Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Matrimonio y familia

26 de diciembre de 2004


Publicado: BOA 2004, 532.


Feliz Navidad de nuevo para los vallisoletanos. La gran fiesta de ayer no agota todos los contenidos litúrgicos de Navidad; éstos se ahondan a lo largo de este tiempo, que se extiende hasta el domingo del Bautismo del Señor. Hoy, por ejemplo, se contempla en la Liturgia una de las consecuencias del Nacimiento en la carne del Hijo de Dios: la familia, la suya y la nuestra, la de cada uno. La familia que tiene su origen en el matrimonio entre un hombre y una mujer.

El matrimonio es una realidad espiritual, o, lo que es lo mismo, un hombre y una mujer se ponen a vivir juntos para toda la vida, no sólo porque experimentan un profundo amor el uno por la otra, la una por el otro, que llega hasta la unión carnal, sino porque creen que Dios les ha dado el uno a la otra para ser testigos vivos de ese amor. Amar significa aquí encarnar el amor infinito de Dios en una comunidad fiel con el otro ser humano.

Todas las relaciones humanas, ya sean entre padres e hijos, entre maridos y mujeres, y entre amigos o entre miembros de una comunidad, han de ser entendidas como signos del amor de Dios por la humanidad en su conjunto y por cada uno en particular. Se trata de un punto de vista bastante poco común, pero es el punto de vista de Jesús. Éste nos revela que hemos sido llamados por Dios a ser testigos vivos de su amor, y llegamos a serlo siguiendo a Jesús y amándonos los unos a los otros como Él nos ama.

El matrimonio es una manera de ser un testimonio vivo del amor fiel de Dios. Cuando dos personas, hombre y mujer, se comprometen a vivir juntos toda su vida, viene a la existencia una nueva realidad. «Se convierten en una sola carne», dice Jesús. Eso significa que su unidad crea un nuevo lugar sagrado. ¿Hablamos a nuestros hijos de esta manera del matrimonio? Si no lo hacemos, no me extraña que los adolescentes y jóvenes tengan una idea tan rara de lo que es el matrimonio, que tantas veces no pasa del mero satisfacer juntos las pulsiones sexuales.

Muchas relaciones son como dedos entrelazados: dos personas se aferran la una a la otra como dos manos entrelazadas por el miedo. Y Dios llama al hombre y la mujer a una relación diferente. Se trata de una dimensión que se asemeja a dos manos unidas en el acto de la oración. Las puntas de los dedos se tocan, pero las manos pueden crear un espacio parecido a una pequeña tienda.

Ese espacio es un espacio creado por el amor, no precisamente por el miedo u otras motivaciones. El matrimonio entre una mujer y un hombre crea de este modo un nuevo espacio abierto, donde pueden manifestar el amor de Dios al “extranjero”, a los que no son ellos mismos constituidos «una sola carne»: a los niños, esto es, a los hijos posibles; pero también al amigo, al que nos visita, a los que viven junto a nosotros, a la comunidad. Este matrimonio se convierte en un testimonio del deseo que tiene Dios de estar entre nosotros como un amigo fiel. Gracias a Dios sois muchos, muchísimos, los que vivís así vuestro matrimonio, y sois así esperanza para el mundo y nuestra sociedad. Felicidades para vosotros en este día de la Sagrada Familia.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid