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Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Año nuevo: paz anhelada

2 de enero de 2005


Publicado: BOA 2005, 21.


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¿Qué decir al inicio de un año nuevo, después de que tan rápidamente se marchó el viejo año? ¿Qué actitud o sentimiento sería bueno tener en el alma en los primeros días de enero? Como es Navidad, como el Verbo se ha hecho carne, Dios está cerca, y la dulcísima palabra, la palabra del amor, encuentra su oído y su corazón en la sala más misteriosa del corazón humano. Es preciso, pues, estar tranquilos, no temer a la noche, pues el Día sin ocaso, Cristo, ha nacido. En todo caso, podríamos comulgar con aquel sentimiento de los cristianos españoles antiguos, que en los primeros días del año celebraban la Misa Caput anni, la Eucaristía de comienzo o cabeza del año, para que el tiempo fuera según Dios.

De lo que se trata es de confiar en el Señor, que nos ama, nos ha llenado con inmensa dignidad a cada uno de nosotros. Somos la más maravillosa creación del Dios Altísimo. ¿Cómo entender, pues, que siga habiendo en el mundo sentimientos de odio, que haya guerras, que no se goce de la paz de Cristo? «¡Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres que gozan de su amor!». Así cantaron los ángeles en la Navidad.

Pero hay que pensar un poco en el significado de la palabra “paz”. ¿No os parece extraño que los ángeles hayan anunciado la paz mientras el mundo está incesantemente azotado por la guerra o por el miedo de la guerra o de la propaganda acerca de la guerra utilizando esta palabra a favor de otros intereses? ¿No os parece que las voces angélicas se hayan equivocado y que la promesa fue una desilusión y un engaño? No hay tal engaño. Reflexionemos sobre cómo habló de la paz Jesús mismo. Dijo a sus discípulos: «Mi paz os dejo, mi paz os doy». Pero Él no entendía la paz como nosotros la entendemos: “No os la doy como la da el mundo”. No se trata, pues, de simplemente desearnos con buena voluntad un feliz año, un año venturoso, no buena salida y entrada. Se trata de empeñarse en vivir la paz.

Ahí está la fuerza del mensaje de Juan Pablo II para la Jornada Mundial de la Paz el 1-1-2005: “No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien” (Rm 12,21) . No se supera el mal con el mal, pues quien así actúa, en vez de vencer al mal, se deja vencer por el mal. El Santo Padre invita a un discernimiento personal y comunitario sobre las cuestiones decisivas del mal, en las que no entran los políticos, y de su influencia dramática en la vida de los seres humanos, y advierte que hay que hacerse cargo, con responsabilidad madura, del bien y de su difusión. La paz hay que considerarla en relación con el bien moral, verla en relación con un principio típico de la doctrina social de la Iglesia: el bien común. Hay que relacionarla también con el uso de los bienes de la tierra y con una referencia muy pertinente a otro gran principio de la doctrina social, el del destino universal de los bienes.

Lean ese mensaje del Papa; merece mucho la pena, pues Juan Pablo II no esconde las razones profundas de la falta de paz en este mundo: «En el centro del drama del mal hay un protagonista: el ser humano con su libertad y su pecado». ¿Quién habla hoy así entre los líderes mundiales? ¿Quién dice que «para afrontar las múltiples manifestaciones sociales y políticas del mal, la humanidad debe conservar el patrimonio común de valores morales recibidos como don de Dios»? Así hay que afrontar los conflictos de África, la peligrosa situación de Palestina, el terrorismo que parece empujar a todo el mundo a un futuro de miedo y de angustia, el drama de Irak que multiplica incertidumbre e inseguridad. ¿Acaso no conseguirían la paz las decisiones políticas de la comunidad internacional para la promoción del desarrollo de los pueblos en una perspectiva ética y cultural proyectada hacia un desarrollo integral y solidario de la humanidad? Pero por ahí no se mueven ni nuestros líderes políticos, ni seguramente cada uno de nosotros.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid