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Braulio Rodríguez Plaza

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Conferencia

XXXIII Congreso Nacional de Hospitalidades de Nuestra Señora de Lourdes 2004

El Rosario como contemplación \\del rostro de Cristo

19 de noviembre de 2004


Publicado: BOA 2004, 544.


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Cuando hablamos del estado actual de la Iglesia, de nuestras dificultades y de nuestros proyectos, podemos dar la impresión de tener ciertos criterios de “éxito” o de “fracaso”. Pero, ¿de dónde tomamos nuestros criterios? ¿De un mundo donde todos deben actuar según la ley del mercado? ¿De una visión de la vida dominada por el rendimiento y la eficacia? ¿Cuáles deben ser los criterios por los que los seguidores de Cristo pueden juzgar su propia contribución a la evangelización de Europa?

Una cosa es cierta: si se mira a Cristo crucificado, se tiene claramente otro punto de vista interpretativo, donde el éxito no tiene casi nada que hacer con los conceptos de éxito normalmente utilizados en Europa hoy. Este es el gran reto de la carta apostólica Novo millennio ineunte, que contiene la reflexión de Juan Pablo II sobre la experiencia del Gran Jubileo del año 2000. El Santo Padre nos ofrece una meditación sobre el encuentro entre el apóstol Felipe y algunos griegos que estaban en Jerusalén para la peregrinación pascual. «Como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro tiempo, quizá no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo hablar de Cristo, sino en cierto modo hacérselo ver. ¿Y no es quizá cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?» (n. 16).

El Santo Padre nos alienta a descubrir «orientaciones pastorales adaptadas a las condiciones de cada comunidad», pero al mismo tiempo nos pide no perdernos en demasiados nuevos proyectos; en realidad el programa ya existe: «Se centra... en Cristo mismo» y «no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene en cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz» (n. 29).

Con el Papa podemos y debemos decir que, en este nuevo milenio, «nuestra mirada se queda más que nunca fija en el rostro del Señor (n. 16)» (Monseñor Amédée Grab, Presidente del Consejo de Conferencias Episcopales Europeas, en su Asamblea Plenaria de Leeds, 30-9 a 3-10-2004).

Precisamente cuando el Papa en Rosarium Virginis Marie reflexiona sobre el Rosario, lo primero que exhorta es a la contemplación del rostro de Cristo en compañía y a ejemplo de su Santísima Madre, pues para él recitar el Rosario es en realidad contemplar con María el rostro de Cristo. Es una buena definición del Rosario: Contemplar a Cristo con María. Cuesta a los cristianos la contemplación, de modo que la riqueza de Cristo pase a nosotros. Y, sin embargo, al leer el Evangelio encontramos toda una serie de escenas evangélicas en las que Jesús aparece, dice el Papa, como icono de la contemplación cristiana. Destaca entre todas la transfiguración, en la que Pedro, Santiago y Juan aparecen como extasiados por la belleza del Redentor. «Fijar los ojos en el rostro de Cristo, descubrir su misterio en el camino ordinario y doloroso de su humanidad, hasta percibir su fulgor divino manifestado definitivamente en el Resucitado glorificado a la derecha del Padre, es la tarea de todos los discípulos de Cristo; por lo tanto, es también la nuestra».

La contemplación de Cristo tiene en María un modelo insuperable, porque el rostro de Cristo se ha formado en su vientre, con ella ha tenido el Señor la intimidad espiritual tan grande entre tal madre y tal hijo. Por otro lado, nadie se ha dedicado con mayor intensidad y asiduidad como María a la contemplación del rostro de Jesús, desde que lo siente en su vientre y se imagina sus rasgos. Más todavía cuando lo da a luz en Belén y lo «envuelve en pañales y le acostó en un pesebre» (Lc 2,7). Su mirada no se apartará jamás de Él.

El Papa distingue en María, siempre en adoración y asombro, una mirada interrogadora, como en el episodio de su extravío en el Templo; una mirada penetrante, capaz de leer lo íntimo de Jesús y percibir sus sentimientos escondidos presintiendo sus decisiones, como en Caná: otras veces será una mirada dolorida, sobre todo bajo la cruz, donde dice el Papa que todavía será, en cierto sentido, la mirada de la «parturienta», «ya que María no se limitará a compartir la pasión y la muerte del Unigénito, sino que acogerá al nuevo hijo en el discípulo predilecto confiado a Ella (cf. Jn 19,26-27)».

También será una mirada radiante por la alegría de la resurrección, y por fin, una mirada ardorosa por la efusión del Espíritu en el día de Pentecostés. Todas estas miradas de María, que evocan su actitud ante episodios de la vida de su Hijo, hacen del Rosario una oración contemplativa. Y tenemos que rezarle de este modo: mirando a Cristo en cada cuenta y, como María, guardando todo en nuestro corazón. Es como si María propusiera a los creyentes los “misterios” de su Hijo, para ser contemplados por nosotros con Ella.

Así que se nos propone en la sencillez de las avemarías, con el padrenuestro y el gloria, recordar a Cristo con María (Rosarium Virginis Mariae, 13); comprender a Cristo desde María (ibíd., 14); configurarse a Cristo con María (ibíd., 15); rogar a Cristo con María (ibíd., 16); anunciar a Cristo con María (ibíd., 17). Sabemos, en efecto, que el rezo del Rosario no es una oración litúrgica, pero recordar a Cristo con María mucho tiene que ver con el sentido bíblico de la memoria (zakar), que actualiza las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación. Por ello, Juan Pablo II dice que estos acontecimientos no son solamente un «ayer»; son también el «hoy» de la salvación. La actualización evidentemente se lleva a cabo de manera particular en la Liturgia, pero hacer consideración piadosa de aquellos acontecimientos tiene algo también de “hacer memoria” de ellos en actitud de fe y amor y, sobre todo, es abrirse a la gracia de Cristo que nos ha alcanzado con sus misterios de vida, muerte y resurrección.

Mucho jugo espiritual conseguimos igualmente si tenemos como maestra a María, a la hora de comprender a Cristo y su misterio. Nuestra espiritualidad cristiana comporta, lo sabemos, un configurarse cada vez más a Cristo, en cuya operación tanto tiene que ver el Espíritu Santo, que en el Bautismo y la Confirmación une al creyente como el sarmiento a la vid, que es Cristo. «El Rosario nos transporta místicamente junto a María, dedicada a seguir el crecimiento humano de Cristo en la casa de Nazaret. Eso le permite educarnos y modelarnos con al misma diligencia, hasta que Cristo sea formado plenamente en nosotros (cf. Ga 4,19)».

El Rosario es, por otro lado, meditación y súplica. La plegaria insistente a la Madre de Dios se apoya en la confianza de que su materna intercesión lo puede todo ante el corazón de su Hijo. Por eso, en el Rosario, mientras suplicamos a María, Ella intercede por nosotros ante el Padre que la ha llenado de gracia y ante el Hijo nacido de su seno, rogando con nosotros y por nosotros.

El Papa llega a decir que los misterios de Cristo, son misterios de la Madre, según aquellas palabras de Pablo VI: «Oración evangélica centrada en el misterio de la Encarnación redentora, el Rosario es, pues, oración de orientación profundamente cristológica. En efecto, su elemento más característico –la repetición letánica del “Dios te salve, María”– se convierte también en oración constante a Cristo, término último del anuncio del Ángel y del saludo de la madre del Bautista: “Bendito el fruto de tu seno” (Lc 1,42). Diremos más: la repetición del Ave María constituye el tejido sobre el cual se desarrolla la contemplación de los misterios: el Jesús de toda Ave María recuerda es el mismo que la sucesión de los misterios nos propone una y otra vez como Hijo de Dios y de la Virgen» (Exhortación Marialis cultus, 1974, 46).

Para muchos, sin embargo, esta oración del Rosario comporta rutina y repetición cansina; otros añaden que la oración debe ser litúrgica y el Rosario no lo es; también piensan otros que el Rosario es oración poco ecuménica, por su carácter marcadamente mariano, que nos alejaría sobre todo de los protestantes, al marcar éstos nítidamente el carácter cristológico de la fe y la oración cristiana: Cristo el único salvador y mediador. Bastaría remitir, para contestar estas objeciones, a Lumen gentium, 66 , que indica: «las diversas formas de piedad hacia la Madre de Dios que la Iglesia ha venido aprobando dentro de los límites de la doctrina sana y ortodoxa, de acuerdo con las condiciones de tiempos y lugares y teniendo en cuenta el temperamento y manera de ser de los fieles, hacen que, al ser honrada la Madre, el Hijo, por razón del cual son todas las cosas (cf. Col 1,15-16) y en el que plugo al Padre eterno que habitase toda la plenitud (cf. Col 1,19), sea mejor conocido, amado, glorificado, y que, a su vez, sean mejor cumplidos sus mandamientos».

Pero otras consideraciones se pueden hacer. En efecto, una oración cristiana no puede llegar a Dios si no es por la vía que Él mismo ha abierto; sin la cual esa oración cae en el vacío y cede a la tentación de tomar este vacío por Dios, o Dios por una nada. Se olvida con frecuencia que Dios no es un objeto intramundano, ni incluso supramundano, que se pudiera –como en una especie de expedición a la Luna– ver y conquistar después de una preparación técnica suficiente. Dios es libertad infinita. Y no se limita a dirigirnos su Palabra: la hace habitar entre nosotros. De este modo, el Verbo venido de Dios puede también hacer retornar a Dios. El camino entre Dios y nosotros está abierto en los dos sentidos: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida», y: «Yo he venido al mundo como la Luz, para que el que crea en mí no habite en las tinieblas» (Jn 14,6; 12,46).

Pero, ¿cómo la Vía ha podido llegar hasta nosotros, la Luz penetrar hasta nosotros, el Verbo habitar entre nosotros? Pues porque era necesario para permitirnos ir a Dios por una vía practicable al hombre. De lo contrario no le habrían comprendido: la Luz hubiera venido a su casa y los suyos no le habrían recibido. Hacía falta, pues, alguien que acogiera al Verbo, de manera tan total que Él pudo encontrar lugar en un ser humano, para encarnarse en él, como el niño en su madre.

Pero esta madre que se ofrece y se abre sin reservas al Verbo, ¡no somos nosotros! Ninguno de nosotros ha dicho a Dios el sí sin reservas. El consentimiento perfecto permanece inaccesible para nosotros. Y, sin embargo, es una de las condiciones requeridas para que el Verbo de Dios venga realmente hasta nosotros y se convierta en la Vía por la que podamos caminar. Dios no hubiera podido hacerse hombre en un corazón que no fuese suyo más que hasta la mitad. Porque el niño es esencialmente dependiente de su madre, se nutre de su sustancia corporal y espiritual, y es ella quien le forma en una verdadera y fecunda humanidad.

Una madre, pues, que nos adelante, condición requerida para que se abra una camino entre Dios y nosotros, que no está aislada, sino que crea para nosotros la posibilidad de ser capaces a la vez de decir sí, de suerte que el Verbo venga también hasta nosotros, y nosotros en él hasta Dios. Por su “antes” perpetuo, María permite nuestro “con”. La comunidad que Dios, en Ella, liga con el hombre, que se convierte en un hijo de los hombres, es el sustrato de una comunidad que nos une entre nosotros como hijos de Dios y que llamamos Iglesia de Dios.

La Madre –María– es lo previo permanente, el punto de partida y el cumplimiento de la Iglesia, a la que, si queremos, nosotros podemos pertenecer como hombres que se encaminan hacia el sí perfecto. Así podemos y debemos decir, nosotros los imperfectos, a la que es el cumplimiento y la realización, y que nos introduce y nos atrae a su plenitud: «Ave María». Pero no separándola de su Hijo: ella no es más que la respuesta, Él es la Palabra.

Lo que acontece entre el Hijo y su Madre es el centro de la aventura de la salvación, que no puede perder su actualidad, puesto que ahora y siempre Dios se abre a nosotros por la gracia: El río jamás es separado de su fuente. El que quiere ser admitido en la herencia debe sumergirse en esta fuente y en su misterio inagotable: el Verbo de Dios está realmente abierto a nosotros, ha aparecido realmente y habitado entre nosotros, ha retornado a Dios, no solitariamente sino junto con nosotros. ¿Qué significa esto? Que nosotros le vemos por la relación entre este niño y esta madre.

Ella se pone toda entera a disposición del Verbo para que, por Ella, Él pueda llegar a ser carne, carne de su carne. Pero cuando este niño crezca y entregue su carne divina para reconciliar al mundo con Dios, cuando la ofrezca como comida eucarística por todos aquellos que reciban la Palabra con fe, Él introducirá a los que la reciban, y en primer lugar a su madre, figura primera y punto de partida de la Iglesia, en su propia carne. Ambos, Cristo y María-la Iglesia, son así, en una relación recíproca, “una sola carne” y “un solo cuerpo”.

En un primer momento, la Madre presta su propia carne a la encarnación del Verbo, y en esta medida Ella es «bendita entre todas las mujeres»; pero aquí sólo hay un preludio de un segundo momento en el que «bendito es el fruto de tu vientre, Jesús», porque es Jesús quien ha garantizado por su acción (y continúa garantizándola en la Eucaristía) la respuesta de la carne terrestre, la respuesta de María-la Iglesia; y la nuestra, los miembros del Cuerpo, que, según la pureza y la plenitud de nuestro “sí”, podemos también convertirnos en miembros fecundos, en seno como el de María.

De este modo, podemos nosotros, juntamente con el ángel, saludar a María en nombre de Dios, y después felicitarla con Isabel porque «el Señor está con Ella» y de ese manera unirnos a su respuesta a la palabra divina, a su sí, que no atañe solamente a Ella misma, sino al mismo tiempo que a Ella a Dios. El «Ave María» del Rosario es, pues, una iniciación e integración a la oración de María-Iglesia. Y la plegaria oficial de la Iglesia es siempre, también ella, de forma abierta u oculta, consciente o inconsciente, una oración mariana.

Bien es verdad que nosotros no conseguimos jamás aquí abajo la perfección de María; Ella no es sólo un modelo sino un arquetipo ya que contribuye a abrir el camino que es Cristo. Por eso, constantemente imploramos su intercesión: «ahora y en la hora de nuestra muerte». Como creyentes, siempre estamos aprendiendo, siempre somos aprendices de cristianos; y si María se preparó a dar su propio sí por la oración, con más razón nosotros somos incapaces de pronunciar el nuestro por nuestras solas fuerzas, sino que debemos, con agradecimiento, permanecer unidos a Ella, que es quien ha podido hacerlo. Si el mundo no hubiera sido más que tinieblas no-marianas, Cristo hubiera vuelto a su Padre sin el mundo y hubiera fracasado en su misión. Pero todo ha sucedido por amor hacia los seres humanos: «para que ellos estén donde yo estoy, y vean mi gloria que Tú, Padre justo, me has dado» (Jn 17,24ss).

Ahora bien, el tema de nuestro Congreso es el mismo que todas las Hospitalidades tendrán en sus peregrinaciones en el año 2005: «Venid a mí los que sufrís». Son unas palabras que recuerdan casi al pie de la letra el pasaje de Mt 11,28-30. Lo que hemos dicho sobre el valor que tiene el rezo del Rosario no ha sido, sin embargo, salirnos de nuestro tema. Lo veremos cuando comentemos las palabras de Jesús: «¡Venid a mí los fatigados y sobrecargados, y yo os aliviaré! Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, porque soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestra alma. Pues mi yugo es llevadero y mi carga ligera». Pero permitidme antes adentrarme en el dolor humano y en los mismos Misterios de Dolor del Santo Rosario.

Todo el mundo tiene experiencia del dolor y del sufrimiento. «El mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden estremecer la fe y llegar a ser para ella una tentación», dice el Catecismo de la Iglesia Católica en el n. 164 . La fe en Dios Padre todopoderoso puede, pues, ser puesta a prueba por la experiencia del mal y del sufrimiento. Porque, efectivamente, «Dios es infinitamente bueno y todas sus obras son buenas. Sin embargo, nadie escapa a la experiencia del sufrimiento, de los males de la naturaleza –que aparecen como ligados a los límites propios de las criaturas–, y sobre todo a la cuestión del mal moral. ¿De dónde viene el mal? “Quaerebam unde malum et non erat exitus” (‘Buscaba el origen del mal y no encontraba solución’) dice san Agustín, y su propia búsqueda dolorosa sólo encontrará salida en su conversión al Dios vivo. Porque “el misterio (...) de la iniquidad” (2Ts 2,7) sólo se esclarece a la luz del “Misterio de la piedad”. La revelación del amor divino en Cristo ha manifestado a la vez la extensión del mal y la sobreabundancia de la gracia. Debemos, por tanto, examinar la cuestión del origen del mal fijando la mirada de nuestra fe en el que es su único Vencedor» (Catecismo de la Iglesia Católica, 385).

Tal vez esto explica que los Evangelios den gran relieve a los misterios del dolor de Cristo. Es parte importante del Misterio Pascual. «Y la piedad cristiana, especialmente en la Cuaresma, con la práctica del Via Crucis, se ha detenido siempre sobre cada unos de los momentos de la Pasión, intuyendo que ellos son el culmen de la revelación del amor y la fuente de nuestra salvación» (Rosarium Virginis Mariae, 22). Por eso para los misterios de dolor el Rosario escoge algunos momentos de la Pasión significativos, invitándonos a orar fijando en ellos la mirada de nuestro corazón y a revivirlos.

Comienza el itinerario meditativo en Getsemaní, donde Cristo vive un momento particularmente angustioso frente a la voluntad del Padre, contra la cual la carne del Señor se sentiría inclinada a rebelarse. ¿No es decirnos Cristo que Él se pone en lugar de todas las tentaciones de la humanidad, frente a todos nuestros sufrimientos y a todos los pecados de los hombres, para decirle al Padre: «no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42 par.)?

Este “sí” de Jesús cambia el “no” de los primeros padres en el Edén. Dice el Santo Padre: «Y cuánto le costaría esa adhesión a la voluntad del Padre se muestra en los misterios siguientes, en los que, con la flagelación, la coronación de espinas, la subida al Calvario y la muerte en cruz, se ve sumido en la mayor ignominia: ¡Ecce Homo! Pero ocurre que en este oprobio no sólo se revela el amor de Dios, sino que muestra cómo somos los seres humanos. Desde la revelación de Dios, quien quiera conocer al hombre, ha de saber descubrir su sentido, su raíz y su cumplimiento en Cristo, ese Dios que se humilla por amor “hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2,8)».

En todos los misterios del Rosario, pues, nos damos cuenta que su rezo marca el ritmo de la vida humana. Esto se ve de modo especial en los misterios de dolor. «Quien contempla a Cristo –dice el Papa– recorriendo las etapas de su vida, descubre también en Él la verdad sobre el hombre. Ésta es la gran afirmación del Concilio Vaticano II, que tantas veces he hecho objeto de mi magisterio, a partir de la Carta Encíclica Redemptor hominis: “Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado” (Gaudium et spes, 22) »

El Rosario, pues, puede abrirse a esta luz, ya que siguiendo el camino de Cristo, el cual recapitula el camino del hombre, desvelado y redimido, el creyente se sitúa ante la imagen del verdadero hombre. Siguiendo sus pasos hacia el Calvario, comprendemos el sentido del dolor salvador. Jesús en el Evangelio invita precisamente a sus discípulos a cargar con la cruz y seguirle; la invitación «Venid a mí todos los que sufrís», tema de nuestro Congreso, hemos, pues, de desentrañarla. Lo haremos acercándonos a ese texto, sólo conservado por san Mateo, donde Cristo invita a quienes le quieran seguir a ir a Él, que es lo mismo que hacer como hace Él al cumplir la voluntad del Padre.

Se trata de Mt 11,28-30: una invitación amorosa de Jesús hecha a «cuantos andan fatigados y agobiados», para que se fíen de Él y se hagan sus discípulos. ¿Quiénes son los que «andan fatigados y agobiados»? Los que sufren, sencillamente. ¿Y hay algún ser humano que no sufra? No consta. No se trata, por tanto, de algún grupo especial, al que Jesús se dirigiera, sino a todo hombre y mujer.

Pero quien hace esa invitación no utiliza el “ordeno y mando”, que, por otra parte, Dios podría utilizar. En Cristo es una invitación y una oferta; es Él quien dice en Ap 3,20: «Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo». La invitación, desde luego, es a hacernos discípulos de Jesús, unciéndonos en el mismo yugo de la obediencia al Padre que Él llevó siempre.

Pero lo que podía ser considerado una exigencia legítima del Creador a sus criaturas, se hace más suave y llevadero, pues somos ayudados por Cristo, que quiso dejarse uncir al mismo yugo y en el tiro llevar más peso que nosotros. Él no es un Maestro despótico y altivo, sino «manso y humilde de corazón», y además la Ley que ha venido a imponernos –la Ley del amor– es suave y ligera porque tiene muy poco de yugo y de carga, y eso poco que tiene nos ayuda Él a llevarlo.

El pasaje, que es de exhortación a ser discípulos de Jesús, está tal vez construido sobre el trasfondo de la insinuación constante del Tentador, que trata siempre de presentarnos como imposible el ser discípulo de Cristo, alegando exageradamente la dificultad de hacerlo. Recuerda así el texto evangélico a aquél «¿Cómo es que Dios os ha dicho: No comáis de ninguno de los árboles del jardín?» de la tentación del paraíso, cuando en ella la prohibición de Dios sólo alcanzaba a un árbol. El sentido de las palabras/invitación de Jesús es que la vida vivida con su sabiduría y su ley de amor trae consigo, aquí y ahora, no sólo en la vida eterna, alegría, plenitud, libertad, descanso, claridad y poder. Podemos; por eso el yugo de la sabiduría de Jesús es llevadero.

Pero, ¿es realmente el camino propuesto por Jesús llevadero, de modo que se pueda considerar que es un camino fácil? Desde una perspectiva cristiana, hay que hablar aquí de paradoja, esa figura de dicción y de pensamiento que consiste en emplear expresiones o frases que envuelven contradicción, y tantas veces emplea la Sagrada Escritura y, por supuesto, Jesucristo. No hemos de olvidar, por otra parte, que para un judío del Antiguo Testamento, que se dispone a las bodas con la Sabiduría viviendo la Torá y observándola, esta obediencia es gozo y plenitud. Y este es el caso de Jesús, cuyo alimento es hacer la voluntad de su Padre. Y en Mt 11,25-30 Jesús habla en nombre de la Sabiduría, pues sólo el Hijo es el camino para ir a Dios.

«Venid a mí, los que andáis afanosos y sobrecargados» es un buen pensamiento al rezar el Rosario en sus misterios de dolor, mirando con María a Cristo. El amor de Jesús todo lo hace ligero: «Por duro que sea lo que se nos impone, el amor lo hace ligero» (San Agustín, Sermo 96, 1: PL 38, 584).

Mi intención al hablaros en esta tarde es, por supuesto, invitaros a orar con el Rosario, pero hacerlo con toda la carga de amor, de súplica, de consuelo que supone con la Virgen mirar a Cristo y recorrer los misterios de su vida, de Aquél que nos invita a seguirle uncidos al mismo yugo. Esos misterios de la vida de Cristo que son no sólo misterios a la vez de María Santísima, sino de igual modo son también los misterios de nuestra vida, que desde la Encarnación, la Luz que es Cristo nos lleva por la participación en su Pasión a la gloria de la Resurrección. Dios lo quiera.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid