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Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Somos la Iglesia

11 de julio de 2004


Publicado: BOA 2004, 340.


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Una de las alegrías más profundas que un obispo puede tener es sentir que los que con él forman la Iglesia diocesana vibran sabiéndose agregados a ese Pueblo de Dios que Jesucristo creó. Muchas veces he dicho que, mientras no sintamos la importancia vital que la Iglesia tiene para los seguidores de Jesucristo, no podrá haber renovación eclesial, pues el problema actual de la comunidad cristiana es no saberse Iglesia ni sentirse parte de ese seno fecundo donde Dios nos da a su Hijo, haciéndonos Cuerpo suyo.

Creo que fue muy hermosa, como experiencia eclesial, la celebración del IV Encuentro de Fieles Laicos de Valladolid el pasado día 3 en el Seminario Diocesano. Desde el inicio se tuvo muy presente que la misión de los fieles laicos necesita de la articulación de los grupos asociados, puesto que Jesucristo quiere poner su presencia viva en la historia y suscita un Pueblo, el de la Nueva Alianza. Así, durante el curso 2003-2004 hemos querido subrayar la importancia del arraigo en Cristo; la mirada contemplativa de la realidad y nuestro ser Iglesia, para un compromiso evangelizador.

Ciertamente estamos en un momento apasionante de la historia de la Iglesia en el que los fieles laicos deben cada vez ser más perspicaces y despertar, pues está en juego el futuro de la comunidad cristiana y aún de la humanidad. No es menester ser catastrofista, pero no nos pide el Señor que seamos ingenuos, como si nada estuviera ocurriendo. El laicismo militante pretende, cada vez con más fuerza, demostrar y demostrarnos que nuestra fe es una reliquia del pasado, algo poco científico, oscurantista y opuesto al progreso. Nada podemos hacer en el gran campo de la actividad social, política, ética, en la esfera de la vida, porque nuestra fe nos lo impide y nos coarta la libertad de conciencia, nos dicen. Según esto, nuestros argumentos valen sólo para los creyentes y en la privacidad, no en la vida pública. Nada más lejos de la realidad.

Debemos ser capaces de reaccionar ante proyectos que sencillamente no son verdad y presentar argumentos de razón que, aunque partan de corazones profundamente creyentes, pueden ser compartidos por todo tipo de ciudadanos, ya que pertenecen al acervo común de la humanidad. Pongamos algunos ejemplos: la unión de personas del mismo sexo en modo alguno es asimilable ni equiparable al matrimonio del que nace una familia. Para llegar a esa conclusión no hay que ser católico, es de sentido común. Esa posibilidad, que se pretende llevar al Parlamento español, es sencillamente un engaño que contradice la misma esencia del matrimonio. Por eso sería injusto equiparar matrimonio con ese tipo de unión.

Podemos manifestar respeto hacia las personas homosexuales, pero la unión de personas del mismo sexo no se puede denominar matrimonio: sería un fraude y un retroceso social, por mucho que se presente como un avance. Por ello la proposición de un matrimonio homosexual no es buena para la sociedad. Y los cristianos tenemos una grave responsabilidad de oponernos a que esto suceda haciéndolo con métodos válidos y democráticos; esa responsabilidad es mayor para los congresistas y políticos católicos. Y no vale decir: «yo no aceptaré esas leyes, no van conmigo». Estamos todos implicados, por servicio a la verdad.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid