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Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Es buena nuestra fe

26 de septiembre de 2004


Publicado: BOA 2004, 407.


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Conocemos bien los debates que se generan en nuestra sociedad, en los que la Iglesia y la fe católica son cuestionadas una y otra vez. Me gustaría, pues, sencillamente mostrar cómo tantos y tantos aspectos del cristianismo no son obstáculo para el verdadero progreso y la libertad del individuo y que es muy bueno que se vivan en nuestra sociedad. Y me da pena que, ante actitudes beligerantes contra nuestra fe porque nos oponemos, por ejemplo, a la eutanasia, al divorcio “exprés”, al aborto libre o a que la relación afectiva entre personas del mismo sexo sea declarada matrimonio, algunos creyentes, por respetos humanos o complejo de inferioridad, se replieguen en sus creencias y no aporten a la sociedad tantos valores como su fe puede aportar a la vida personal y social.

¿Por qué nos oponemos a la eutanasia, que tan brillante, pero también “tramposamente” ha apoyado Alejandro Amenábar en su película? Sencillamente porque para el cristianismo la persona no es simplemente un individuo, cuyo valor esté supeditado a los intereses de una colectividad (Estado, partido político, o alguna entidad laica o religiosa). Una persona no es un ser cuyo único Dios es su conciencia, lo que hiciera al hombre más libre y más humano. No.

La persona no es una simple pieza para la producción o el desarrollo económico; ni es un posible “voto”, ni un cliente potencial, al que hay que tratar de vender. No es tampoco un cuerpo más o menos atractivo que apetece disfrutarlo. La persona no es un medio; es un fin en sí misma. La persona es la única criatura que existe en sí y para sí. Por eso, nos parece absolutamente burgués el concepto de libertad y de autonomía personal casi sin límites, sin normas morales ni legales, que muestra el protagonista de “Mar adentro”.

La persona es la única criatura que existe en sí y para sí, aunque por ser creado (¿acaso nos creamos a nosotros mismos?) no puede tener en sí la razón de su existencia, sino en Aquel del que procede. Por eso tiene un valor inviolable, no dirigido a otro valor. Alguien en la película dice algo así como que la vida no es un don, sino un derecho, y tan lícito es mantenerla como cortarla. Y todo en aras de la libertad personal; una libertad, repito, burguesa, romántica y muy peligrosa. ¿Qué pasará si alguien con poder decide que esta vida no merece la pena ser vivida? Eso ya ha ocurrido en un pasado no tan lejano.

En realidad, lo que deseo expresar es que el coraje por vivir que manifiestan tantos cristianos y no cristianos que tienen una grave enfermedad es admirable, y que ellos mismos y sus familias merecen mucho la pena. No estoy animando al llamado encarnizamiento terapéutico; estoy diciendo que para el cristianismo y los que tienen a los seres humanos como personas con una dignidad inviolable, los hombres y las mujeres, enfermos o sanos, mayores y niños, no son masa anónima, ni individuos que no estén sometidos a ningún límite moral o legal; para los creyentes, además, somos hijos de Dios, amados y queridos, y hermanos entre nosotros.

No os calléis, pues, cuando el morir de otros no se entiende y se hacen reflexiones con trampas sobre la eutanasia, aunque vengan envueltas en la magia del cine y nos presenten las cosas en soportes en el fondo ideológicos.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid