Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Homilía

IX Jornada Mundial de la Vida Consagrada 2005 - Fiesta de la Presentación del Señor

2 de febrero de 2005


Publicado: BOA 2005, 36.


Queridos consagrados, vosotras y vosotros, que vivís el seguimiento de Jesucristo con unas características especiales. Os saludo en esta fiesta del Señor, de su Presentación o dedicación en el Templo de Jerusalén, donde se encuentra con el Pueblo Santo para darle su luz y su gracia y así iluminar nuestro mundo y nuestra sociedad. Recordad que esta fiesta de luz conmemora el nacimiento de Cristo o, mejor, los signos que Él ha mostrado a la humanidad. Es fiesta, pues, cercana a Navidad, Epifanía, a su Bautismo, a la voz del Padre y el revoloteo del Espíritu sobre el Siervo, y a los signos de la boda de Caná.

A cuantos cristianos estamos hoy aquí, que vivimos nuestra vocación cristiana de otro modo, esto es, a los presbíteros seculares, a los fieles laicos, es bueno recordarnos que bajo la expresión “Vida consagrada” quedan comprendidas todas aquellas personas llamadas por el Espíritu al seguimiento total de Jesucristo en medio de la Iglesia y de la sociedad, viviendo apasionadamente la consagración que el Señor hace de ellas. Un recuerdo especial a nuestras monjas de clausura, una forma de vida consagrada que necesita de nuestra atención y nuestro agradecimiento en su existencia silenciosa en los monasterios.

¿Qué llevaría a Juan Pablo II a escoger este día de la Presentación del Señor para que todo el pueblo cristiano orara, reflexionara y diera gracias por la vida consagrada? Parece sencilla la respuesta, al menos a mí: la Presentación/dedicación de Jesús en el Templo en brazos de su madre es modelo de la entrega al Padre de los cielos de miles de hombres y mujeres que, en manos de María y queriendo repetir con Ella su fiat, deseamos entregar del todo nuestra vida a Dios. Es la manera de expresar y reconocer a Dios como origen de nuestra existencia que recuerda, de otro modo, aquel rescate de los primogénitos en el Antiguo Testamento.

Eso sí, la vida consagrada es un don, un gran don. Un don del Señor a su Iglesia y un don muy particular para cada cristiano que es convocado, llamado por Jesucristo, para entregarse a Él en la Iglesia de un modo nuevo. Esta consagración no puede entenderse sin Cristo y su Iglesia, esto es, lo sucedido en la Tierra Santa que llamamos Nueva Alianza, Misterio Pascual. La manera de revelarse Jesucristo supone en los que responden a su llamada un amor esponsal: saberse amado de tal modo que sólo se puede corresponder con un corazón indiviso, virginal. Buscar otro origen u otro fin para la vida consagrada es atrapar aire.

Este amor esponsal conduce a compartir todo con Jesucristo, también su pobreza y su humillación: sólo ama de verdad a Cristo quien, si Él lo pide, elige por amor a Él pobreza con Cristo pobre y humillado y desprecio con Cristo humillado y despreciado. Es el amor esponsal el que explica la elección voluntaria del estilo de vida de Jesús en sumisión y obediencia continua.

Pero este don llega a vosotros ahora, consagrados, por medio de Institutos concretos aprobados por la Iglesia. Pensamos que el Espíritu Santo anda detrás de las personas de vuestros fundadores y en la ratificación de la Iglesia. Vuestra vida se desarrolla normalmente en Iglesias particulares concretas, en las que vivís y mostráis vuestro carisma. Y la Iglesia de Valladolid os necesita, necesita vuestra vida, que no la ocultéis, que la mostréis a los otros cristianos para animarles a ellos a vivir su propia vocación, a anunciarles la esperanza en la Vida, que es vida eterna y vida en este mundo necesitado de Dios y de su amor. Yo estoy persuadido de que la fidelidad a Dios se concreta en la fidelidad a las fuentes originales, en el amor a vuestros fundadores y en las disposiciones que os dejaron, que llamamos Constituciones; pero a la vez estoy persuadido de que esa misma fidelidad no se opone a caminar a la par de la Iglesia particular en que vivís, de sus problemas y necesidades.

Entendemos que el amor esponsal necesita ser alimentado, recreado y revivido cada día. También el de la vida consagrada. Volver a elegir a Cristo con amor preferencial sólo es posible si uno se sabe amado cada día. No puedo concebir la vida consagrada, por ejemplo, sin la Eucaristía como su centro. Sin recibir al Señor, sin escuchar su Palabra, sin participar de su sacrificio, los consagrados pierden el sentido de su existencia. Y su amor, tan necesario, a los demás, y su apostolado es imposible si el que actúa no es Jesucristo y no puede actuar Jesucristo si no hay unión con Él.

Muchas cosas nos apremian en estos momentos: los pobres, los inmigrantes, los marginados, los tristes y solos, los ancianos; su atención y dedicación nos deben apasionar, pero todo ello no es posible sin la oración litúrgica y personal, para reavivar el amor primero, sin la vida comunitaria, para que la ternura de Quien nos dio la vida, la redención, la vocación, pueda llegar hasta estos preferidos del Señor. Tampoco puede olvidarse que seguimos a un Crucificado, y que la cruz, la abnegación propia, los medios ascéticos... sencillamente no pueden olvidarse. El precio sería devaluar el Evangelio.

Hermanos consagrados, sois signos del mundo futuro para los demás. Vuestra vida inicia en este mundo una comunión con la Trinidad, que dilata la capacidad de darse hasta abrazar a todos los hombres, y que apunta al cielo, a la eternidad. Todo vivido en una intimidad que desconoce nuestra sociedad. Mantened ese amor: ¿cómo si no habría alegría y esperanza en el mundo?

Decía don Luis Gutiérrez, obispo de Segovia, en la presentación de este día, que «Apasionarse significa aficionarse sin medida a su profesión; pero significa, sobre todo, compartir la pasión de Cristo en cuanto destino de aquella humanidad santísima asumida por el Verbo en el seno virginal de María, para que fuese oblación del agrado de su Padre... Lo que unifica y da sentido cabal a todos los misterios de la vida de Cristo es su voluntad de entrega generosa a la pasión y muerte, realizada históricamente en el Calvario y presente de modo real en la Eucaristía... Con Él han de compartir los consagrados la ofrenda de su propia existencia, sea dentro de una vida escondida en Cristo, sea en las actividades más arriesgadas. Si ello se hace no como una opción personal, sino en obediencia a la llamada del Señor, la Vida consagrada es un regalo que el Espíritu hace a su Iglesia... Todo el Pueblo de Dios ha de agradecer ese don, ha de custodiarlo y gloriarse de él».

Vuestra vida consagrada es preciosa y somos injustos con vosotros cuando no apreciamos en nuestras comunidades esa vida y vuestras personas. Me gustaría un día que estando vosotros, los consagrados, en esta celebración que mantenemos en la Catedral, fueran muchos más que vosotros los que asistieran a ella, y mostrar así los fieles laicos y los presbíteros seculares ese don de Dios a su Iglesia, a ellos por lo tanto. Que sea grata al Señor la ofrenda de vuestra vida que hoy ofrecemos, con la intercesión de María, junto a los dones para la Eucaristía.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid