Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

Imprimir A4  A4x2  A5  

Carta semanal

Ascensión

23 de mayo de 2004


Publicado: BOA 2004, 214.


La Resurrección de Jesús significó que su persona posee posibilidades de presencia entre los suyos inauditas: se muestra a las mujeres, a los Apóstoles, a los discípulos de Emaús... Por la glorificación de su cuerpo, está con nosotros y en otro ámbito, el del Padre de los cielos. Hablamos, por ello, de su Ascensión a los cielos a los cuarenta días, después de su Resurrección. Misterio éste grande, porque nos dice que el Hijo volvió al seno de la Trinidad llevando consigo su cuerpo de hombre glorificado.

De ahí que en la oración colecta de la Misa de la Ascensión se aluda a su entrada en los cielos como una victoria y se le pida a Dios que nosotros podamos llegar donde ya está nuestra Cabeza. De hecho está conseguida esta posibilidad para nosotros de estar sentados con Jesús a la derecha del Padre. Así que es importante que Jesús subiera al cielo. Allí intercede por nosotros; desde allí nos envía el Espíritu Santo, que es su presencia entre nosotros, después de que Él subiera a los cielos.

Pero subido a los cielos, ¿ya no podemos encontrarnos con Jesús, como lo hicieron sus contemporáneos? Sí podemos, y de mejor modo. De hecho, la Resurrección y la Ascensión significan que Jesús ya no está en un lugar concreto, como sucedía cuando su cuerpo no había sido aún glorificado. La Ascensión tiene unas consecuencias hermosísimas: lo que era visible en el Salvador, en los años de su vida terrena, ha pasado a los sacramentos de la Iglesia. Ser cristiano, en efecto, significa participar de la vida de Jesucristo. ¿Cómo lo haremos, si no podemos encontrarnos con Él, tras su subida a los cielos?

¡Oh bondad, caridad y admirable magnanimidad! Donde esté el Señor, allí estará su servidor, su discípulo. Él ha asumido precisamente nuestra carne, glorificándola con el don de la santa resurrección y de la inmortalidad; la ha trasladado más arriba y la ha colocado a su derecha. Ahí está toda nuestra esperanza: en el hombre Cristo hay, en efecto, una parte de cada uno de nosotros, está nuestra carne y nuestra sangre.

Y es que el Señor no carece de ternura hasta el punto de olvidar al hombre y a la mujer y no acordarse de lo que lleva en Él mismo: lo que asumió de nuestra humanidad. Precisamente en Él, en Jesucristo, Dios y Señor nuestro, infinitamente dulce, infinitamente clemente, es en quien ya hemos resucitado, en quien ya vivimos la vida nueva, ya hemos ascendido a los cielos y estamos sentados en las moradas celestes.

No es nuestra situación respecto a Jesús peor que la que tuvieron sus contemporáneos; es infinitamente mejor. Su Resurrección y Ascensión posibilitan nuestro encuentro con Él ya aquí. Nuestra vida cristiana puede ser plena, sólo espera la consumación. Que el Espíritu Santo nos haga comprender, venerar y honrar este gran misterio de misericordia.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid