Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Un hombre prudente construyó una casa

6 de junio de 2004


Publicado: BOA 2004, 217.


Con mucha frecuencia Jesús evoca en el Evangelio la vida cotidiana de sus contemporáneos. Son relatos llenos de imágenes: el sembrador que sale al campo a sembrar; el hombre que construye graneros más grandes ante una gran cosecha; la mujer que barre cuidadosamente buscando una moneda; aquél que construye su casa. Lo sorprendente es que Jesús utiliza magistralmente estas historias para hablarnos de ese Reino de los cielos que está entre nosotros, en definitiva, del Padre y del Espíritu que, con Él mismo, son la Trinidad Santa.

¡Cuántas personas, por ejemplo, pueden sentirse identificados con esa situación de construirse su propia casa! ¿Quién no aspira a tener casa propia, nuestro hogar, el recinto familiar en el que cada uno somos reconocidos por nuestro propio nombre? Es importante saber cómo construimos o en quién confiamos para construir nuestra casa. Jesús nos ha enseñado mucho en este campo de la construcción: para construir bien, nos ha enseñado a llamar a Dios Padre, a adorarle a Él como Hijo enviado para salvarnos, a invocar el Don que es el Espíritu Santo. Estos son los nombres de nuestra historia de cada día. Con estos nombres en nuestros labios y en nuestros corazones podremos comprender al fin que este mundo no ha sido abandonado a sí mismo ni va solitario por sus caminos, pues a Dios le gusta “jugar con el orbe de la tierra”, y encuentra alegría en estar con los hombres y mujeres.

Ahora nos dicen nuestros políticos que hemos de empeñarnos en el proceso de construcción de la “casa común europea”. ¿Servirán los consejos de Jesús acerca de construir para levantar esta casa? Poco parece importarles. Olvidan que entre los siglos VI y XIII, sobre todo, pero igualmente en siglos posteriores, los monasterios influyeron en todos los niveles del viejo continente y en sus islas, en lo espiritual, intelectual, litúrgico, artístico y hasta en lo económico. Esa influencia ha llegado hasta nuestros días, pues el monasterio no se reduce a las personas que lo habitan —hoy, por desgracia, son muchas menos—, sino que, a causa de su modo de pensar, de su estilo de vida, de sus costumbres y organización, siguen siendo signos de humanidad y de estilo de vida abierto a la acción de Dios y obra benefactora entre hombres y mujeres de nuestro turbado mundo.

¿Conocéis algún monasterio en la Iglesia de Valladolid, donde sólo existen los femeninos? Su cultura religiosa no está desfasada, como no lo está su vida. No son lugares inoperantes. Siguen siendo oasis de humanidad, de generosidad que ponen al descubierto las carencias y vacíos de orden moral observados en la sociedad vallisoletana. La vida contemplativa supone un estilo de vida que es testimonio de la supremacía absoluta de Dios, ante un laicismo excluyente y miope. Por eso los monasterios de monjas son signos de esperanza y de luz. Y se pueden apagar, si no oramos y nos preocupamos de ellos. Vida interior, oración, primacía de la alabanza, adoración a la Santa Trinidad es también construir sobre roca, como apuntaba Jesús en Mt 7,24.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid