Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Pentecostés

30 de mayo de 2004


Publicado: BOA 2004, 216.


Me parece precioso leer en Pascua o ahora, cuando ésta está a punto de acabar, el libro de los Hechos de los Apóstoles, un escrito que se atribuye al evangelista san Lucas. ¿Por qué merece la pena hacer esa lectura en este momento del Año Litúrgico? Hay que tener en cuenta que Hechos de los Apóstoles no es ni una novela ni tampoco una biografía en sentido clásico. Pero se habla aquí de la Iglesia, y muestra el libro los rasgos de las primeras comunidades cristianas.

Por ejemplo, Lucas afirma que la comunidad primitiva era constante «en la enseñanza de los Apóstoles y en la comunión de vida, en la fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2,42). Presenta así lo que es la Iglesia, mostrando cómo ha de ser su camino en la historia. Ese camino comienza con el envío del Espíritu Santo que se da a una comunidad que está unida en la oración y cuyo centro lo constituyen María y los Apóstoles, los escogidos por Dios como columnas de la Iglesia.

Allí aparecen, pues, tres características o propiedades fundamentales de la Iglesia que hoy, día de Pentecostés, quiero subrayar: la Iglesia es apostólica; ella es igualmente orante, por tanto vuelta hacia el Señor, “santa” en definitiva; y ella es una, no varias. La actualidad del Espíritu Santo se presenta en el don de lenguas. El texto de la segunda lectura de la Misa de hoy muestra que con la venida del Espíritu se invierte lo sucedido en Babel: la nueva comunidad, el nuevo Pueblo de Dios, se expresa en todas las lenguas y así es comprendido desde el primer momento de su existencia como “católico”.

Es decir, para ser la Iglesia que quiso y quiere Jesucristo, nosotros estamos obligados a caminar hasta los límites del espacio y del tiempo, llevando el Evangelio a toda criatura. Por ello, la narración del libro de los Hechos comienza en Jerusalén y termina en Roma, que no son en este caso dos simples ciudades, sino símbolos de toda la humanidad, y que comprende el antiguo Pueblo de Dios, los judíos, y todas las naciones, los pueblos no judíos. Con la llegada de la fe a Roma el camino comenzado en Jerusalén ha alcanzado su meta: la Iglesia universal.

Ese es el horizonte de la Iglesia: el ancho mundo, y sus miembros, sobre todo los fieles laicos, han de evangelizar ese mundo, para que la salvación de Jesús llegue con sus efectos benéficos a todos los hombres y mujeres.

He aquí, sin embargo, que hemos perdido hoy los cristianos lo que es fundamental para serlo: tener muy dentro que es el Espíritu Santo quien crea la Iglesia y que no será posible que haya hoy comunidades vigorosas sin recurrir al Espíritu, que nos da ese rasgo de catolicidad. Tampoco entendemos muy bien que seamos los cristianos una comunidad litúrgica, esto es, que la asamblea recibe el don del Espíritu en la oración. Hemos perdido el sentido de la celebración litúrgica. No nos conocemos como comunidad que ha recibido la plenitud. No gozamos siendo Iglesia; nos fijamos sólo en aspectos organizativos o de poder, no en la gracia y en la elegancia de ser los hijos de Dios que, dispersos, el Espíritu ha reunido.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid