas de los israelitas en Egipto cuando hirió a los egipcios y salvó nuestras casas”» (Ex 12,26-27). Así que la Pascua conmemora el paso salvífico del Señor. Y tiene como protagonista a Dios mismo, pues de Él es la iniciativa.

    4. Pero hay otra respuesta: el momento de la salida de Egipto se concibe como paso de la esclavitud a la libertad. El protagonista, pues, cambia. El sujeto de la Pascua ya no es sólo Dios que pasa y salva, sino que es el hombre y la mujer, o el pueblo, quien pasa y es salvado. Esta doble interpretación la encontramos ya en tiempos de Jesús. En este ambiente la Pascua presenta un aspecto fuertemente ritual y sacrificial. Es decir, consiste en una liturgia concreta, cuyos elementos esenciales son la inmolación del cordero en el templo, la tarde del 14 de Nisán, y el banquete sacrificial en cada una de las familias, la noche siguiente, durante la llamada cena pascual.

    5. Pero no se olvide el significado simbólico de este acontecimiento, que es «el paso del ser humano de la esclavitud a la libertad, del vicio a la virtud», con una carga de renovación personal. Ahora bien, si la Pascua es el paso de los vicios a la virtud, es evidente que no tendrá como sujeto a Dios, sino al ser humano, y su celebración no serán sólo unos ritos y una liturgia, sino también un esfuerzo continuo e interior hacia el bien.

    6. ¿Cuándo empieza a existir una fiesta cristiana de Pascua? Lógicamente después de la muerte y resurrección de Jesús, la comunidad cristiana primera siguió «subiendo al templo»; pero muy pronto empezó a pensar y a vivir esta fiesta anual, no ya como un recuerdo de los hechos narrados en el libro del Éxodo o como espera de la venida del Mesías, sino más bien como memorial de aquello que algunos años antes había ocurrido en Jerusalén durante la fiesta de Pascua. Se celebró, pues, en el corazón de los discípulos, antes que con un rito y una fiesta propia.

    ¿Cómo se llegó en tan poco tiempo de la institución pascual del Antiguo Testamento y de Israel a la fiesta de la Iglesia? Había un hecho cierto: Cristo había muerto y resucitado en Jerusalén, con ocasión de una pascua judía. Y ese acontecimiento —la inmolación de Cristo en lugar de la del cordero— fue considerado por los cristianos como la realización de todas las figuras y de todas las esperas contenidas en la antigua Pascua judía. Toda la vida de Jesús se vio como realización definitiva de aquella Pascua: Él es ahora el cordero inmolado. La Iglesia, pues, ha heredado de Israel su fiesta de Pascua.

    7. Pero en este paso de Israel a la Iglesia, la fiesta ha cambiado de contenido; se ha convertido en memorial (‘algo sucedido en el pasado, que vuelve de algún modo a suceder al conmemorarlo’) de algo más de lo que celebraban los israelitas. ¿Qué significa, pues, ahora, este rito? Evidentemente nuestra Pascua conmemora la gran inmolación de Cristo, es decir, su pasión y su resurrección. Tiene, por tanto, como protagonista a Jesucristo, su padecer y su resucitar. Pero también el ser humano es protagonista de esta Pascua: es un paso también del hombre, y su importancia no residirá del todo en el pasado, sino en el presente de la Iglesia, donde hoy se realiza dicho paso.

    Así que nosotros podemos decir: a la pregunta «¿Qué significa este rito?», respondemos: «la Pasión (y resurrección de Cristo)», pero también: «el paso del hombre y la mujer». ¿No hay oposición entre ambas respuestas? Ciertamente para unos la Pascua es, ante todo, un don de Dios; para otros, es ante todo (aunque no exclusivamente) una conducta y tarea humana, del hombre y mujer creyentes.

    8. Pero, ¿acaso sigue habiendo una Pascua de Dios, que Él hace en Jesucristo y que nosotros repetimos cansinamente cada año, y una Pascua del hombre y la mujer, que es conquista que hacemos nosotros los cristianos, como esfuerzo de voluntad para liberarnos de no se sabe qué? No, en absoluto. Podemos considerar que, como en la Pascua judía, algo hace Dios y algo hacemos nosotros, pero en la Pascua cristiana hay un cambio sustancial. Veámoslo valiéndonos de unas palabras de san Agustín, cuando comenta Jn 13,1ss:

    «El bienaventurado evangelista, explicándonos este nombre de Pascua, que traducido en latín significa “paso”, dijo: “el día antes de ‘Pascua’, sabiendo Jesús que había llegado la hora de ‘pasar’ de este mundo al Padre”... ¡Éste es el paso! ¿De dónde y hacia dónde? De este mundo al Padre». (Comentario a Juan, 55, 1: CCL 35, 464).

    9. Aquí está la síntesis y el equilibrio entre pasión y paso, entre Pascua de Dios y Pascua del hombre, entre Pascua litúrgica y sacramental, Pascua moral y ascética; entre lo que hace Cristo y lo que hacemos nosotros. El paso de Jesús de este mundo al Padre abraza en una unidad muy estrecha pasión y resurrección: a través de su pasión, Cristo alcanza la gloria de la resurrección. «Mediante su pasión el Señor pasó de la muerte a la vida», dice san Agustín. Pasión y paso ya no son explicaciones contrapuestas, sino articuladas entre sí.

    10. Entonces, ¿bastará de nuevo con celebrar ritualmente esa pasión del Señor en la Liturgia y con las procesiones, vías crucis y otras manifestaciones de la piedad popular, para celebrar la Pascua, por la que Jesús llegó a la resurrección? Hace falta más. Porque la síntesis más importante es otra: la que existe entre la Pascua de Dios y la Pascua del Hombre. Y es que aquí entra en juego la persona de Cristo y el misterio de su encarnación. En Jesús, los dos protagonistas de la Pascua —Dios y ser humano— dejan de aparecer como alternativos o distintos y se convierten en uno solo, porque en Cristo humanidad y divinidad son una misma persona.

    Autor y destinatario de la salvación se han encontrado; gracia y libertad han coincidido. Ha nacido «la nueva y eterna Alianza»; eterna porque ya nadie podrá separar a los dos contrayentes que, en Cristo, se han hecho una sola persona.

    11. ¿Entonces es sólo Jesús quien realiza la Pascua? ¿Es únicamente Él quien pasa de este mundo al Padre? ¿Y nosotros? He aquí la otra maravillosa síntesis que indica san Agustín: la que existe entre la Pascua de la Cabeza y la Pascua del Cuerpo. «En su Cabeza —dice— tienen los miembros su esperanza de seguirle a Él en el tránsito». ¿Se trata tan sólo de una esperanza para el futuro? Ciertamente es algo más. Es una realidad que sucede cada año en la fe y en los sacramentos pascuales: Bautismo/Confirmación y Eucaristía.

    «Dice el Apóstol: Murió por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación. He aquí por qué queda consagrado el tránsito de la muerte a la vida en esta muerte y resurrección del Señor» (san Agustín, Epist. 55, 1,2; CSEL 34, 2, 170). El tránsito de Jesús no es un paso en solitario, sino que se trata de un tránsito, de un paso colectivo; supone un paso de toda la humanidad al Padre. He aquí la invitación que de nuevo se nos hace este año. Para los que ya estamos bautizados como renovación bautismal, cada vez con profundidad mayor; para los que esperan bautizarse, sobre todo los adultos, como una experiencia y gracia primera de justificación y salvación.

    12. Es como si Jesucristo dijera: antes de mi Pascua, yo era el único que pasó; después de mi Pascua ya no seré el único. Me imitarán muchos, muchos me seguirán. ¿Queremos de nuevo imitar y seguir a Jesucristo a vivir su Pascua que es la nuestra? En Pascua ha nacido la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo. Así pues, todos hemos pasado ya con Cristo al Padre, y «nuestra vida está ya escondida con Cristo en Dios» (Col 3,3).

    Sin embargo, todos debemos pasar todavía. Hemos pasado en la esperanza y por el Bautismo (in spe et in sacramento), pero debemos pasar en la realidad de la vida cotidiana de 2004, imitando la vida de Jesús y, sobre todo, su amor. «Este tránsito —prosigue san Agustín— lo realizamos actualmente por la fe, que nos concede la remisión de los pecados en la esperanza de la vida eterna, mientras amemos a Dios y al prójimo» (In Ep. 55, 2, 3). Esta es la felicidad del ser humano. ¿Queremos pasar esta Pascua de 2004? A ella os invito. Que Dios Padre, por los méritos de Jesucristo, nuestra Cabeza, nos conceda verdaderamente dar este “santo paso”.

    II. Vivir la Pascua

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    13. Todo este paso, antes descrito, sucede en la Iglesia. La Pascua es justamente la principal fiesta de la Iglesia, que invita a sus miembros y a los que no lo son o están alejados a preparar la gran solemnidad del Triduo Pascual. Y ahí radica el problema. Sabemos que muchos de nuestros contemporáneos dicen: «Cristo sí; la Iglesia, no». Incluso lo dicen muchos cristianos, miembros, por tanto, de la Iglesia. Tal vez tú te encuentres entre ellos, Dios no lo quiera. No ven el vínculo entre Jesús y la Iglesia. No se dan cuenta de su presencia en ella. Y, no obstante, nada desea más la Iglesia: que en ella se manifieste en medio de nuestra sociedad el rostro de Cristo.

    Pero no siempre contamos con miembros tan valiosos como santa Teresa de Jesús o san Pedro Regalado, o tantos santos espléndidos que encandilan a la gente. Nos viene a la mente el Cura de Ars, pastor humilde y sencillo. Llamado a dar su testimonio sobre él, un campesino dijo: «He visto a Dios en un hombre». Otros testimonios podríamos aducir, por ejemplo, de Juan XXIII o de Teresa de Calcuta.

    14. Por eso urge que, entre nosotros, en la Iglesia se vea a Cristo, y que todos los que la formamos irradiemos su presencia. Ciertamente Jesús está presente en la Iglesia de un modo especial en las acciones litúrgicas, en la persona del ministro y sobre todo en las especies eucarísticas. También está presente Jesús con su fuerza en los sacramentos; está igualmente presente en su Palabra. Pero está también presente cuando la Iglesia ejerce las obras de misericordia; está presente en los pobres, en los enfermos, en los prisioneros. Está presente en personas que tienen algo de especial por su bondad, su profundidad, su alegría. Está presente, por ello, en una comunidad cristiana que vive en el amor (cf. Hch 2,42-48;4,32-35).

    Jesús está presente, pero parece como si no lo estuviese. ¿Qué nos pasa? Para muchos de nuestros contemporáneos, y también para muchos cristianos, sucede lo que vivieron los dos discípulos de Emaús: «Caminó a su lado, pero sus ojos estaban como incapacitados para reconocerlo» (Lc 24,15-16).

    15. Pero Jesús prometió que «donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20). No hemos de pensar sólo cuando dos o más están reunidos en la asamblea litúrgica. No. Además la presencia del Resucitado no es una presencia estática, un estar aquí o allí sin más; es una presencia que reúne y unifica y que, en consecuencia, espera nuestra respuesta, nuestra fe. La presencia de Cristo reúne a “los hijos de Dios dispersos”, para hacer de ellos la Iglesia. ¿Es posible, pues, hacer visible la presencia del Resucitado que ahora nos llama a celebrar la Pascua?

    16. Os propongo varias maneras de hacer presente al Resucitado, a practicar en esta Cuaresma. Son formas sencillas de actuar, individualmente o en comunidad:

    a) La fraternidad vivida

    17. Cuando se reunió la Primera Asamblea especial del Sínodo de Obispos para Europa, tras la caída del muro de Berlín, ya se comenzó a preguntar en este viejo continente con tantos postcristianos sobre cómo llevar a cabo la nueva evangelización. Por aquellos días, un religioso húngaro subrayó que la única Biblia que leen los llamados “alejados” es la vida de los cristianos. Y podríamos nosotros añadir: somos nosotros, con nuestra vida, la única Eucaristía de la que se alimenta el mundo no cristiano.

    18. Estamos, evidentemente por el Bautismo y la Eucaristía, injertados en Cristo, pero es en la fraternidad vivida donde la presencia de Jesús en la Iglesia se manifiesta y resulta significativa para la sociedad en que vivimos. Claro: «En esto conocerán que sois mis discípulos: si os amáis los unos a los otros» (Jn 13,35). Donde hay amor recíproco, allí se ve a Cristo. Si la Eucaristía es la presencia más grande del Señor resucitado, el amor recíproco vivido con radicalidad evangélica es la presencia más transparente, la que más interpela e induce a creer.

    Cuenta el cardenal F. X. Van Thuan que en su país la Iglesia ha sobrevivido sobre todo gracias a esos pequeños grupos que experimentaban y testimoniaban en la vida diaria la presencia de Cristo. Por todas partes se podía palpar esa presencia de Cristo. Entre los cristianos que se encontraban en el mercado o entre dos hombres que trabajaban codo con codo en el campo de la “reeducación” comunista. No hacía falta hablarse. Bastaba unirse «en su nombre», es decir, en su amor, y se experimentaba la presencia del Resucitado, que iluminaba y confortaba. Cuando parecía que todo decaía, Jesús volvió a caminar en Vietnam por sus calles. Salió de los sagrarios y se hizo presente en colegios y fábricas, en oficinas y prisiones. ¿Pasa algo de esto entre nosotros?

    19. No se trata simplemente de reunirse; para que esté Cristo entre nosotros tiene que estar en nuestro encuentro como causa principal del amor al prójimo la persona de Jesucristo. La comunidad cristiana unida en el amor recíproco es el lugar donde Jesús se hace visible.

    b) El arte de amar

    20. ¡El mundo es de quien lo ama!, rezaba un viejo calendario. Y es cierto. A veces nos lamentamos de que el cristianismo o la Iglesia, en la sociedad de hoy, tiene una presencia cada vez más marginal, o de que es difícil transmitir la fe a los jóvenes, de que las vocaciones al matrimonio, al sacerdocio o a la vida religiosa disminuyen. Y se podrían seguir enumerando otros motivos de preocupación...

    De hecho, no es raro que, en el mundo actual, nos sintamos perdedores. Si el mundo es de quien lo ama y mejor sabe demostrarlo, eso quiere decir que en el corazón de las personas hay una sed infinita de amor y nosotros, con el amor que Dios ha infundido en nuestros corazones (cf. Rm 5,5), podemos saciarla.

    21. Pero es preciso que nuestro amor sea “arte”, es decir, que supere la capacidad de amar simplemente humana. Mucho, por no decir todo, depende de esto. Al entrar en un convento o en una comunidad parroquial o en su despacho, o al visitar un centro diocesano, tal vez no se encuentre ese arte que hace al cristianismo hermoso y atrayente. Lo mismo puede suceder al conocer grupos y movimientos cristianos: tal vez hay demasiadas caras tristes, aburridas debido a la rutina o a no estar del todo convencidos de lo bonito que es ser cristiano, seguidores de Jesucristo. ¿No dependerá también de esto la falta de vocaciones y la escasa incidencia de nuestro testimonio? ¡Sin un amor fuerte no podemos ser testigos de esperanza!

    22. Os propongo en esta Cuaresma y sobre todo en la Pascua esforzaros en amar como Jesús: ser el primero en amar; amar a todos, sin excluir a nadie; amar a los enemigos; amar dando un poco de la propia vida; amar sirviendo y no con bellas palabras. El amor es la primera evangelización. Cuando el amor es verdadero, suscita amor como respuesta y se realiza en la tierra el mandamiento nuevo de Jesús: «Amaos unos a otros como yo os he amado». Recordad lo que decía santa Teresa del Niño Jesús, cuyas reliquias no hace mucho estuvieron entre nosotros: «En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor». No es extraño que ella siga influyendo tanto en todo el mundo.

    c) El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe

    23. La tercera forma de actuar en Cuaresma y Pascua que os propongo es, en realidad, una preocupación del papa Juan Pablo: reflexionar sobre la condición de los niños y exhortaros a examinar cómo son tratados los niños en nuestras familias, en la sociedad civil y en la Iglesia. He aquí el itinerario cuaresmal, siguiendo las palabras de Jesús: «El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe» (Mt 18,5).

    24. Hay aquí, además, dice el Santo Padre, un estímulo para descubrir la sencillez y la confianza que el creyente debe desarrollar, imitando al Hijo de Dios, que ha compartido la misma suerte de los pequeños y de los pobres. En efecto, junto a los niños, el Señor sitúa a los «hermanos más pequeños», esto es, a los pobres, los necesitados, los hambrientos y los encarcelados. Acogerlos y amarlos, o bien tratarlos con indiferencia o rechazarlos, es como si se hiciera lo mismo con Él. “Convertirse” en pequeños y “acoger” a los pequeños son dos aspectos de una misma enseñanza de Jesús, que hoy dirige Él a nuestra comunidad cristiana.

    25. No hay que olvidar que el egoísmo lleva en la actualidad a no “acoger” a los niños. Y muchos en numerosas partes del mundo están profundamente heridos por la violencia de los adultos: abusos sexuales, instigación a la prostitución, al tráfico y uso de drogas, niños obligados a trabajar, enrolados para combatir en guerras absurdas, víctimas también del infame tráfico de órganos y personas. ¿Y qué decir del SIDA, con sus terribles repercusiones en la población infantil de África?

    26. ¿Qué mal han cometido estos niños, se pregunta angustiado Juan Pablo II, para merecer tanta desdicha? Hay que paliar este dolor, como lo hacen los padres y madres que tienen una familia numerosa o los que no consideran prioritaria y absoluta la búsqueda del éxito profesional y la carrera de sus hijos, sino que se preocupan de transmitirles antes a los hijos aquellos valores humanos y religiosos que dan un verdadero sentido a la existencia; como lo hacen igualmente los que llevan a cabo la formación de la infancia en dificultades y alivian los sufrimientos de los niños y de sus familiares cansados por los conflictos y la violencia, por la separación de los padres y los divorciados, por la falta de alimentos y de agua, o por la emigración forzada y por tantas injusticias existentes en el mundo.

    27. Pensemos no sólo en los niños del Tercer Mundo, aunque ellos sean los más necesitados. Pensemos en nuestros niños: no todos tienen las mismas posibilidades, y pueden algunos carecer de lo más elemental. Además, ¿de qué les sirve a muchos tener muchas, si les falta el amor de sus padres, la enseñanza de los mejores valores o el conocimiento de lo más bonito: el amor que les tiene el Padre de los cielos? ¡Qué importancia tiene la transmisión de la fe, la catequesis o la clase de Religión, que los padres eligen para sus hijos!

    Conclusión

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    28. Estoy terminando, pero al final de estas anotaciones, que sólo quieren ser una ayuda de su obispo a los fieles de Valladolid, volvamos a la Pascua. De esa rápida ojeada hemos visto cómo un acontecimiento entre todos acabó por imponerse como el acontecimiento pascual por excelencia: «el paso de Jesús de este mundo al Padre» como Cabeza de un Cuerpo, que es su Iglesia. Éste es el corazón de la Pascua, también la de este año, el punto ideal en donde acaba la Pascua antigua y nace la nueva Pascua; donde acaba la figura y nace la realidad. Esto es propiamente lo que llamamos “Pascua de Cristo”, donde “Cristo” tiene valor de sujeto, no de objeto, e indica la Pascua vivida históricamente y en primera persona por el mismo Jesús, durante su existencia terrena, y a la que Él me invita otra vez.

    Haciéndose, en efecto, «obediente hasta la muerte y muerte en cruz» (Flp 2,8), Jesús ha asumido el sufrimiento humano y lo ha iluminado con la luz esplendorosa de la resurrección. Con su muerte ha vencido para siempre a la muerte. La Semana Santa nos presentará nuevamente este misterio de salvación a través de los sugestivos ritos del Triduo Pascual.

    29. Es necesario, por tanto, pasar, como dice san Agustín. Y si no pasamos a Dios que permanece, pasaremos con el mundo que pasa y se agota. Aunque es mucho más deseable pasar “de este mundo” que pasar “con este mundo”; pasar al Padre que pasar al enemigo. Pascua es pasar a lo que no pasa. Con la sencillez típica de los niños nos dirigimos a Dios llamándolo, como Jesús nos ha enseñado en la oración del Padrenuestro, Abbá, Padre.

    † Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid