Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta pastoral

Los obreros de la viña del Señor,
buenos administradores
de la multiforme gracia de Dios

21 de noviembre de 2004


Publicado: BOA 2004, 508.


  • I. El mundo espera un testimonio más claro de los bautizados
  • II. El Bautismo, fuente de vocación y misión
  • III. Una estupenda doctrina no llevada a la práctica
  • IV. Análisis de un pasado reciente
  • V. “¿Qué hemos de hacer, hermanos?”
  • VI. Puntos actuales de insistencia
  • Conclusión

    I. El mundo espera un testimonio más claro de los bautizados

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    1. Dos grandes textos conciliares, la constitución Lumen gentium y el decreto Apostolicam Actuositatem, abrieron camino en nuestra Iglesia para una mejor comprensión de lo que en ella son llamados christifideles laici, esto es, los fieles laicos o seglares cristianos. Pablo VI intuyó que era preciso crear el Consejo Pontificio para los Laicos (6-1-1967), con el fin de que la senda abierta fuera consolidándose. He aquí un signo de gran esperanza para la Iglesia: conseguir la madurez de los fieles laicos a través del papel que juegan en las comunidades cristianas, en las instituciones y en los servicios eclesiales más diversos, pero sobre todo en su presencia pública en una sociedad plural y multiforme. Objetivos todavía más urgentes entre nosotros, pues la mayoría de los católicos vallisoletanos siguen pensando que el catolicismo está consolidado y nada hay que hacer, porque todo está conseguido en la vida pública.

    2. De todas formas, hay que confesar que los fieles laicos, nuestros seglares, participan hoy más intensamente en la vida sacramental de la Iglesia, así como en la tarea catequética y en la acción social de la Diócesis; desean igualmente una formación sistemática y completa y, en la multiplicidad de carismas, métodos y compromisos, una nueva generación de asociaciones nuevas y con más tiempo de implantación produce frutos de santidad, apostolado, dando nuevo impulso a la comunión y a la misión.

    En lo que se refiere a los jóvenes, éstos expresan con vigor la necesidad que tienen como cristianos de dar sentido a la vida, de unos ideales nuevos de una vida más humana y más auténtica. A ello han contribuido de manera notable las Jornadas Mundiales de la Juventud y otros acontecimientos de peregrinación y convocatorias juveniles dentro y fuera de nuestra Diócesis. No hay que olvidar tampoco un proceso de afirmación de la auténtica dignidad de la mujer, pues el “genio femenino” está enriqueciendo cada vez más a la comunidad cristiana y, lógicamente, a la sociedad en que vivimos.

    3. Es preciso admirar, además, el compromiso de muchos cristianos en las obras más diversas de ayuda mutua, humana y social, que demuestran la creatividad constructiva de la caridad y se ponen al servicio del bien común en las instituciones eclesiales, pero también en otras instituciones culturales, económicas y aún políticas. Hoy, sin embargo, el desafío más grande para la Iglesia es la nueva cultura al margen de la fe, como si Dios no existiera porque parece no necesitarle en la vida diaria, y un proceso de secularización laicista que parece ahogar la fe católica o conducirla a la total privacidad. De modo que cada vez es más compleja y difícil la evangelización a fondo de adolescentes y jóvenes.

    Es indispensable, sin embargo, que todo hombre y mujer pueda descubrir la presencia de Cristo y la mirada del Señor, y que se pueda escuchar de nuevo sus palabras: «Ven y sígueme». De ahí que se espere de nosotros, los creyentes, un testimonio más claro y sencillo, y un estilo de vida como respuesta gratuita que se ofrece a Jesucristo en nuestro anhelo de verdad, felicidad y de plenitud humana que atraiga a cuantos no han conocido la belleza del Evangelio.

    4. Está en juego, pues, la cuestión fundamental: transmitir la fe en continuidad con la verdadera tradición, cuando ésta parece haber perdido su vigor; a la vez, esa transmisión ha de contener siempre la verdadera novedad del Evangelio: que la fe sea atractiva, porque es sentida como algo vivo para la persona, de modo que ésta experimente que es una “nueva criatura”, revestida de Cristo. Para ello, me parece fundamental en los miembros de la Iglesia vivir el propio Bautismo, la propia vocación y la propia responsabilidad cristiana.

    5. ¿Qué hacer? Entre otras cosas es preciso reavivar el impulso misionero y conseguir una renovación de la vida cristiana de los fieles laicos. Pero no quiero caer en una dialéctica que no lleva a ninguna parte: los sacerdotes apenas dejan campo a los fieles laicos, dicen éstos; los laicos sean de una vez lo que deben ser y se arriesguen a salir de un infantilismo eclesial que les hace daño, dicen aquéllos. Tampoco deseo hacer caso a aquéllos que imaginan una Iglesia sin distinción entre fieles laicos y jerarquía de la Iglesia. Y no quiero porque estas posiciones, en el fondo, están utilizando la categoría de poder, cosa ajena a Jesucristo.

    6. La vía que os propongo es la profundización de la conciencia de unidad de todos los cristianos, que nos hace ver que somos un Pueblo, un solo Cuerpo que es la Iglesia, que tiene como Cabeza y Esposo a Cristo. Con el Bautismo entramos en la historia de la salvación cristiana, pues se convierte en nuestra propia historia lo que el Señor ha hecho conmigo. Se trata de ahondar más en las vivas relaciones entre Cristo y cada uno de aquellos que, gracias al Bautismo, entran en comunión con su persona y con su vida. Lo cual facilitará delinear cuál es el papel del fiel laico en la Iglesia y en el mundo.

    II. El Bautismo, fuente de vocación y misión

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    7. El Bautismo es sin duda el fundamento de la vida cristiana como vida con Cristo en el Espíritu Santo. Tiene también el Bautismo una dimensión eclesial: la unidad de todos los cristianos, de todos los bautizados en un solo cuerpo, que es la Iglesia. Lógicamente el Bautismo nos introduce en la persona y en la obra redentora de Jesucristo. La estrecha relación entre Jesús y cada uno de los bautizados crea comunión con su persona, una comunión viva y cordial, de modo que entendemos aquello del Apóstol: «Los que os bautizasteis para uniros a Cristo os revestisteis de Cristo» (Ga 3,27), pues «vivo yo, mas no yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20).

    La lógica de este vínculo entre la fe personal en Cristo y el redescubrimiento de nuestra comunión vital con Él, y con todos aquellos que son en Él, resulta evidente al profundizar en la teología del Bautismo. Cristo no es sólo alguien que vemos frente a nosotros y lo confesamos como Hijo de Dios y Redentor; no nos remitimos a Él únicamente como al que revela al Padre, o como modelo y maestro de la humanidad; hacia su persona y su doctrina no nace en nosotros una mera adhesión intelectual; ser cristianos, si me apuran, tampoco consiste sólo en ser fieles a su palabra e imitar su vida. Ser cristiano significa ante todo entrar en comunión con su persona y su misterio, teniendo en Él el núcleo de nuestro corazón. En otras palabras, es vivir en Cristo o, mejor, dejar que Él viva en nosotros su ser de Hijo, la consagración y la misión en el Espíritu, su pasión por el Reino del Padre. El cristiano es como un suplemento de humanidad para Cristo. Él no está simplemente frente a nosotros o con nosotros: está en nosotros.

    8. El fiel/discípulo (christifidelis) es, desde luego, alguien que sigue e imita al Maestro; un creyente que acoge su persona y su doctrina; un apóstol que da testimonio de su Evangelio. Pero es algo más: es una persona que vive en Cristo, que vive de Él, que está unido a Él como el sarmiento a la vid y reproduce en su ser el dinamismo de la vida de Jesús hacia el Padre en el Espíritu Santo.

    Pablo VI escribió una estupenda página sobre el Bautismo, comparable a las síntesis más bellas de los Padres de la Iglesia. Vale la pena leerla:

    «Es necesario volver a dar toda su importancia al hecho de haber recibido el santo Bautismo, es decir, de haber sido injertado, mediante tal sacramento, en el Cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia. Especialmente en lo que respecta a la valoración consciente que el bautizado debe hacer de su elevación, más aún, de su regeneración a la felicísima realidad de hijo adoptivo de Dios, a la dignidad de hermano de Cristo, a la suerte, queremos decir a la gracia y al gozo de la inhabitación del Espíritu Santo, a la vocación de una vida nueva, que nada ha perdido de humano, salvo la desgracia del pecado original y que es capaz de dar las mejores manifestaciones y gustar los más ricos y puros frutos de todo lo que es humano.

    El ser cristiano, el haber recibido el santo Bautismo, no debe ser considerado como cosa indiferente o sin valor, sino que debe marcar profunda y dichosamente la conciencia de todo bautizado; debe ser en verdad considerado por él —como lo fue por los cristianos antiguos— una iluminación, que haciendo caer sobre él el rayo vivificante de la verdad divina, le abre el cielo, le esclarece la vida terrena, le capacita para caminar como hijo de la luz hacia la visión de Dios, fuente de eterna felicidad. Es fácil comprender qué programa pone delante de nosotros y de nuestro ministerio esta consideración».

    9. Pablo VI, en realidad, está pensando lo que afirma san Pablo en Rm 6,3-6, donde el Apóstol dice que el cristiano, al bautizarse, ha sido vinculado a la muerte y, sobre todo, a la vida resucitada de Cristo, para que llevemos por el poder del Padre una vida nueva, pues hemos sido injertados en Cristo Jesús. Creo, por tanto, que antes de hablar en la Iglesia de cómo estructurar la actividad de los seglares, de los miembros de la vida consagrada o de los pastores, es preciso vivir todo esa inserción en Cristo, por medio de la fe y de los sacramentos de la iniciación cristiana.

    «Es la inserción en Cristo, por medio de la fe y de los sacramentos de la iniciación cristiana, la raíz primera que origina la nueva condición del cristiano en el misterio de la Iglesia, la que constituye su más profunda fisonomía, la que está en la base de todas las vocaciones y del dinamismo de la vida de los fieles laicos. En Cristo Jesús, muerto y resucitado, el bautizado llega a ser una nueva creación (cf. Ga 6,15; 2Co 5,17) (...) De este modo, sólo captando la misteriosa riqueza que Dios dona al cristiano en el santo Bautismo es posible delinear la figura del fiel laico» (Christifideles laici, 9).

    10. Todavía no ha perdido frescura aquella descripción de lo que son los cristianos que hace la Carta a Diogneto (siglos II-III):

    «Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por su modo de vida. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado gracias al talento y especulación de hombres estudiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza basada en autoridad de hombres.

    Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se desprenden de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común pero no el lecho».

    11. ¿Quiénes son, pues, los fieles laicos o seglares en la Iglesia? Creo que está perfectamente expuesto en Lumen gentium, 31: «Por laicos se entiende aquí a todos los cristianos, excepto los miembros del orden sagrado y del estado religioso reconocido en la Iglesia, a saber, los cristianos que están incorporados a Cristo por el Bautismo, constituidos en Pueblo de Dios, y que participan de las funciones de Cristo: Sacerdote, Profeta y Rey. Ellos realizan, según su condición, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo».

    Lo que el Concilio ha afirmado es la plena pertenencia de los fieles laicos a la Iglesia y a su misterio, y el carácter peculiar de su vocación, que tiene en modo especial la finalidad de «buscar el reino de Dios tratando las realidades según Dios» (ibíd.). Ya decía Pío XII en 1946 que los fieles laicos deben tener conciencia, cada vez más clara, «no sólo de pertenecer a la Iglesia, sino de ser la Iglesia(...). Ellos son la Iglesia» (Discurso a los nuevos cardenales).

    12. «La novedad cristiana —dice Juan Pablo II— es el fundamento y el título de la igualdad de todos los bautizados en Cristo, de todos los miembros del pueblo de Dios» (Christifideles laici, 15). Todos participamos en la común dignidad de los miembros por su regeneración en Cristo, en la común vocación a la perfección, en la sola salvación, en la sola esperanza e indivisa caridad (cf. Lumen gentium, 32). Por eso, el fiel laico es corresponsable, junto con los ministros ordenados y con los religiosos y las religiosas, de la misión de la Iglesia.

    13. Pero no podéis olvidar los fieles laicos vuestro carácter secular como propio y peculiar. Cierto que los miembros del orden sagrado pueden ocuparse de las realidades profanas e incluso ejercer una profesión civil; pero ellos, en razón de su vocación peculiar, se ocupan principalmente del sagrado ministerio; lo mismo cabe decir de los religiosos. Vuestra vocación propia, dice el Concilio, es buscar el Reino de Dios ocupándoos de las realidades temporales y ordenándolas según Dios. Tarea preciosa, pero nada fácil: vivís en el mundo, en todas y cada una de las profesiones y actividades del mundo y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, que forman como el tejido de vuestra existencia (cf. Gaudium et spes, 31) . Y es ahí donde Dios os llama a realizar vuestra función propia, dejándoos guiar por el Evangelio «para que, desde dentro, como el fermento, contribuyan los fieles laicos a la santificación del mundo (...) A ellos de manera especial les corresponde iluminar y ordenar todas las realidades temporales, a las que están estrechamente unidos, de tal manera que éstas lleguen a ser según Cristo, se desarrollen y sean para la alabanza del Creador y Redentor» (ibíd.).

    Es una modalidad del fiel laico que lo distingue, sin separarlo, del presbítero, del religioso o la religiosa. Merece la pena, pues, ahondar un poco en este tema para entenderlo mejor, pues nos va mucho en ello. Ya decía K. Ranher en los años 50 que el concepto de seglar, en cuanto concepto teológico dentro de la esfera eclesiástica, no tiene nada que ver con el concepto de profano, de ignorante, de aquel que por su inexperiencia tiene que remitirse al especialista, de hombre no de Iglesia, no interesado religiosamente, de aquel que es simple objeto de los poderes jerárquicos. En este sentido no son considerados hoy los seglares o fieles laicos (Escritos de Teología II, Madrid 2002, pp. 317-318).

    14. El seglar, en el sentir de la teología católica, es un laico (laos en griego) del santo Pueblo de Dios; así pues, en sentido eminente, un santificado, un consagrado, uno que por llamada de Dios ha sido sacado de la masa del mundo sumido en la muerte del pecado y llevado a la Iglesia de Dios y de su Cristo. Por tanto, la palabra seglar o laico no contrapone el campo de lo profano al campo de lo sagrado, como ocurría en el Antiguo Testamento o en otras religiones, sino que designa a alguien que está situado en un lugar determinado dentro del espacio consagrado de la Iglesia.

    Conforme a esto, el seglar es el cristiano que permanece en el mundo, pero en el sentido de que el seglar tiene una tarea específica en el mundo y para el mundo. “Cristianos laicos, Iglesia en el mundo”, rezaba un famoso documento de la Conferencia Episcopal Española. Por consiguiente, el seglar no es un cristiano que prácticamente no tiene nada que decir en la Iglesia, como si estuviéramos ante un objeto pasivo de las solicitudes pastorales del clero. No se ocupa, pues, en cosas profanas y mundanas sin trascendencia religiosa, en las cuales se podría ocupar de la misma manera aunque no fuera cristiano.

    15. Y es que no existe sólo el mundo pecador, en contraste rebelde con Cristo, la gracia y la Iglesia, sino también el mundo como creación de Dios, como realidad que redimir y que santificar. En este mundo tiene el seglar su puesto determinado conforme a su situación histórica, a su pueblo, a su familia, a su profesión, a las posibilidades individuales de sus dotes y capacidades. Además, tiene este puesto en el mundo, por de pronto, independientemente de su cualidad de cristiano y con anterioridad a ella, dado que debe primero nacer antes de ser regenerado.

    Todo lo cual está diciéndonos que la Iglesia «tiene una auténtica dimensión secular, inherente a su íntima naturaleza y a su misión, que hunde su raíz en el misterio del Verbo encarnado, y se realiza de formas diversas en todos sus miembros» (Pablo VI, Discurso a los miembros de los institutos seculares, 2-2-1972). Las palabras de Pablo VI son realmente luminosas, pues la Iglesia, en efecto, vive en el mundo, aunque no es del mundo, y es enviada a continuar la obra redentora de Jesucristo. Y es aquí donde Juan Pablo II afirma, citando al Vaticano II, que esta obra: «al mismo tiempo que mira de suyo a la salvación de los hombres, abarca también la restauración de todo el orden temporal» (Christifideles laici, 15).

    16. Con lo cual queda claro que «todos los miembros de la Iglesia son partícipes de su dimensión secular; pero lo son de formas diversas. En particular, la participación de los fieles laicos tiene una modalidad propia de actuación y de función que, según el concilio, es propia y peculiar de ellos. Tal modalidad se designa con la expresión “índole secular”» (ibíd.). De este modo, el mundo se convierte en el ámbito y en el medio de la vocación cristiana de los fieles laicos, porque él mismo está destinado a dar gloria a Dios Padre en Cristo.

    III. Una estupenda doctrina no llevada a la práctica

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    17. He aquí una doctrina clara, nítida, cristalina, pero por desgracia no llevada a la práctica o en un porcentaje demasiado exiguo. ¿Cuáles son las razones de este hecho? Muchas. Digamos algunas:

  • 1ª) el excesivo papel que los pastores (obispos y sacerdotes) durante muchos siglos han jugado en la Iglesia en orden a trabajar en ese mundo por la evangelización, redención y santificación, y que ha creado una visión de la Iglesia muy difícil de cambiar en la masa de los cristianos;
  • 2ª) una fe en tantísimos cristianos laicos en exceso sociológica y menos personal, que apenas permite que se viva la Iglesia como pueblo de Dios, cuerpo de Cristo, esposa del Señor, familia de Dios, templo santo, edificado sobre la Piedra angular que es Cristo;
  • 3ª) cierto miedo de los ministros de la Iglesia, ante la posible confusión en inversión de papeles y el falso democratismo;
  • 4ª) por faltarnos formas concretas de colaboración y corresponsabilidad en el vivir eclesial del día a día.
  • 18. Quiere esto decir que es bueno un ejercicio de autocrítica, pero que no nos destruya, pues no nos conduciría a ninguna parte. Sin duda que se puede hablar de falta de tono en la vocación y en la vida de los que, en la Iglesia de Valladolid, formamos, por ejemplo, el presbiterio diocesano, con el Arzobispo a la cabeza, al que ayudan los diáconos permanentes; pero esa falta de tono acontece igualmente en los fieles laicos, que además sois mayoría en esta Diócesis; no olvidamos tampoco a los religiosos y otros consagrados.

    La situación por la que atraviesa el laicado de la Iglesia de Valladolid puede ser que no acabe de gustarnos, pero en absoluto estoy yo escribiendo como profeta de calamidades; al contrario, siempre veo posibilidades nuevas, porque hay cristianos estupendos, que cada día me dan ejemplo a mí, obispo de esta Iglesia. Podéis entender también que estoy describiendo un problema muy amplio y muy complejo, en el que juega mucho una deficiente iniciación cristiana de los que formamos parte de esta Iglesia y otros muchos factores de tipo social, religioso, moral, histórico, etc. Por esta razón, volveré un poco mi mirada al pasado, pero para enseguida lanzarme al futuro intentando mostrar el camino, que debe coincidir con el Camino, la Verdad y la Vida que es Cristo.

    IV. Análisis de un pasado reciente

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    19. Los que formamos la Iglesia de Valladolid tenemos muchos siglos de historia a las espaldas y, como ha sucedido un poco en toda la Iglesia, también en las diócesis de nuestro entorno, hemos vivido la ilusión de llegar a una Iglesia renovada, tras el Concilio. Hay que decir, sin embargo, que una renovación a fondo no es tarea fácil; creo que muchas veces hemos olvidado cómo es el corazón humano, en tantas ocasiones no dócil al Señor; hemos orado poco por esa renovación, que no está sólo en enunciar programas, nos hemos hecho un poco burgueses ante las dificultades y nos hemos dado al lamento. Por otro lado, hemos sido bastante ingenuos con buena fe, porque no hemos tenido en cuenta las fuerzas disgregadoras de la sociedad en que vivimos: creíamos que eran “cristianas” cuando se estaba fraguando una nueva cultura muy poco cercana a la fe en Cristo.

    20. En el campo de la iniciación y educación en la fe de los fieles laicos hemos de reconocer los sacerdotes y el obispo un fracaso, no total pero sí de hondura. El sentido de comunidad y de formar parte del pueblo de Dios no ha arraigado precisamente en nuestras parroquias: una comunidad cristiana (incluida la familia) que educa, acompaña y anima a sus miembros. Hacía ya muchos siglos que se había perdido el sentido de iniciarse progresivamente en la fe y el seguimiento de Jesucristo. Nadie duda de los inmensos esfuerzos para renovar la catequesis, la vida celebrativa; menos esfuerzos hemos hecho en incorporar el aspecto social de la fe, que transforma el ambiente y las personas, al conjunto de la doctrina cristiana y parte del mensaje de Cristo.

    Pero hay entre nosotros una insatisfacción cada vez mayor, pues los ámbitos genuinos de iniciación cristiana y de educación en la fe (familia, parroquia, escuela, movimientos apostólicos) tienen unos competidores formidables, unos maestros cuyo magisterio influye cada vez más en los posibles discípulos de Cristo. Los que parecen aceptar el compromiso que lleva consigo ser cristiano claudican al primer ataque de la cultura dominante, a un laicismo que todo lo confunde y que exige una nueva “moral democrática”, que más bien parece un relativismo moral, contra el cual no saben reaccionar los católicos, sobre todo los jóvenes, adolescentes y niños. La consecuencia es la exclusión social de Dios, la reclusión íntima o bien la reducción de la fe e Iglesia a otras formas de organización como las “no gubernamentales”, mediante las cuales puedan acreditar su eficacia social, que es lo que interesa a la cultura dominante, como afirmaba no hace mucho un famoso teólogo español.

    21. Sigue habiendo, es verdad, en nuestras comunidades personas buenísimas, generosas, dispuestas a la tarea, pero un poco desorientadas ante los nuevos problemas de la evangelización, de cómo desenvolverse en una sociedad no cristiana o muy plural: cómo ha de ser la catequesis, cómo formar nuevos grupos cristianos. Y hay que reconocer que, a la dificultad que tienen los cristianos, como todos los humanos, para asociarse y recibir en grupo una sólida formación, se une un problema que sucede en muchísimas parroquias: apuestan por convertirse en la práctica en el único ámbito u hogar donde el fiel laico despliegue su proceso de formación, vivencia de la fe y misión.

    Se da una notable alergia a que vivan en las parroquias movimientos apostólicos, sean nuevos o de larga vida en la Iglesia. Con frecuencia oigo quejas de personas de movimientos que piden permiso al párroco para hablar a la gente de este o aquel movimiento; permiso que les es denegado, como si la parroquia fuera la última instancia diocesana, y sin ver que los fieles laicos pueden asociarse según su legítimo deseo, también en las parroquias de las que forman parte, lógicamente recibiendo un discernimiento que no basta que venga del Consejo Pastoral de la parroquia. Se priva así a las comunidades básicas y naturales que son las parroquias de un complemento válido y muy necesario, y se hace daño de algún modo a la comunión eclesial.

    Una consecuencia palpable de este fenómeno es que los movimientos apostólicos de nuestra Iglesia tienden a aislarse un poco y no consiguen ser parte de la parroquia en la pastoral general de la Iglesia diocesana. En cualquier caso, no hemos conseguido articular un laicado vigoroso, que tenga una presencia significativa y una casi nula presencia pública. Tampoco las estructuras pastorales más generales de la Diócesis de Valladolid (vicarías, consejos, delegaciones), con el obispo a la cabeza, hemos acertado a dar vigor a los fieles laicos. Tal vez debamos seguir buscando una nueva forma de acción pastoral que, aunque conociendo las dificultades para la evangelización hoy, vaya conformando un itinerario para conseguir un laicado con vigor que afronte los retos que tiene nuestra Iglesia en medio de una sociedad plural, no toda cristiana, pero con un deseo grande de sentido y de razones para vivir.

    V. “¿Qué hemos de hacer, hermanos?”

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    22. Hay mucho que hacer. ¿Por dónde empezar? No todo es confusión o desánimo: cosas grandes se están haciendo en las tres grandes acciones de la Iglesia. No quiero repetir, sin embargo, las acciones programadas en el Plan Pastoral Diocesano y en la Programación para este año . Muchas de sus líneas de acción para los próximos tres años vienen muy bien para emprender un itinerario de formación y de testimonio en la vida pública con garra. Ahí están para este curso pastoral la propuesta de ofrecer a los demás nuestro modelo de familia (línea de acción 16ª); o poner en práctica el Directorio sobre pastoral familiar y su evangelización (línea de acción 14ª y 15ª); también la apuesta por una formación adecuada al seglar de hoy (línea de acción 7ª), o todo lo que tiene que ver con la dinamización de la delegación de Apostolado Seglar y el Consejo de Laicos, etc.

    23. Pero tenemos que ir más a la raíz, al fundamento. Ante todo, creernos que lo que tenemos y ofrecemos es un tesoro maravilloso, valiosísimo, que a nosotros nos hace felices: Jesucristo y su Reino, presente ya en la Iglesia. No haría falta que fuéramos muchos, pero sí convencidos del valor de este tesoro; creo que somos más de lo que aparece, pero en cualquier caso lo que sí nos hace falta es unidad básica de la fe, que lleva a la comunión, aun con distintas sensibilidades, aceptando el Magisterio de la Iglesia en lo que es doctrina firme, y la alegría de ser hijos de la Iglesia.

    24. En segundo lugar, hemos de pedir al Señor deseos ardientes de transmitir la fe, siendo conscientes de la dificultad que entraña, y hacerlo como hijos de la Iglesia. Ésta es siempre pecadora, pero siempre santa, lo cual debería llevarnos a alejar complejos, que tenemos muchos, como si los que no son católicos ofrecieran siempre cosas valiosísimas con las que no podemos competir. Ciertamente estamos poco acostumbrados a actuar a cara descubierta en un mundo que ya no conoce los fundamentos de la fe, sino que los combate de una forma muy peculiar.

    25. A una tercera cosa hemos de atender: aceptar que nosotros no tenemos, por nosotros mismos, posibilidad de cambiar el corazón de nuestros hermanos para nuestro Dios; es el Espíritu Santo quien hace esta función. Con lo cual se facilitará que seamos nosotros más humildes, más dados a la oración y al sacrificio, a la vez que más realistas, purificando nuestra intención.

    26. En cuarto lugar, acoger los grupos y movimientos que tenemos, abrirles nuestras parroquias, sin juzgar de antemano que no sirven, sino animándolos y dinamizándolos. Sirve el amor de Cristo y sirven las personas desde las situaciones concretas donde viven la fe cristiana. La Iglesia es ámbito de libertad y de acogida de todos; eso sí, todos debemos dejarnos juzgar por la Palabra de Dios siempre soberana, y estar dispuestos a las mociones del Espíritu Santo, huyendo de visiones superficiales y del hacer por hacer. Es verdad: una gran mayoría de nuestros seglares prefieren trabajar al interior de las parroquias, en las acciones llamadas intraeclesiales, y menos en ser fieles laicos, Iglesia en el mundo. Pero con la misma fuerza indico que faltan sacerdotes que dejen más espacio a los seglares y les acompañen en su itinerario espiritual, de modo que éstos se atrevan a entrar más en la vida pública, en los nuevos areópagos donde se juega la credibilidad del Evangelio y de la Iglesia.

    VI. Puntos actuales de insistencia

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    27. ¿En qué habría que insistir en los momentos actuales de nuestra Iglesia para que los seglares católicos sean la Iglesia en el mundo? Sin querer ser exhaustivo, permitidme indicaros algunas urgencias:

    28. a) Una identidad clara y firme, ante el intento de neutralizar la presencia cristiana en el mundo. En la actual sociedad pluralista —y nada tenemos contra el pluralismo— toda expresión explícita de la propia identidad cristiana viene etiquetada como fundamentalismo o integrismo, algo pasado de moda, que no debe salir de la esfera de la vida privada. Junto a esta identidad clara y firme, cada vez es más importante para un fiel laico sentirse hijo de la Iglesia, su pertenencia eclesial. ¿Por qué? Cada vez estamos más afectados por la fragmentación y sólo un sentido de pertenencia fuerte y “totalizante” a la Iglesia de Dios, capaz de unificar todas las dimensiones de la vida, puede hacer capaz al cristiano, en este caso al laico, de afrontar todos los desafíos y tener acceso a la educación y formación en la fe católica, pues creer es un acto eclesial, no sólo individual: la fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe.

    29. b) La formación de los fieles laicos debe ser sólida para poder llevar a cabo su misión en el mundo. Es una formación que debe iniciarse ya en el período de la catequesis sistemática en las parroquias y colegios, pero que debe crecer a medida que crece la persona. En los adultos y aún en los adolescentes y jóvenes mucho tienen que decir los movimientos apostólicos de todo tipo, las familias eclesiales u otras comunidades (neocatecumenales y otras); también las parroquias, con sus catecumenados de adultos. La Escuela Diocesana de Formación, con su nuevo planteamiento, ofrece un itinerario básico de formación en la fe de la Iglesia.

    30. c) Estudio de los campos específicos donde la presencia de los laicos es urgente. Creo que sigue siendo totalmente sugerente por su urgencia lo que expone Juan Pablo II en su exhortación tras el Sínodo dedicado a los fieles cristianos laicos. En Christifideles laici, 37-44 el Papa enumera una serie de campos para la actividad de los laicos que enumero: promover la dignidad de la persona; venerar el inviolable derecho de la vida; libres para invocar el nombre del Señor; la familia, primer campo en el compromiso social; la caridad, alma y apoyo de la solidaridad; todos destinatarios y protagonistas de la política; situar al ser humano en el centro de la vida económico-social; evangelizar la cultura y las culturas del hombre. Como dice el Papa: «En esta contribución a la familia humana de la que es responsable la Iglesia entera, los fieles laicos ocupan un puesto concreto, a causa de su índole secular, que les compromete, con modos propios e insustituibles, en la animación cristiana del orden temporal».

    31. d) El laicado y la religiosidad popular. Tal vez alguno se preguntará por qué esta insistencia precisamente. En mi opinión, frente a la sofisticación de muchos planes pastorales y estructuras de formación y de acción pastoral, cada día son más los cristianos que buscan ámbitos sencillos donde vivir su fe. Por eso pienso que encontrar fieles laicos que quieran trabajar en este campo de la religiosidad popular, orientando y recuperando su sentido profundo es una urgencia en el momento presente.

    32. e) Otro campo de urgente actuación de los fieles laicos es desarrollar armónicamente el aspecto social de la fe, con una actuación decidida a favor de los más desfavorecidos de nuestra sociedad, los que no tienen nada y muchas veces ni el consuelo de la fe en un Dios personal y en su Hijo Jesucristo; pienso sobre todo en los inmigrantes y los sin techo, drogadictos y presos, los sin trabajo, etc.

    33. f) Por fin, aludo a un tema o problema al que con frecuencia no se da importancia: cualquier trabajo que se haga, con niños, adolescentes, jóvenes y adultos, en orden a la transmisión y pedagogía de la fe, debe traspasar los límites de las parroquias. Por ejemplo, es sumamente importante que haya grupos de jóvenes en las parroquias, pero esto es insuficiente. Se necesita el ámbito diocesano como horizonte eclesial; sí, la parroquia es ámbito primario y primer rostro de la Iglesia, pero en la parroquia no se acaba la Iglesia.

    Conclusión

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    He intentado, al escribir esta carta a los fieles laicos, animar vuestra fe y animaros a vosotros a vivir la preciosa aventura de ser cristianos seglares en la Iglesia de Valladolid. Algunos laicos estuvieron en el reciente Congreso de Apostolado Seglar (Madrid, 12 a 14-11-2004) ; otros muchos podéis leer ponencias y sugerencias de ese Congreso. Todos debemos avanzar en la fe, esperanza y caridad, en el amor a Dios y al prójimo, en el amor a la Iglesia, para hacer cristianos más cercanos y preocupados por los demás, anunciando la fe en Jesucristo o a Jesucristo que es el origen y meta de nuestra fe, el gran Pastor de nuestras almas, presente y vivo en su Pueblo. A la Madre de Cristo, cercana ya la fiesta de su Inmaculada Concepción, nos encomendamos para que interceda por nosotros al Señor.

    Valladolid, 21-11-2004, Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo.

    † Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid