Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Pregón

Semana Santa 2005

Pregón de Semana Santa

12 de marzo de 2005


Publicado: BOA 2005, 91.


El segundo libro de Samuel nos narra un episodio de la azarosa vida del rey David. Está su vida atravesando un momento delicado, puesto que su hijo Absalón se ha rebelado contra él, y el rey ha tenido que huir de Jerusalén y refugiarse con su familia en un lugar apartado, mientras que sus tropas fieles luchan contra las de su hijo. Estando sentado David esperando noticias, el centinela, desde un mirador de las murallas, ve a un hombre que venía corriendo solo. Avisa el centinela al rey y David comentó: «Si viene solo, trae buenas noticias». (cf. 2S 18,24-26).

Sr. Alcalde, estimadas autoridades, señor presidente de la Junta de Semana Santa, presidentes y miembros de nuestras Cofradías, Sr. Deán, fieles y amigos de Valladolid, ¿qué noticias traigo yo en esta tarde-noche a cuantos se han reunido en nuestra Catedral para escuchar un pregón? ¿Serán noticias buenas o noticias malas? Dios siempre tiene designios de paz y no de aflicción. Todos ustedes, además, han llegado hasta aquí precisamente a escuchar un Pregón.

Y un pregón es un discurso elogioso en que se anuncia al público la celebración de una festividad y se incita a ese público a participar en dicha festividad. Es más, un pregón se dice en voz alta porque conviene que todos lo sepan. Ciertamente se pregona una festividad, que es a la que se invita a participar; por eso lo pregonado es más importante que el pregón mismo: la Semana Santa y, dentro de ella, el Triduo Pascual de la pasión, muerte, sepultura y resurrección de nuestro Salvador Jesucristo es lo anunciado y lo importante. Curiosamente en ese Triduo, y dentro de la celebración litúrgica, existe un Pregón, que no sólo se anuncia, sino que incluso se canta.

Sí, se canta con alegría desbordante: «Exulten por fin los coros de los ángeles, exulten las jerarquías del cielo, y por la victoria de rey tan poderoso que las trompetas anuncien la salvación / Goce también la tierra, inundada de toda claridad, y... se sienta libre de la tiniebla... / Alégrese también nuestra madre la Iglesia, revestida de luz tan brillante» (Pregón de la Vigilia Pascual). De modo que no hay duda: el pregonero trae buenas noticias; es más, aunque mis palabras sean torpes, traigo la gran noticia: En el año de la Eucaristía, os anuncio que la Semana Santa está ya muy cerca y que Dios nuestro Padre nos permite de nuevo celebrar el Misterio Pascual, el inefable, el siempre sorprendente, el que es nuevo y viejo, el único, el que nunca agotamos por mucho que lo celebremos.

Nuestras comunidades cristianas se disponen ya a la celebración, nuestras cofradías preparan ya todo lo necesario para la gran fiesta. Podemos de nuevo vivir la Liturgia de la Iglesia en nuestros templos, y en ellos y, sobre todo, en nuestras calles y plazas, contemplar nuestros pasos procesionales, impresionante belleza, que sólo la fe cristiana ha podido plasmar y que tan hondamente nos llegan a cuantos vivimos en esta ciudad y a todos los que nos visitan.

Quien hoy os pregona no estaba muy preparado, cuando vino a Castilla, para apreciar el valor de los desfiles procesionales, de modo que fuera un entusiasta. He de confesaros que, como en todas las parroquias rurales, en la que yo nací existían unas procesiones sencillas, con imágenes de poco valor artístico. Aún así recuerdo siempre la celebración de la Semana Santa con su algo tan especial; y tuve la suerte de vivir con estremecimiento las celebraciones litúrgicas de la Semana Santa, incluso antes de la reforma del Vaticano II, del Seminario en el que fui formado, en las que la música y el canto tanto me ayudaron a com-padecer con Cristo y buscar la participación en sus sentimientos. Todo ello supuso para mí una experiencia de Jesucristo y su misterio muy honda, de las que no se olvidan.

Mi vida pastoral en mi primera parroquia supuso un comenzar a ver, ahora con corazón de pastor, el valor de los desfiles procesionales, y entender algo el sentimiento de tanta gente sencilla que ante una imagen de Cristo o de su Madre se estremecían y se sentían cerca de Ella y de su Hijo. En otro periodo de mi vida sacerdotal volví a centrar mi atención mucho más en las expresivas celebraciones de la Semana Santa y menos en las procesiones, sencillamente porque en las parroquias en las que serví no existían. Pero en esa época también tuve ocasión de vivir por dos veces, y como una gracia inmensa de Dios, la Semana Santa nada menos que en Jerusalén, es decir, in situ, en los lugares donde ésta sucedió.

Nunca podré olvidar aquellas vivencias en la ciudad santa: poder ir hasta Betfagé el Domingo de Ramos y entrar en Jerusalén con palmas y ramas de Olivo mezclado con los cristianos árabes; poder bajar hasta Getsemaní el Jueves Santo y orar arrodillado bajo un olivo con la luna llena o a punto de entrar en esa fase; subir en esa noche, atravesando el torrente Cedrón, para llegar hasta donde más o menos estaría la casa de Anás y Caifás o el Sanhedrín donde fue condenado; recorrer las callejuelas de Jerusalén haciendo el Vía Crucis por la ciudad hasta el Gólgota; poder besar el lugar donde pusieron la Cruz o entrar en el Santo Sepulcro, el lugar de la Santa Resurrección de Cristo y venerarlo: toda una experiencia inigualable, sencilla y honda, quizá como la de tantos y tantos peregrinos a lo largo de los siglos, como la de la peregrina Egeria que en el siglo IV visitó Tierra Santa y nos contó lo que vivió. Yo no cambio esos años de mi vida por nada, porque, aunque la experiencia de la pasión y resurrección de Jesucristo pueda ocurrir en cualquier parte del mundo, la tierra de Jesús proporciona un “plus” que ninguna otra tierra puede dar.

Así que, cuando vivo, como es posible hacerlo en Valladolid, momentos, escenas, representaciones que me traen a la memoria ese amor de nuestro Señor Jesucristo, en su pasión, muerte y resurrección, lo agradezco profundamente y quiero vivirlos con pasión. Me parecería un despropósito despreciar, por tanto, nuestras procesiones de Semana Santa sin penetrar en su entraña; también me lo parecería creer que Semana Santa son únicamente sus procesiones, porque atraen a más gente. Cada vez más veo el valor que tiene pasar de las celebraciones litúrgicas de la Semana Santa a nuestros hermosos desfiles procesionales, como su continuación y con un valor religioso indudable. A ello se une la fuerza que tiene la procesión, ese caminar juntos que tiene fuerza en sí mismo y no únicamente como fin de llegar a una meta.

Aquellos que caminan junto a un paso procesional, mezclados y en camino, ritualizando sentimientos de penitencia, súplica y acción de gracias, pueden sentir también lo que les une a cuantos a su lado procesionan, hermanados y, quiera Dios, que implicados en las mismas alegrías y penas. Si, además, las bellísimas imágenes de la Semana Santa vallisoletana nos recuerdan de un modo tan expresivo el amor del Hijo de Dios, que por mis pecados murió y para mi justificación resucitó, ¿es justo no aprovechar el valor que las procesiones tienen?

A fuer de ser sincero, me falta aún tiempo y sedimento para identificarme totalmente con el espíritu cofrade y hay cosas con las que mi alma no vibra con la misma intensidad con la que os veo vibrar a muchos cofrades. Como también comprendo que tanto los que pertenecéis a nuestras queridas cofradías como cuantos se acercan para contemplar con fruición pasos e imágenes en lugares concretos de nuestra ciudad necesitáis estar siempre en guardia, para mantener un sano equilibrio entre Liturgia y procesiones, sabiendo dar a la Misa de Jueves Santo, la celebración de la muerte del Señor el Viernes, la Vigilia en la noche del Sábado Santo al Domingo de Pascua y la Misa Pascual la primacía que indudablemente tienen. Sin el acontecimiento nada es su representación o prolongación plástica.

Pero no os estoy anunciando una fiesta cualquiera; no son siquiera las fiestas patronales, donde el bullicio y la exterioridad es normal que predominen. Estoy pregonando la celebración de unos hechos que sucedieron más o menos entre el año 30 y el 33 d. C., y que todos conocéis, pues los habéis celebrado en numerosas ocasiones, y cuyo contenido podéis leer hoy en los cuatro Evangelios: la pasión, muerte, sepultura y resurrección de Jesús de Nazaret. Considerados como hechos históricos, aunque sean narrados por los evangelistas a la luz de la Resurrección, sucedieron una única vez. Pero justamente la Resurrección de Cristo transformó esos acontecimientos no en simples sucesos históricos, cuya memoria se va difuminando con el tiempo, sino en algo que traspasa el tiempo y el espacio.

«La Resurrección de nuestro Señor Jesucristo —escribe san Agustín— caracteriza la fe cristiana. Que naciera hombre como todo hombre en un tiempo dado, pero también Dios de Dios y Dios fuera del tiempo; que naciera en nuestra carne de muerte, y en la semejanza de nuestra carne de pecado; que se hiciera pequeño, que superase la infancia, que llegase a la edad de hombre maduro y viviera en ella hasta la muerte: todo esto preparaba su resurrección... Si ignoran que nació de una Virgen, sus enemigos, como sus amigos, creen que Cristo nació hombre; sus enemigos, como sus amigos, creen que Cristo fue crucificado y que murió. Pero sólo sus amigos creen en la resurrección. ¿Por qué? El Señor, Cristo, sólo quiso nacer y morir en la perspectiva de su resurrección, y es en ésta donde ha definido nuestra fe».

Algunos pueden pensar que esto de la Resurrección es un mito o un fanatismo; ¡vamos, que nos ha dado por eso a los cristianos! No hay tal, sino que creemos apoyándonos en pruebas concretas que ayudan a nuestra fe. Por esta razón, la Resurrección de Jesús hizo que los sucesos de los últimos días del Nazareno pudieran ser “conmemorados”, es decir, pudieran de nuevo suceder, pues Cristo está ahora entre el tiempo y la eternidad y nos ha dado participación en su vida gloriosa por su Cuerpo resucitado. De modo que los cristianos muy pronto se dieron cuenta de que con los acontecimientos de la Semana Santa sucedía como con la cena de Pascua judía: sí, el Señor había sacado a sus padres de la esclavitud de Egipto, pero ellos también eran de nuevo liberados en esa noche de todo tipo de esclavitud.

La conmemoración nos compromete mucho, pues somos nosotros ahora los que asistimos de alguna manera a ese drama de Jesús y no como meros espectadores, como si de una representación teatral se tratara. Por eso la Semana Santa es nueva cada año; por eso mismo, nuestras procesiones son una estupenda prolongación en calles y plazas de lo vivido en el templo; desconectados ambos elementos, no vividos como conmemoración, estaríamos ante algo vacío de contenido, que se mantendría por inercia o por pura estética.

La pregunta que quema siempre en nuestros labios es: ¿sufre hoy Jesús su pasión, muere hoy Jesús? «La pasión del Señor», escribió san León Magno hace muchos siglos, «se prolonga hasta el fin del mundo». Esa apreciación cambia mucho las cosas. ¿Dónde está agonizando hoy Jesús? En muchísimos lugares y situaciones de los seres humanos, con los que el Hijo de Dios se hizo solidario al encarnarse. Pero fijemos nuestra atención en una sola de ellas: la pobreza. Cristo está clavado en la cruz de los pobres. La primera cosa que deberíamos hacer, pues, al vivir la Semana Santa, es echar fuera nuestras defensas y dejarnos invadir por una sana inquietud: hacer que entren los pobres en nuestra carne.

Con la venida de Jesucristo, con su actitud y sus palabras ante los más desfavorecidos, el problema de los pobres ha tomado una dimensión nueva. Aquel que pronunció sobre el pan las palabras: «Esto es mi cuerpo», las dijo también de los pobres cuando declaró solemnemente: «Conmigo lo hicisteis». Hay un nexo bastante estrecho entre la Eucaristía y los pobres. Pero, ¿qué hay que hacer con los pobres? ¿Qué puedo yo hacer con ellos, que quiero vivir la Semana Santa y salgo en procesión para encontrarme con ese Cristo no sólo esculpido en madera, sino vivo?

Varias cosas; por ejemplo, evangelizarlos, pues ellos tiene también derecho a escuchar la Buena Noticia: «bienaventurados los pobres», y que sepan que Dios les ama; es preciso también amar a los pobres, que significa antes que nada respetarlos y reconocer su dignidad. En ellos brilla —precisamente por la falta de otros títulos y distinciones— con una luz más viva la dignidad radical del ser humano. Por último, socorrer a los pobres, porque hoy no basta con la simple limosna: hace falta la imaginación de la caridad; haría falta una movilización coral de toda la cristiandad para liberar a millones de personas que mueren de hambre, de enfermedades y de miseria. He ahí algunas cosas dignas para honrar la Cruz de Cristo.

¡Qué importante es tener esta mentalidad para vivir con mayor intensidad la Semana Santa! Hay que preparar, pues, nuestra celebración con mimo y con esmero. Recuerdo como algo muy llamativo el apresuramiento de los miembros de las casas judías de algún barrio de Jerusalén la mañana que precedía al “Seder de Pascua” (rito o ceremonia de la cena de Pascua): todo son preparativos para esa cena que se lleva a cabo en todo hogar judío en la tarde-noche de la primera luna llena de primavera. Todo está absolutamente pensado para entrar en esa fiesta de redención, nada se improvisa ni se prepara comenzada ya la cena.

¿Sería desmesurado exigirnos que nuestra preparación para la gran fiesta comprendiera tanto las largas tareas que una Cofradía debe desplegar en estos días cuanto la preparación personal y espiritual de cada uno de nosotros, los que participamos en la Semana Santa? Nuestra fiesta no puede comprender únicamente los aspectos culturales y estéticos que indudablemente tiene: necesita sujetos bien dispuestos que vivan los sentimientos de Cristo en su pasión y su alegría en la resurrección porque ha vencido al pecado y a la muerte.

Y posibilidades nos proporciona la Iglesia en tiempo cuaresmal; y posibilidades ofrecen las Cofradías y los templos en celebraciones de novenas, quinarios y triduos. Y, adentrados ya en los desfiles procesionales, si ha habido esa preparación personal con la Palabra de Dios, la oración, los ejercicios de piedad, la celebración del perdón de los pecados, ¡de qué manera tan distinta se pueden vivir nuestras procesiones y cómo éstas mismas pueden ayudar nuestra vivencia!

Nos invitan al Vía Crucis la Cofradía de la Exaltación de la Santa Cruz en la noche de un viernes tan cercano al Domingo de Ramos en la pasión del Señor. Con Nuestra Señora de los Dolores vamos entrando en el drama de Cristo, que por nosotros va a su pasión, por las calles de las Delicias; el rezo y la expiación comienzan. Al día siguiente, también en la noche, el ejercicio de las Cinco Llagas penetra mejor con la procesión del Santo Cristo, alumbrado por la Cofradía Penitencial de la Pasión, esta vez en el barrio antiguo de nuestra ciudad y la Rondilla. Podemos así penetrar en los sentimientos de Cristo con su cuerpo abierto en cinco llagas, cinco heridas que florecen cada año antes de batir las palmas en el domingo cercano; y penetrar igualmente en los sentimientos de tantos antepasados nuestros que vivieron esta procesión desde antiguo, en comunión de espíritu con monjas de san Quirce, del Carmelo de santa Teresa, de la Concepción, de santa Isabel y santa Catalina, que oran a Cristo herido y aman a los tristes y a los pobres de este mundo.

Celebramos la Eucaristía en la Catedral en la mañana de Ramos; antes hemos bendecido ramos y palmas entrando en el templo como si de Jerusalén se tratara. Tras la celebración, tantos niños de nuestras cofradías y parroquias acompañan a ese primor de paso que es La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén por nuestras calles. Ya he visto en esa procesión no sólo a esos niños con sus hábitos, sino a otros muchos, incluso más pequeños, en brazos de sus padres moviendo sus palmas chiquitas, con sus preciosos ojos que son atraídos por el encanto del día. Jesús en la borriquilla por la plaza Mayor y por Platerías, hasta llegar a la Cruz. ¿Compartiremos con los niños hosannas que llenen no sólo el Domingo de Ramos, sino también el Viernes Santo y la Noche Pascual, para vitorear al León de Judá, Cristo Jesús, que ha vencido?

Si en la tarde de Ramos nos acercamos a Laguna para ver salir de una de sus parroquias al Cristo de los Trabajos o con la Cofradía de las Siete Palabras esperarle en el Paseo de Filipinos, podremos contemplar en la belleza de esta imagen el otro aspecto del domingo In Palmis de Passione Domini: la pasión de Cristo, esa negrura que nuestros pecados produjeron como ofensa al Padre de los cielos que hace presa en Jesús. Esa palabra de la Pasión habla muy elocuentemente.

Comenzamos el Lunes Santo con otra práctica de piedad hecha procesión: el Rosario del Dolor, plasmado en imágenes bellísimas para cada misterio, acompañados de sus respectivas Cofradías. Con Nuestra Señora de la Vera Cruz, fijamos «los ojos en Cristo, (para) descubrir su misterio en el camino ordinario y doloroso de su humanidad, hasta percibir su fulgor divino manifestado definitivamente en el Resucitado glorificado»: he ahí «la tarea de todos los discípulos de Cristo» (Rosarium Virginis Mariae, 9) . Nadie se ha dedicado con la asiduidad de María a la contemplación del rostro de Cristo; aquí vemos su «mirada dolorida, sobre todo bajo la cruz, donde todavía será, en cierto sentido, la mirada de la “parturienta”, ya que María no se limitará a compartir la pasión y muerte del Unigénito, sino que acogerá al nuevo hijo en el discípulo predilecto confiado a Ella» (ibíd., 10), y a ti y mí también acogidos igualmente a su maternal protección. Penetrar con María la inmensidad del amor de Dios al ser humano y sentir toda su fuerza regeneradora es el horizonte al que somos invitados.

Por el portón de la Antigua podemos ver salir, también el Lunes Santo, al Cristo del Olvido con la Cofradía de la Preciosísima Sangre. Es contemplar en la noche de la Valladolid antigua la Buena Muerte. Bueno es contemplar al que así muere; mejor orar para saber bien morir, negocio nada fácil, pero posible desde que Cristo murió del modo que lo hizo: entregando su vida por amor. ¿Quieres aumentar tu fe y tu fortaleza para vivir la virtud, el dolor y la enfermedad? La Cofradía del Cristo del Despojo nos invita a ver a Cristo camino del Calvario, que se encuentra con su Madre en la pasión como la encontrará en su triunfo en domingo: Madre de las Angustias, con su Cofradía titular, que en su dolor contenido y sereno nos das confianza y paz en las tribulaciones en esa noche del Martes Santo. Esa Madre de la Vera Cruz despide a su Hijo, ahora atado a la Columna, que camina hasta Pilarica. Bien atado a la columna, sí, pero innecesariamente atado, porque ese cuerpo doblado por las heridas del flagelo, pero sobre todo por la pena del abandono de los suyos, de nosotros, está bien dispuesto a llegar hasta el final. ¿Alguien es capaz de resistir esa mirada de dolor y de serenidad de Cristo atada a la columna? Pedro no resistió; creo que tampoco nosotros.

Subimos la intensidad en Miércoles Santo: la pasión lo va llenando casi todo y el ejercicio del Vía Crucis tiene especial relieve desde una iglesia penitencial (Jesús Nazareno) a otra (Las Angustias) haciendo estación en la Vera Cruz. Necesitamos ese encuentro con nuestra Señora, para que Ella, en las portentosas imágenes de Gregorio Fernández y Juan de Juni, nos ayude a penetrar en el dolor del que lleva la Cruz a cuestas y está en la agonía con el cántico de la Salve. En esa misma noche, la Cofradía de Jesús Resucitado y Ntra. Sra. de la Alegría nos muestra las lágrimas de san Pedro, y así nos invita al arrepentimiento por nuestras propias negaciones en el seguimiento de nuestro Maestro. Y Jesús sigue perdonando, ya que nada hay que iguale en alegría ese perdón cuando nos reconocemos pecadores y confesamos nuestros pecados. Perdón y Esperanza que se han hecho procesión una hora y media antes desde la parroquia de san Pedro, para recordarnos que ambas cosas necesita nuestra humanidad, de la que formamos parte los vallisoletanos.

Aún en este sentido penitencial podemos acompañar desde san Martín a nuestra Señora en su honda Piedad, mostrando su “Quinta Angustia”. Si acaso nos cuesta volver al Señor, Ella como Madre facilita esta labor en la media noche. A esas horas la Cofradía de las Siete Palabras nos invita también a la paz y la reconciliación; la invitación es a todos, sobre todo donde se rebosa la violencia. Ante ese Cristo que perdona y calla ante las injurias, ¿cómo no ver la incoherencia de no perdonar, si nosotros también injuriamos a otros? Otro Vía Crucis nos proporciona la Cofradía del Santo Sepulcro con el Cristo que consuela. ¿Consuela Cristo? Nadie mejor que Él, aunque su tarea de consolar será irresistible en su resurrección.

Jueves Santo es ya desbordamiento. Tras la Misa Crismal, nos podemos encontrar con el Cristo de la Luz. En él podemos estudiar asignatura tan troncal como el amor fraterno y la caridad sin esperar nada a cambio. Vamos así preparando la Misa en la Cena del Señor, que ardientemente quiere comer con nosotros antes de padecer. Es la Sangre preciosa de Cristo, su amor entregado por nosotros, escenificado en la tarde por varias de nuestras Cofradías; es el amor que llega a hospitales y a hermanos que allí sufren y mantienen su esperanza. La Sagrada Cena, presencia de Cristo, hecho real para nosotros, hecha también imagen y paso por nuestras calles en la tarde del Jueves Santo, nos permite hacer memoria de tantos olvidos del que en cada pascua semanal viene a nosotros, con tantas ausencias.

Pero Jueves Santo en la noche es también Amargura de María, porque será prendido su Hijo, negado por Pedro y el Calvario y la Cruz están muy cerca. ¡Cuántos momentos de silencio y penitencia nos proporcionan las procesiones de esta noche, convertidas precisamente en actos de penitencia! Oración y sacrificio no presenta la Cofradía de la Pasión con las imágenes del Jesús Flagelado y el Cristo del Perdón en su recorrido. ¡Cristo de la Agonía que en peregrinación del silencio recorres nuestras calles! Vosotros, los que en las calles estáis, ¿hay dolor mayor que este dolor? Dolor que anticipa cronológicamente el Santo Entierro incluso pasando al otro lado del Pisuerga, donde nuestra ciudad creció y crece en aquel barrio Girón y en torres donde los vallisoletanos viven su peripecia humana, hermanados con el resto de la ciudad. O ese Cristo Despojado, ese Jesús sin nada, pero que con sus heridas nos ha curado y nos puede curar de desamor, de violencia, de envidia y de rencor, que en la media noche sale de san Andrés en busca de los suyos.

Pero en la noche del jueves al viernes, en las primeras horas del día de su muerte, en el Viernes Santo, ese día denso en dolor, pero también en paz y recogimiento, podemos peregrinar con Cristo Yacente hasta la Cruz del Humilladero en la plaza de san Pablo. Humilladero viene de humildad, humildad sublime de nuestro Señor, que nos da su vida como servicio humilde pero imprescindible para nosotros. Pero podemos también orar en esas primeras horas de la muerte de Cristo con esas imágenes que la Vera Cruz saca a la calle, belleza a raudales por nuestra ciudad, pasos que encandilan nuestra devoción y nuestra fe.

Viernes Santo es día de penitencia y sacrificio, día del Despojo de Cristo. Nada más puede ya darnos; hasta su cuerpo está abierto por nosotros; bien merece nuestra penitencia y que unamos nuestra oración y sacrificio al sacrificio y al amor concreto de Cristo Despojado. La Cruz Desnuda se hace penitencia en el asfalto en torno a la parroquia de los PP. Franciscanos y en la mañana en la que Jesús camina con la cruz en la calle de la Amargura el Vía Crucis nos prende a la devoción y la experiencia del amor de Jesús del Pobrecillo de Asís.

Anuncian la muerte de Cristo y sus últimas palabras para las doce en nuestra Plaza Mayor; todos somos convocados a meditación y a vivencia de los momentos postreros de Jesús, el condenado injustamente, pero el que da su vida; el que debería ser consolado y es el que consuela. La gran plaza se llena de gente, es un Calvario curioso e impresionante, como son las imágenes de Cristo, palabras en madera convertidas, que entran en nuestros espíritus en el drama del que dando un fuerte grito expira ante nosotros.

Somos convocados en la noche de ese viernes por todas las Cofradías a la procesión general, como si quisieran en la tarde de la muerte volver a recordarnos todos los momentos de nuestro Sumo Sacerdote, con cuyas heridas hemos sido salvados del sinsentido y de cuya sangre y agua, que salen de su costado, hemos nacido a la vida nueva, a la vida de Dios, la que merece más la pena. Derroche de belleza que ven los vallisoletanos y que viven e invitan a vivir a cuantos nos visitan. Las imágenes nos proporcionan toda una experiencia religiosa para com-padecer con Cristo, padecer con Él, algo más que un simple emotivismo. Emoción sí hay en la Salve popular en las Angustias, cantada tal vez para alentar el recorrido de la procesión de la Soledad, que poco después aparece, y tras la cual el silencio se apodera de las Cofradías, sólo quebrantado, ya en la tarde del Sábado Santo, para ofrecer a la Santísima Virgen los dolores de los hombres y mujeres de Valladolid y que Ella en abrazo con su Hijo muerto los presente al Padre de los cielos.

¿Todo acaba aquí? En el Sepulcro de Cristo Yacente no acaba la Semana Santa. La Noche Pascual proclama la resurrección de Cristo, su luz de resucitado es repartida y por nosotros recibida: ¡Oh noche dichosa! ¡Oh culpa feliz, que mereció tal Redentor! ¡Oh amor del Padre, que para rescatar a los siervos entregaste al Hijo! ¡Oh noche que sólo tú conociste la Resurrección! ¡Qué enorme farsa sería todo lo vivido en la Semana si Cristo no hubiera resucitado!

De esa vida nueva vivimos, la esperanza es cierta: «Es verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Pedro». De esa verdad vivimos, por esa vida damos la nuestra. Se explica que, tras la Misa de Resurrección, aún procesionemos con Cristo resucitado y la Virgen en su alegría hasta la Plaza Mayor y allí cantemos la Resurrección y nos deseemos paz, la que expresa la palabra Shalom, la que el hombre y la mujer saborearon en el jardín de Edén, ahora gustada en toda su riqueza.

¿Cansa pregonar? No cansa, hermanos. Pero hay que acabar y dirigir nuestra intención a la fiesta que viene. ¿Habré conseguido el propósito buscado? Si así no fuera, tenéis la fiesta, los misterios de la vida de Cristo que nos dieron y nos da nueva vida. Esa oportunidad sigue intacta. Aprovechadla. Vamos a aprovecharla todos.

Cristo vive de nuevo su pasión, muerte y resurrección; Jesucristo anhela que la persona que le ha ofendido o ha ofendido al Padre y a sus hermanos reconozca su pecado y vuelva así a la comunidad de la vida santa. Él es el perdón viviente. Él no sólo ha perdonado la culpa, sino que ha restaurado la verdadera justicia. Ha destruido cuanto de lo más terrible se había acumulado en la humanidad, cargando sobre sus espaldas la deuda que había de pesar sobre el pecador.

Pero no olvidemos: vivimos de la obra redentora de Jesucristo. “Redención” no significa solamente un acontecimiento que sucedió antaño a nuestro favor, sino que constituye, desde entonces, el núcleo mismo de la existencia cristiana. Vivimos de la obra redentora de Jesucristo, pero su forma ha penetrado en nuestra vida de cristianos y debe adquirir en ella un valor práctico. No podemos ser redimidos sin que el espíritu de la redención actúe una vez más en nosotros. No podemos disfrutar de la redención sin contribuir a ella.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid