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Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Apostar por la vida

14 de noviembre de 2004


Publicado: BOA 2004, 523.


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Está en juego la dignidad de las personas y la vida que han recibido, pues es evidente que todo ser humano tiene experiencia de que ha recibido la vida, que ésta le ha sido dada y que no ha nacido de él mismo, pues él no se ha creado. Una vez recibida la vida, el hombre y la mujer ¿podrán hacer con ella lo que les apetece? Para responder a esta pregunta no es necesario echar mano de la fe católica o sentimiento religioso cualquiera; basta con reflexionar un poco y ver que es posible rechazar la eutanasia tanto activa como pasiva. ¿Lo tienen tan claro también los católicos, sobre todo las generaciones más jóvenes? Tal vez no. Y es obligación de la Iglesia explicar con la mayor claridad su doctrina en este campo.

La actuación que causa la muerte a un ser humano para evitarle sufrimientos se llama “eutanasia”, y es siempre una forma de homicidio (‘un hombre da muerte a otro’), ya sea mediante un acto positivo (eutanasia activa), o mediante la omisión de la atención y cuidados debidos (eutanasia pasiva). Otra cosa son las acciones u omisiones que no causan la muerte por su propia naturaleza e intención, cuando se deja morir a tiempo, con dignidad y paz, sin el uso de medios desproporcionados o extraordinarios. La muerte no ha de ser causada, pero tampoco absurdamente retrasada. Esta es la doctrina católica, que no estaría mal se debatiera en las familias cristianas y en los grupos parroquiales o en otros ámbitos.

Pero, ¿qué pasa si yo pido para mí la eutanasia y no se la impongo a nadie? Pues sencillamente que estarías proclamando que eres absolutamente individualista y estás negando la posibilidad de que existan leyes que traten del bien común. Todo acto mío tiene una segura repercusión social; la sensibilidad romántica de creerse en poder de una libertad total es altamente nociva y, en materia de eutanasia, perjudica sobre todo a los ancianos y enfermos que alguien piensa que no son dignos y valiosos.

Decir «la vida es mía y hago con ella lo que me venga en gana» es una frase que de nuevo dibuja esta cultura dominante actual que considera al hombre como el único actor de su vida. Pero “la vida es nuestra”, y no está a disposición mía como si fuera una finca o una cuenta bancaria. La vida humana tiene, lo queramos o no, un carácter trascendente, como pasa con la libertad. Y si no podemos renunciar a nuestra libertad, ¿podemos renunciar a nuestra vida? Eso crea conflicto, por muchas encuestas que se hagan sobre la aprobación o no de la eutanasia, por muchas películas estupendas que se hagan. Los mismos argumentos valen contra los que abogan por la eutanasia cuando, según ellos, la vida no es digna porque no tiene “calidad”. ¡Ah, la calidad de vida de los nuevos ricos, que piensan por criterios únicamente de bienestar físico, de posesión o de prestigio! Dan un poco de pena.

“Toda una vida para ser vivida” es por lo que luchan esas monjas de clausura del norte de Mozambique, que desde su lugar de oración y al cuidado del orfanato de los niños de la guerra comienzan a ver cadáveres de niños con los órganos vitales extirpados, y a sentir movimientos raros en las noches en dirección al aeropuerto cercano y caen en la cuenta de una mafia que trafica con seres humanos a favor de los ricos occidentales que tal vez aprueben la eutanasia “para los demás”. Ese verdadero negocio, del que tienen noticia todos los gobiernos del norte del mundo, lo han denunciado ellas, Hermanas sencillas, pero valientes, y han comenzado una campaña de denuncias contra esas mafias internacionales, sabiendo que están amenazadas y ridiculizadas también en España. Eso sí es luchar libremente por la vida. ¿Qué haremos nosotros?

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid