Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Homilía

Vigilia de la Inmaculada Concepción

7 de diciembre de 2004


Publicado: BOA 2004, 537.


¿Quién es para ti la Virgen María? Una buena pregunta para todos nosotros, que os invito en silencio a contestar en esta noche en que preparamos la fiesta de la Purísima Concepción de la Madre de Cristo... Yo mismo quiero responder a la pregunta delante de vosotros. María es para mí, ante todo, la Madre de mi Señor Jesucristo, a quien he tenido la dicha de conocer porque Él se me ha mostrado en la Iglesia. Con esto me basta para saber que la Virgen es muy importante para los cristianos y para toda la humanidad. Cuando tienes la gran suerte de conocer por dentro a Jesucristo, rápidamente aparece junto a Él Santa María y vas poco a poco cayendo en la cuenta de lo que Ella es.

María, la Gloriosa, como gustaba llamarla a nuestro Berceo, es parte de la Iglesia, su mejor parte. Pero esto quiere decir que es humana y que en Ella ha desplegado toda su potencia la gracia salvadora de su Hijo; en ella vemos hasta dónde llega el amor de Cristo por los hombres y las posibilidades de paz, justicia, belleza que la humanidad tiene si acepta la alianza de Dios y deja que la gracia del Espíritu Santo entre en nosotros. A mí no me extraña, pues, que María fuera preservada de toda mancha de pecado desde el primer instante de su Concepción en previsión de los méritos de nuestro Señor Jesucristo. Me parece genial y lógico, y creo que a todos os puede parecer de este modo, si ahondamos un poco en cómo se ha mostrado Jesús, y lo que Él nos muestra de cómo somos los seres humanos.

Olvidamos con frecuencia, hermanos, que Dios no es un objeto intrahumano, ni incluso suprahumano, que se pudiera —como en una especie de expedición a la Luna— ver y conquistar después de una preparación técnica suficiente. No, Dios es libertad infinita, y, al entrar en relación con nosotros, no se limita a dirigirnos su Palabra: la hace habitar entre nosotros y se hace hombre. Así el camino entre Dios y nosotros está abierto en ambos sentidos. Pero, ¿cómo la Vía ha podido llegar hasta nosotros, la Luz alumbrarnos y el Verbo habitar entre nosotros?

Dios hace lo increíble (hacerse hombre), pero hacía falta alguien humano que acogiera al Verbo, de manera tan total que Él pudiera encontrar un lugar para encarnarse, como lo encuentra un niño en el vientre de su madre. Pero ¿quién? ¿Nosotros, todos pecadores? La Madre que se ofrece y se abre sin reservas al Verbo, ¡no somos nosotros! Ninguno de nosotros ha dicho a Dios el “sí” sin reservas. El consentimiento perfecto permanece inaccesible para nosotros. Sin embargo, Dios no hubiera podido hacerse carne nuestra en un corazón que fuese suyo más que hasta la mitad.

La Madre —María— es lo previo permanente, el punto de partida y el cumplimiento de la Iglesia, a la que, si queremos, nosotros podemos pertenecer como hombres y mujeres que se encaminan, siendo imperfectos, hacia el “sí” perfecto. Eso previo es gracia de Dios en la Concepción de María, para que Ella pudiera dar el “sí” definitivo de la humanidad a Dios, pues lo que acontece entre el Hijo y su Madre es el centro de la aventura de la salvación, que ya no puede perder su actualidad, puesto que ahora y siempre Dios se abre a nosotros por gracia: el río jamás es separado de su fuente. El que quiera ser admitido en esta herencia debe sumergirse en esta fuente y en su misterio inagotable. ¿Qué significa esto? Que para nosotros la relación con Dios pasa por lo que ha sucedido entre este Niño y su Madre.

Podéis entender, queridos hermanos, que este 150º aniversario del dogma de la Inmaculada no es una cuestión baladí, o quisquillosa, y mucho menos una fiesta rancia, donde se habla de pureza, de Virgen Inmaculada, de amor puro, absolutamente alejado de la realidad social que estamos viviendo, una muestra más, nos diría una progresía insensata, de lo alejada que está la Iglesia de los problemas reales. Lo malo de esta tesis es que se lo creen tantos cristianos de buena voluntad, siendo una solemne mentira y un desconocimiento de lo que es el ser humano. Pero estamos tan rodeados de encuestas, prospecciones, “estudios de la realidad”, análisis y contraanálisis, que somos incapaces de profundizar más y nos creemos a pie juntillas lo que nos propone un laicismo excluyente de la fe.

En esos análisis no aparecerá nunca que el pecado es la mayor de las desgracias que atenazan a la humanidad. Los que no tienen fe en Jesús quizás siguen pensando que son otros y más serios los problemas humanos: la defensa de la salud, la economía, la gestión del poder, el subdesarrollo, los desequilibrios ecológicos, etc. Y ciertamente lo son, pero la cultura dominante no aceptará jamás que el ser humano es un ser herido en su interior, que «creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, (...) abusó de su libertad. (...) El hombre, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener su origen en su santo Creador» (Gaudium et spes, 13) . Lo que explica la división íntima del hombre es esa falta de libertad o la libertad mal empleada que la Iglesia, apoyada en la Tradición y en la Escritura, llama pecado. La cultura imperante para nada cuenta con esta realidad del pecado y no puede, por ello, aportar nada fuerte a los problemas más serios de la humanidad fuera de leyes externas, que a lo más coaccionan por la fuerza, aunque sean consecuencias de leyes aprobadas por mayorías en los Parlamentos del mundo.

La historia de María y su Concepción Inmaculada es la historia de su “sí” de libertad. Leía hace unos días un ejemplo que muestra bien qué verdadera libertad. No parece razonable —se decía— que una madre, caminando por la calle, deje a su bebé en manos del primero que pasa, para que lo sostenga un momento mientras entra en una tienda a comprar. Otra cosa sería, si le acompañara su marido, que se lo dejase a él. ¿Acaso actuaría la mujer con menos libertad en este segundo caso que en el primero? Este es un error terrible, porque se piensa con muchísima frecuencia que actuar instintivamente, prescindiendo de la razón, es libertad. No, hermanos, nunca podrá llamarse libertad, porque ésta tiene que ver siempre con la razón.

La auténtica libertad, la que reclama lo más hondo del corazón humano, consiste precisamente en la adhesión razonable a la realidad buena, bella y verdadera que se me da, como una sorpresa inaudita, con la vida que he recibido, y recibo en cada instante, de Otro. Ahí está el verdadero reto para la fe: nuestros niños, adolescentes y jóvenes en su mayoría creen, por influencia de la cultura dominante, que son libres cuando escogen lo efímero, lo que apetece, lo que no responde a la realidad buena, bella y verdadera. Y eso se presenta como moderno, y lo que digan los padres, los educadores o la jerarquía de la Iglesia es antiguo y desechable. ¿Cómo vamos a persuadirles de que no he sido yo quien ha creado la realidad, de que no puede darse libertad en el rechazo de esa realidad buena, buena y verdadera que me precede? Pero, ¿estamos los adultos convencidos de ello? ¿Acaso no llamamos también moderno a esa libertad que va contra uno mismo más tarde o más temprano? ¿Creemos de veras que ese tipo de libertad lleva a la soledad brutal a los que no conocen lazo alguno con Dios ni con nadie ni con nada?

Evidentemente, yo no decido darme la vida a mí mismo. ¿Será libertad, entonces, decidir la propia muerte? Pues muchos lo creen entre los católicos y ese es el panorama que se va imponiendo, si no reaccionamos con la libertad de María, la sin pecado. ¿Acaso no será libre la Virgen por no haber pecado? En la lógica del relativismo moral ciertamente que no lo sería. Pero frente a ese panorama de soledad brutal de una libertad mal entendida, el cristianismo —es decir, Dios hecho hombre en las entrañas de una doncella de Nazaret— se nos ofrece a todos y cada uno de los seres humanos como la respuesta desbordante de la suprema libertad, y la posibilidad de una vida que lucha por la bondad, la verdad y la belleza de nuestra vida. ¿Es esto posible o es meta inalcanzable?

María se pone toda entera a disposición del Verbo para que, por Ella, Él pueda llegar a ser carne, carne de su carne, carne de nuestra carne. Ciertamente la Virgen ha sido concebida sin pecado por sus padres y nosotros somos pecadores. Pero cuando este Niño crezca y entregue su carne divina para reconciliar al mundo con Dios, cuando la ofrezca como comida eucarística por todos aquellos que reciban la Palabra con fe, Él introducirá a los que la reciban, y en primer lugar a su Madre, figura primera y punto de partida de la Iglesia, en su propia carne, y será posible ese “sí” de los hombres.

Así que en cada hombre y mujer, en cada generación, sucede el mismo drama o la misma victoria: la del “no” o la del “sí” a una humanidad nueva, que ya conoce el secreto de la auténtica libertad. Desde el “sí” de Abraham a la llamada de Dios al “sí” del buen ladrón adhiriéndose al bien que tenía delante (Jesús que le promete el paraíso), destaca el “sí” de María y el nuestro, para que la esperanza siga llegando al mundo.

En este 150º aniversario de la declaración solemne del beato Pío IX, afirmando la Concepción Inmaculada de la Virgen María y el sentido profundo que tiene para la vida de hombres y mujeres, nos volvemos a la Madre de Dios con las palabras bellas de san Bernardo:

«Se pone entre tus manos el precio de nuestra salvación; en seguida seremos librados si consientes (...). El mundo todo, postrado a tus pies, aguarda con ansia tu respuesta, porque de tu palabra depende el consuelo de los miserables, la redención de los cautivos, la libertad de los condenados, la salvación, finalmente, de todos los hijos de Adán (...). Da pronto tu respuesta. Responde presto al ángel, o, por mejor decir, al Señor por medio del ángel; responde una palabra y recibe al que es la Palabra; emite una palabra fugaz y acoge en tu seno a la Palabra eterna (...)».

Madre del Salvador, Virgen fecunda, Estrella del Mar, ruega por nosotros, pecadores.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid