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Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Visión positiva de las cosas

7 de noviembre de 2004


Publicado: BOA 2004, 521.


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Los cristianos vivimos nuestra fe no en una campana de cristal, sino en medio de los acontecimientos de la historia que nos ha correspondido. Nuestro tiempo es el que es, y no podemos cambiarle por nada. Podemos, sí, pensar en un tiempo en el que amar a una mujer o a un hombre toda la vida era un ideal —hoy no lo es para muchos—; en el que la madre que estaba embarazada sabía que lo que tenía en el vientre era una vida, y criar los padres a sus hijos bajo un techo común era posible, e incluso en esa casa estaba también la compañía de los abuelos, que se morían en ella y esa muerte unía incluso más a la familia. Hubo un tiempo en que el hombre y la mujer afrontaban el sufrimiento desde la esperanza. ¿Todo eso terminó?

En el horizonte de nuestra sociedad española ha aparecido la posibilidad del aborto libre, de divorcios exprés, de que la unión afectiva de personas del mismo sexo se llame matrimonio, que puedan incluso adoptar, de investigar con embriones humanos y de que la eutanasia activa sea considerada un ejercicio de libertad. ¿Cuál debe ser nuestra reacción? ¿Simplemente el pataleo o llenarse de indignación hacia el gobierno que permite esto? ¿No sería bueno también indagar por qué ha sucedido esto? ¿No es hora igualmente de examen de conciencia?

El abandono de la tradición católica es un dato consolidado desde hace años en amplios sectores de la sociedad española, más aún, es un fenómeno en expansión. La debilidad del catolicismo español viene de lejos y, tal vez, se muestra ahora en toda su crudeza. ¡Cuánto pido a Dios que estemos a la altura de las circunstancias para articular una respuesta adecuada en el estado actual de cosas! Desechemos ya la idea de que existe un sustrato católico en nuestra sociedad poco menos que inalterable, una especie de reserva que nunca se agota.

Ya no basta apelar a la tradición católica española, aunque sea espléndida, ni al derecho natural, aunque sea un concepto que refleja un valor antropológico irrenunciable, para abrir un nuevo espacio al anuncio cristiano y para defender eficazmente los fundamentos de una civilización que sólo se explica por siglos de educación cristiana. Necesitamos que hombres y mujeres de nuestra ciudad secularizada vuelvan a encontrar el cristianismo como un hecho presente, que responda a sus interrogantes y deseos. Podemos, sí, pensar que el Gobierno socialista tiene su responsabilidad al ofrecer unas leyes o unas medidas que nos parecen malas, pero ¿olvidamos las dificultades actuales para transmitir la fe a las nuevas generaciones en el seno de las propias familias, las parroquias y las escuelas católicas, así como el cansancio en la pastoral y la misma incapacidad de formular un juicio cultural revelante?

Casi deberíamos dar gracias a Dios de la situación, si entendiéramos que estamos ante la posibilidad de plantear de nuevo las preguntas importantes por el sentido de la existencia: ¿habrá una razón para existir? ¿Será posible ser feliz? No son preguntas sólo para ateos o agnósticos, sino para cristianos que han perdido el rumbo: ¿Hay alguien que conozca el sentido de la vida? ¿Cómo se llama, dónde está? Y mostrar a Cristo, que hace hombres y mujeres nuevos, que son felices, porque Dios, al enviar a su Hijo y morir éste por nosotros, nos ha cambiado. Descubrir, descubrir... eso es lo importante. Descubrir el milagro de la vida, el saborear la maravilla del amor cristiano, que ama y es solidario con todos, y hace positiva a esta vida.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid