Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Homilía

XXXIII Congreso Nacional de Hospitalidades de Nuestra Señora de Lourdes 2004

Jesucristo, Rey del Universo

20 de noviembre de 2004


Publicado: BOA 2004, 533.


Un saludo muy cordial a todos los congresistas de las diferentes Hospitalidades de Lourdes de España. En la Catedral de esta Iglesia de Valladolid habéis querido casi finalizar vuestro encuentro, organizado este año por la Hospitalidad vallisoletana . Queremos tener muy presentes a nuestros queridos enfermos, con los que vivimos cada año la gozosa experiencia de la peregrinación a Lourdes, para celebrar junto a la imagen de María en Massabielle tantas cosas bellas y entrañables como son el dolor, la esperanza, la cercanía, la oración, el sentirse amados por Jesucristo y por su Madre Santísima y protegidos por la intercesión y el ejemplo de santa Bernardita.

Pero hoy es Jesucristo, Rey del Universo, domingo que cierra el Año Litúrgico. Decir que Jesucristo es Rey es recordar simplemente, de forma diferente, el Credo cristiano más antiguo: «Jesús es Señor». Ocurre, sin embargo, que ni el término “Señor” ni el término “Rey” sugieren, en el contexto de nuestra cultura, lo que realmente significaban para los primeros cristianos. Es verdad que hoy la tiranía no suele estar en el palacio de los reyes, pero aún así la imagen de la realeza, como la del señorío, está vinculada en nuestra imaginación a la idea de poder. ¡Ah! Y la idea de poder, en el mundo moderno, se adscribe a en nuestra imaginación a la experiencia del absolutismo moderno.

Claro: teniendo en cuesta esto y otros factores se ha llegado a la consecuencia funesta de pensar que la imagen dominante de Dios en la modernidad sea o haya sido la del Señor absoluto, que decide arbitrariamente el bien y el mal, y que domina así la creación, imaginada también como un artefacto hecho a la manera como un relojero fabrica un reloj. Pienso además que esa imagen del poder es la que ha hecho que, para tantos de nuestros contemporáneos, la existencia del mal sea una objeción insoluble a la existencia o a la bondad de Dios.

Creo que hay que volver al mundo de la Biblia, al Antiguo Oriente, en el que la imagen del Rey es presentada como la de Pastor de su pueblo. Ciertamente el pastor tiene poder, pero es el poder de evitar que el rebaño se extravíe en el desierto y muera. Una madre y un padre tienen poder: el de ayudar a crecer a sus hijos, cuidarlos y evitar que mueran; el de amarles, y gastar y dar la propia vida por la vida de sus hijos. Yo agradezco inmensamente que mis padres hayan ejercido ese poder.

Ahí se sitúa la realeza de Cristo. Fijaos que tipo de poder tiene este Rey, que está en la cruz, entregando su vida anonadándose en forma de siervo, y amando hasta la muerte. Yo me apunto a estar con este Rey, a seguirle, a ser de los suyos y vivir como Él vivió. Dios se ha revelado en Cristo como Amor absoluto, infinito, incondicional. Y así, Dios se revela como Dios verdadero, y Cristo se releva como Señor y como Rey. Dicho de otro modo, Cristo pertenece, ya para siempre, a la definición de lo humano: a mi definición como persona, a la de mi destino, a la de mi felicidad.

Para quien ha encontrado a Jesucristo, no es posible hablar, ni de uno mismo, ni del hombre, ni del mundo, sin hablar de Cristo, que es la clave de todo. ¿Que esto es política e intelectualmente incorrecto en el contexto de la cultura secular? Sin duda, pero significa que es una prueba más de su veracidad, porque se aparta del pensamiento único laicista y se acerca a la verdadera experiencia cristiana, que es el secreto de la humanidad del mundo.

Recuerdo unas palabras de Juan Pablo II que le escuché hace justamente cuatro años en la fiesta de Jesucristo Rey del Universo: «¡Sí, oh Cristo, tú eres Rey! Tu realeza se manifiesta paradójicamente en la cruz, en la obediencia al designio del Padre, que —como escribe el apóstol Pablo— “nos rescató del poder de las tinieblas y nos transportó al reino de su Hijo querido, en quien tenemos la redención y la remisión de los pecados” (Col 1,13-14)». Pero aquel día era el Jubileo de los fieles laicos y el Papa quería decir cosas importantes a los que son la inmensa mayoría del Pueblo de Dios. Quiero recordaros algunas de aquellas palabras.

En la maduración de la idea de pertenencia a la Iglesia, de la naturaleza del misterio de comunión de la misma y de la responsabilidad misionera en el mundo propia e intrínseca de los fieles laicos, los seglares, el Papa afirmó con firmeza que el Concilio Vaticano II marcó un giro decisivo. Desde entonces muchos hombres y mujeres fieles laicos comprendieron con mayor claridad la propia vocación cristiana, su vocación al apostolado, sea el que fuere. «Es necesario volver al Concilio —dijo el Papa—. Hay que volver a tomar los documentos del Vaticano II para redescubrir su gran riqueza de estímulos doctrinales y pastorales. (...) Especialmente, vosotros los laicos, debéis volver a tomar los documentos en los que el Concilio abrió extraordinarias perspectivas de implicación y compromiso en la misión de la Iglesia. ¿No os recordó acaso el Concilio vuestra participación en la función sacerdotal, profética y real de Cristo? Los padres conciliares os confiaron a vosotros, de manera especial, la misión de “tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios” (Lumen gentium, 31) ».

«Vuestro apostolado, sobre todo en esta nueva época asociativa del laicado, es indispensable para que el Evangelio sea luz, sal y levadura de una nueva humanidad. Pero, ¿qué comporta esta misión? —continúa el Papa— ¿Qué significa ser cristiano hoy, aquí, ahora? Ser cristiano nunca ha sido fácil y no lo es tampoco hoy. Seguir a Cristo exige el valor de opciones radicales, con frecuencia contra corriente».

«¿Cuál es el reto fundamental de la cultura y política actuales a la Iglesia? Directamente es cuestionada su forma de implantación en la sociedad, la relación de sus instituciones con las instituciones del Estado y la colaboración de éste a la vida de la Iglesia, en el respeto de la autonomía de ambos. Indirectamente se está cuestionando la significación de Dios para la vida humana, la aportación del Cristianismo a la sociedad, la capacidad de los cristianos para ser ciudadanos a la altura del tiempo. La Iglesia, fundada en un principio de libertad y de autoridad normativa, es considerada como un cuerpo extraño dentro de la sociedad democrática, para la cual nada precede a la decisión de sus miembros y todo es revisable desde la participación» (O. G. de Cardedal, ABC, 16-11-2004).

Por tanto, lo que nos jugamos no son privilegios de los obispos o del clero, sino la exclusión social de Dios de manera callada, su reclusión a la intimidad, o, si se quiere, la reducción de la fe e Iglesia a otras formas de organización como son las “no gubernamentales”, mediante las cuales pueda la Iglesia acreditar su eficacia social, pero no religiosa, inyectando en los creyentes miembros de la Iglesia —ya lo han conseguido en algunos— la convicción de que sólo mediante este trasvase a una nueva identidad y función en la sociedad podrán ser fieles al Evangelio y estar a la altura del tiempo.

«Os esperan tareas y metas —concluye el Papa— que pueden parecer desproporcionadas a las fuerzas humanas. ¡No os desalentéis! “El que ha iniciado en vosotros una obra tan buena, la llevará a feliz término” (Flp 1,6). Conservad siempre la mirada en Jesús. Haced de él el corazón del mundo. Y Tú, María, Madre del Redentor, su primera y perfecta discípula, ayúdanos a ser sus testigos en el nuevo milenio. ¡Haz que tu Hijo, Rey del universo y de la historia, reine en nuestra vida, en nuestras comunidades, (en nuestras hospitalidades) y en el mundo entero!». Que así sea.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid