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Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Homosexualidad y homofobia

17 de octubre de 2004


Publicado: BOA 2004, 412.


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Las personas homosexuales, como todos, tienen la dignidad que corresponde a todo ser humano y no pueden ser menospreciadas, y menos maltratadas y discriminadas. Cualquier cristiano, para serlo y por serlo, debe reconocer y aceptar a todo hombre o mujer, pues uno y otra son sujetos de derechos y deberes. Pero esto no significa que haya que legitimar todas las tendencias subjetivas, como es el caso de la orientación sexual.

La sexualidad humana ciertamente no se reduce a su expresión genital. Se inscribe en una doble perspectiva: la del afecto por el otro/a y la de la procreación. La teoría del “género” quiere sustituir la diferencia de los sexos, a la hora de contraer matrimonio, por la diferencia de las sexualidades, de manera que se afirma que el vínculo social del matrimonio puede también desarrollarse a partir de una tendencia sexual, la que cada uno elija.

Pero resulta que la identidad sexual, es decir, el hecho de ser hombre o mujer, es un dato objetivo; la orientación sexual, por el contrario, es el resultado de un proceso histórico y no de un hecho que se impusiera desde el nacimiento. Una visión ingenua, como poco, da a entender que algunos nacen heterosexuales y otros homosexuales. El caso es que nunca se ha probado que esta tendencia tuviera un origen genético. La homosexualidad representa una atracción sexual, más o menos exclusiva, hacia personas del mismo sexo. Corresponde a una tendencia sexual que se constituye normalmente durante el desarrollo afectivo de la persona.

Existen personas homosexuales. Es un hecho. Muchas viven entre sí uniones afectivas. Es cierto. Quieren que esas uniones afectivas sean reconocidas como verdadero matrimonio y el Gobierno ahora ha presentado un anteproyecto de ley —no es todavía ley— para que esto sea posible, porque en su opinión esas personas homosexuales están discriminadas al no poder casarse, cuando ése es su deseo, pues dicen que se aman y tienen un proyecto de futuro en común. ¿Qué decir? Pues que este anteproyecto de ley es un error, pero no por atentar contra la moral católica o contra el matrimonio por la Iglesia. La razón de este error está en querer equiparar legalmente lo que no es equiparable, con peligro cierto de destruir la familia salida del matrimonio, civil o religioso; y, además, sin debate ni consenso, apelando que estaba en las promesas electorales y que tendrá, previsiblemente, la mayoría en el Parlamento.

No hay nada de discriminatorio en decir que sólo hombres y mujeres se pueden casar y ser padres. La unión entre homosexuales no es identificable al matrimonio: les falta el requisito esencial de la procreación, imposible entre personas del mismo sexo. Bienvenida sea la concesión de derechos y efectos civiles de esas uniones homosexuales. Desaparezcan las discriminaciones contra esas parejas o esas personas homosexuales, pero sin equiparación al matrimonio. Tratar con desigualdad lo que es igual es sin duda injusto, pero tratar con igualdad lo que es, de suyo, desigual, también es injusto y da lugar a confusión. La sociedad sólo puede reconocer como matrimonio la relación hombre-mujer y no las tendencias sexuales. Éstos se casan porque son mujer y hombre, y no en función de su tendencia heterosexual.

Ya sé que mis palabras serán interpretadas como venidas de alguien que padece “homofobia”. Es el argumento propagandístico más utilizado por las asociaciones de homosexuales, cuando se topan con argumentos que no pueden discutir o contradecir. No debería convertirse en palabra fetiche que impida cualquier reflexión al tratar este tema. No hay tal homofobia.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid