Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Laico, laicismo, laicidad (II)

25 de julio de 2004


Publicado: BOA 2004, 343.


Decíamos hace ocho días que, en los temas que tienen que ver con la fe religiosa, lo laico y la laicidad de un Estado democrático necesitan el diálogo social e institucional. Y sinceramente creo que las principales corrientes del laicismo actual en España y en Europa, que quieren que todo lo religioso quede en la privacidad de los individuos, parten de unos postulados muy discutibles: la religión, en su propia esencia, incluye un componente de irracionalidad, y por ello de fanatismo, que los que se denominan a sí mismos progresistas no pueden aceptar.

Hace pocos días recordaba el arzobispo de Madrid, cardenal Rouco: «Es una obligación de la conciencia obedecer a la autoridad legislativa del Estado, pero el Estado debe reconocer sus límites, porque, si no, corre el peligro de dejar de ser un Estado democrático para convertirse en un estado absorbente. Reconocer la aconfesionalidad del Estado no le atribuye capacidad para determinar cuestiones fundamentales sobre la vida, la familia, el matrimonio y el bien común. El Estado no está por encima de la moral, sino que debe someterse a la experiencia de la vida y de la fe de la comunidad a la que sirve».

Si también el Estado es laicista, ese fanatismo que el laicismo cree ver en cualquier forma de creencia aparecerá, según esta opinión, más tarde o más temprano en forma de barbarie. Para erradicar esa barbarie, así, lo mejor es erradicarla de su fuente: la religión en la esfera pública. A mi modo de ver, ahí radica un equívoco que es excesivamente simplista e injusto. La solución a los problemas de los hombres no consiste en renunciar cada uno a sus convicciones en la vida pública, sean religiosas o laicistas, para situarse en una especie de “tierra de nadie”, donde las identidades se diluyan.

El procedimiento para alcanzar un mundo más justo y más humano no está, por ejemplo, en erradicar la formación religiosa de nuestras escuelas, suprimiendo la enseñanza religiosa escolar, como no lo estuvo en hacerla obligatoria en el pasado, cuando no existía la democracia. Si esa fuera la solución a los problemas, cabría preguntarse por la posibilidad de hacerlo. Sin embargo, sí se puede, en mi opinión, afirmar que una profunda creencia religiosa, si es vivida con honestidad —y hay mucha gente que la vive de este modo—, no puede sino cooperar muy mucho a conseguir un mundo más humano y más libre, y a luchar contra cualquier género de violencia o terrorismo. ¿Acaso los que no creen en nada ayudan más, por ejemplo, a erradicar la violencia doméstica?

A erradicar ese profundo malestar en nuestra sociedad que deja ver la violencia doméstica ¿no ayuda una buena relación entre los esposos que, según la fe católica, se exige en un matrimonio canónico, donde hombre y mujer se complementan como iguales, para cuidar así mejor de sus hijos y respetarse ambos cónyuges? Justamente cuando ese matrimonio ha fracasado es más frecuente esa violencia en la que la mujer, por desgracia, lleva la peor parte. Violencia es no acogerse ni perdonarse ni mirar por los hijos: precisamente el origen de esa execrable conducta que ataca y no respeta al otro o a la otra.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid