Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Eucaristía y Misión

24 de octubre de 2004


Publicado: BOA 2004, 413.


Llega el día del Domund, ese domingo especial de las misiones, que nos recuerda el anuncio del Evangelio a los que no lo conocen o lo conocen mal, de modo deficiente. En ese anuncio del Evangelio se realiza a la vez la liberación de tanta gente esclavizada por el hambre, la falta de amor de Dios, de desarrollo, de una vida digna y necesitada de gestos de amor, fraternidad y de atención a los más pobres y desvalidos. ¿Qué puedo yo, pues, hacer como cristiano de cara al Domund?

Ante todo, ser generoso con Dios, viviendo en su gracia. ¿Estamos en gracia y en sintonía con Dios? Sería contradictorio querer hacer algo por la propagación de la fe de Cristo y no vivir esa fe en mi vida personal, gozando de la amistad con Cristo vivo y mostrando en mi vida una conducta moral acorde con las exigencias del Evangelio.

Nos preocupamos por nuestra salud corporal, pero no tanto por esa salud del espíritu, de esa vida que se nos dio en el Bautismo, la única que nos da la paz y la alegría. Estar en comunión con Dios nos hace vivir con frescura la comunión total con nuestros hermanos, los de cerca y los de lejos. El Papa nos pide tener la «sed» del Redentor en la cruz por todos los hombres, a imitación de santa Teresa de Lisieux o de san Daniel Comboni, gran misionero de África. ¿Se trata simplemente de dar unos euros en la colecta especial o depositarlos en las huchas que tantos niños llevan por las calles? No es posible que nos quedemos sólo en esto.

«Los desafíos sociales y religiosos a los que la humanidad debe hacer frente en estos tiempos nuestros motivan a los creyentes a renovarse en el fervor misionero. ¡Sí! Es necesario promover con valentía la misión ad gentes, partiendo del anuncio de Cristo, redentor de cada criatura humana» (Juan Pablo II, Mensaje Domund 2004) . ¿Por qué vamos a tener nosotros aquí, los ya cristianos, más derecho que otros hombres y mujeres a conocer a Cristo y a su Iglesia? Metamos en nuestra cabeza y en nuestro corazón que anunciar el Evangelio lleva consigo una elevación moral allí donde hay miseria y postración social, porque el amor de Cristo lo lleva implícito.

El Papa propone a los que vivimos la Eucaristía —¡qué gran regalo y qué lujo!— cada domingo y aún cada día, un itinerario para nuestro compromiso misionero. Si vives la Eucaristía, has de saber que el fin de ésta es la comunión de los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y el Espíritu Santo. Cuando se participa en el Sacrificio eucarístico se percibe más a fondo la universalidad de la Redención y, consecuentemente, la urgencia de la misión de la Iglesia, cuyo programa «se centra en definitiva en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en Él la vida trinitaria y transformar con Él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste», dice el Papa.

«Mi cuerpo es entregado por vosotros... mi sangre, que es derramada por vosotros» (Lc 22,19-20). Estas palabras de Cristo muestran que Él ha muerto por todos; que el don de la salvación es para todos, don que la Eucaristía hace presente sacramentalmente a lo largo de la historia. A este banquete y sacrificio están invitados, pues, todos los hombres y mujeres. Si la Eucaristía no nos mueve, ¿de qué vale un domingo del Domund? No será sino “otra cosa más” con la que quiere la Iglesia hacernos pasar el rato, como algunos piensan.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid