Cofradía Las Siete Palabras
Luis Javier Argüello García, Vicario de la Ciudad

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Homilía

Semana Santa 2005

Sermón de las Siete Palabras

25 de marzo de 2005


Publicado: BOA 2005, 139.


  • Introducción
  • 1. Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen
  • 2. En verdad, en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso
  • 3. “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego, dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”
  • 4. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
  • 5. Tengo sed
  • 6. Está cumplido
  • 7. Y con un grito, exclamó: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”

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    Aquí estamos. Hemos sido convocados en esta plaza, en este lugar donde se producen encuentros y se entrecruzan transeúntes, caminantes, viandantes, inmigrantes, peregrinos... En este lugar donde tantas noches, sobre todo en fiestas, la plaza se llena de jóvenes que bailan y cantan; en este lugar donde concluyen manifestaciones de ciudadanos que vienen a reivindicar sus derechos o a manifestar cualquiera de sus posiciones.

    En esta plaza, plaza de ciudad, nos encontramos para participar de un diálogo, para incorporarnos, amigos, hermanos, al diálogo último que Jesucristo tiene con su Padre mirándonos a nosotros, el diálogo último que Jesucristo tiene con nosotros, mirando al Padre. Y lo hacemos aquí, en la Plaza Mayor de nuestra ciudad, cuando el mundo en el que vivimos es mayoritariamente urbano y la urbanización, el ser ciudad, es una característica que condiciona nuestra forma de vivir, indica cómo somos, modula nuestra forma de escuchar y también marca cómo miramos estos “pasos” que nos producen emociones y cómo participamos en las celebraciones que hacemos bajo la misma señal de la cruz con la que hemos comenzado este acto.

    Permitidme que quiera leer las Siete palabras, en este comienzo casi del siglo XXI, mirándonos como peregrinos. Viéndonos, en esta mañana, como peregrinos que caminan a otra ciudad, a una ciudad santa, a la Jerusalén que viene de lo alto, a esa Jerusalén donde acontecieron estas Siete Palabras. A esa Jerusalén donde el Calvario, Jesucristo enclavado, tuvo lugar.

    De alguna manera, en esta mañana, en estas 12 del día 25-3-2005, esta plaza es Jerusalén. Pero también esta plaza, plaza de una ciudad del siglo XXI, plaza de un mundo que ha cambiado definitivamente, nos recuerda a otras ciudades que podríamos llamar primordiales, de las que nos habla el libro del Génesis: La ciudad de Henoc, que así la puso Caín, ciudad de muerte y al mismo tiempo de vida, pues Henoc es hijo de Caín. Babel, lugar de la idolatría, lugar de aquellos que tienen nostalgia de la unidad perdida y que la quieren reconstruir en una torre con la que poder robar el fuego a los dioses. Sodoma, ciudad de la solidaridad de la culpa, de la degradación de la condición humana. De alguna manera, en todas las ciudades, en este mundo urbano, urbanizado, todas estas ciudades se mezclan. Así, en nuestra plaza y entre nosotros, transeúntes, viandantes, turistas, ciudadanos, peregrinos, queridos hermanos cofrades, hay algo de Henoc, de Babel, de Sodoma, de Jerusalén..., teniendo todo de nuestra Valladolid.

    Entre el Padre y nosotros, el aliento de su misericordia. Entre el Padre y nosotros las palabras del Cristo, aquel Jesús, bendito Jesús, nuestro querido Jesús, que al ver a las gentes se le conmovieron las entrañas, y fruto de la fidelidad y la ternura de su corazón, derrama sobre nosotros su misericordia en un gesto de amor y en unas palabras que no son palabras últimas de alguien que acaba, de alguien que desaparece, de alguien que ya no está. No son palabras de un final, sino palabras de un comienzo. Palabras que pueden ayudarnos a que sea, de verdad, Pascua; es decir, a que demos un paso, a que avancemos en nuestra vida. No son palabras muertas, sino palabras de vida y vivas.

    Las esculturas, los pasos que tanto nos emocionan, sin duda hablan. Bien lo sabéis vosotros, cofrades que alumbráis los pasos en nuestras procesiones a lo largo de estos días. Y las esculturas, los pasos, nos dicen algo, nos emocionan, nos hacen sentir en el corazón. Pero para que las emociones no sean algo que se lleve el viento, para que las emociones no sean como una noticia del telediario, en el que al lado de una noticia trágica en la que vemos las consecuencias de un maremoto o las víctimas de un atentado o las consecuencias de un accidente de tráfico en una madrugada de domingo, para inmediatamente ver unos anuncios, una película o lo que se tercie, para que las emociones no se las lleve el viento, es preciso que las emociones dialoguen con la razón expresada en la palabra, que las emociones dialoguen con lo que el Cristo nos dice en estas palabras que de alguna manera resumen todo su evangelio.

    Las esculturas dicen, las esculturas pronuncian emociones, pero Jesucristo vivo, en esta mañana en que nuestra Plaza Mayor de Valladolid se hace Jerusalén, nos va a decir Siete palabras de vida, Siete palabras para vivir. Escuchémoslas:

    «El dolor extendido por tu cuerpo, / sometida tu alma como un lago, / vas a morir y mueres por nosotros / ante el Padre que acepta perdonándonos.

    Cristo, gracias aún, gracias, que aún duele / tu agonía en el mundo, en tus hermanos. / Que hay hambre, ese resumen de injusticias; / que hay hombre en el que estás crucificado.

    Gracias por tu palabra que está viva, / y aquí la van diciendo nuestros labios; / gracias porque eres Dios y hablas a Dios / de nuestras soledades, nuestros bandos.

    Que no existan verdugos, que no insistan; / rezas hoy con nosotros que rezamos. / Porque existen las víctimas, el llanto. Amén».

    1. Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen

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    En nuestra plaza se entrecruzan Babel y Jerusalén. Entre nosotros hay habitantes de Henoc y de Jerusalén.

    Babel y su torre, un prodigioso signo de la ambición humana que quiere ocupar el lugar de Dios. Los habitantes de aquella Babel rehúsan la misión divina, confiada a la humanidad de someter la tierra y cultivarla para hacer un diseño propio de mundo. La confusión de lenguas obliga de nuevo a la dispersión y el mundo es como un conjunto de islas en el que en cada una de ellas aparecen culturas, hablas, sentires, religiones diversas.

    Podríamos decir que la ciudad del siglo XXI, la ciudad en la que se agrupan habitantes, venidos de tantos pueblos, la ciudad, que acoge hoy inmigrantes con otras culturas, sentires, hablas, cantos, rezos, reúne la dispersión en medio de sus plazas y de sus calles. Babel expresa esa enfermedad idolátrica que llevamos en el corazón, que de alguna manera termina siempre encerrándonos en soledades que, a fuerza de querer construir uniformidad, nos hace caer en tentaciones totalitarias. La dispersión y la reunificación en las ciudades Babel de nuestro mundo, de nuestro tiempo, son un reto.

    En estas Babel del siglo XXI, a veces, se quiere imponer el bien por la fuerza, la paz por la violencia y la comunión por el conformismo y la mentira. Pero en esta Babel emerge Jerusalén, en esta Babel aparece el amor reconciliador de la cruz clavada en Jerusalén, aparece el cuerpo de Cristo golpeado, triturado por nosotros que grita: «¡perdónales!», que expresa el amor a todos, incluso a los enemigos, a los que le golpean, a los que le condenan, a los que le ejecutan. Y así sí que es posible una reconciliación. Sí que es posible reunirnos en la diversidad, abrazarnos en lo distintos que somos. Encontrarnos en una palabra que nos reconcilia, en un cuerpo que nos abraza, en una voz que nos dice esa palabra que nos parece imposible: Perdón.

    Imposible perdonar. Cada cual tiene en su corazón aquella persona que nos ha hecho lo imperdonable, aquella situación que nos ha planteado lo indecible. Pero, a veces, amigos, reconozcámoslo, es más difícil perdonarnos a nosotros mismos; aunque, a menudo, disfracemos la falta de perdón de vida superficial, de risas cómplices, de muecas...

    Pero ahí esta: «¡Padre, perdónales porque no saben lo que hacen!»... Creen que subiendo a la babel de su autonomía, creen que subiendo a la babel de su autosuficiencia, en esa torre, van a encontrar la unidad perdida.

    Nuestra plaza, de alguna forma, es también Henoc, fundada por Caín, nombre del hijo de Caín y por ello signo de vida, pero al mismo tiempo ciudad marcada por la venganza. Uno de los descendientes de Caín y de Henoc, Lámek, se atrevió a decir: «Yo maté a un hombre por una herida que me hizo y a un muchacho por un cardenal que recibí. Caín será vengado 7 veces, mas Lámek lo será 70 veces 7».

    Y en Henoc aparece Jerusalén, aparece Jesucristo, hermanos, Aquél que nos dice que hay que perdonar 70 veces 7, Aquél que nos dice que es posible perdonar siempre, porque Él, en la cruz, antes de morir, a los mismos que le están ajusticiando les dice: «Perdónales ...», e incluso añade eso que parece una exculpación: «no saben lo que hacen». Como quizás nos ocurra, deslumbrados por las seducciones de la sociedad del bienestar, por los avances, por los progresos, benditos en tantos aspectos, de lo que llamamos civilización técnica, podemos cegarnos, cegar el hondón del alma y no descubrir las posibilidades increíbles del perdón, del amor.

    Porque, ante la muerte, ante la muerte violenta, se buscan tantos remedios, se buscan tantas transformaciones de leyes, se buscan tantas medidas, se convocan tantos instrumentos de seguridad... y, sin embargo, el instinto de muerte no desaparece del corazón humano. A veces, decimos: esperemos a ver si la civilización técnica logra arreglarnos este problema, a ver si es posible que la ciudad, entre Henoc y Jerusalén, deje de ser jungla.

    Pero en Jerusalén el maestro, el Señor, se ha hecho esclavo, y al mal le responde con el misterio de la cruz; a la muerte, a todas las muertes, a cada muerte y especialmente a las muertes violentas, que tanto nos confunden, que tanto nos entristecen, que tanto nos enrabietan, Jesucristo responde con el misterio de la cruz y en ese madero, en ese leño por el que nos ha llegado la salvación dice: «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen».

    Pidamos Perdón, hermanos, pidamos perdón en esta plaza por nuestros pecados públicos, por nuestros pecados históricos, porque aquí en esta plaza, seguro, ha habido situaciones de injusticia. Recordemos, incluso, aquellos autos de fe del siglo XVI, expresión de quien en nombre de la verdad quiere anteponer una legítima búsqueda y defensa de la verdad a la vida misma, al Señor mismo.

    Los acontecimientos de la plaza pública, que son siempre los hechos de la vida política, económica, de la vida social de nuestra ciudad —ahí está el Ayuntamiento—, nos hablan de nuestros pecados políticos, de nuestras injusticias estructurales, de nuestros pecados de omisión, de nuestra falta, hermanos, de caridad política, de nuestra falta de defensa de los derechos de los débiles ejerciendo nuestros derechos ciudadanos. Lo que la Doctrina Social de la Iglesia llama la caridad política.

    Peleas entre hermanos. Pidamos perdón por nuestros pecados familiares, por nuestros pecados en nuestras propias casas, por nuestras desavenencias y conflictos, incluso con las gentes que más queremos. Peleas entre hermanos, asesinato de Caín, que surgen de la desobediencia, de no querer realizar el plan de Dios, este bendito plan que en la primera palabra se nos ha dicho: «perdónales porque no saben lo que hacen».

    Jesús se dirige al Padre, pero nos mira a nosotros. Mirémosle a Él, para luego mirarnos entre nosotros y al mirarnos... perdonarnos. Porque Él se dirige al Padre, porque nosotros, que somos hijos, hemos dejado de ser hijos para ser esclavos. ¡Hemos, Padre, dejado de ser hijos para ser esclavos!, ¡han dejado de ser hermanos para ser enemigos! Pero, si hemos sido creados para ser hijos y hermanos, no podemos estar a gusto así. Está vuelto a nosotros, sus hijos. Está vuelto a nosotros desde el Padre y nos ofrece, hermanos, la misericordia.

    Oremos para poner fin a esta palabra con unas pensamientos de un gran católico del siglo XX recientemente fallecido, el italiano D. Giussani, fundador de Comunión y Liberación:

    «Jesús se dirige a nosotros, nos sale al encuentro preguntándonos una sola cosa: no “¿qué has hecho?”, sino “¿me amas?”. Hace falta un poder infinito del cual podemos recibir y obtener la alegría. Porque un hombre, cuando es consciente de toda su pequeñez, se alegra frente al anuncio de esta misericordia: Jesús es misericordia. Él ha sido enviado por el Padre para hacernos saber que la esencia de Dios tiene una característica suprema hacia el hombre que es la misericordia».

    Hermanos de Las Siete Palabras que alumbráis al Cristo de los Trabajos, que acompañáis a este Cristo de los desprecios («perdónales porque no saben lo que hacen»). Hermanos cofrades de la Pasión de Cristo, que procesionáis el Cristo de las cinco llagas y el Cristo del Perdón; decid conmigo, repetid en el silencio del corazón esta oración de la Liturgia de la Iglesia:

    «Cristo padeció por nosotros, / dejándonos un ejemplo / para que sigamos sus huellas.

    Él no cometió pecado / ni encontraron engaño en su boca; / cuando lo insultaban, / no devolvía el insulto; / en su pasión no profería amenazas; / al contrario, / se ponía en manos del que juzga justamente.

    Cargado con nuestros pecados, subió al leño, / para que, muertos al pecado, / vivamos para la justicia.

    Sus heridas nos han curado».

    2. En verdad, en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso

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    ¡Paraíso!, qué palabra, cuántas resonancias nos trae, cuántos sueños, cuántas búsquedas, cuántos ensayos, cuántos errores, cuántos encuentros.

    Nuestra plaza en este diálogo de ciudades, en este mundo en el que la ciudad marca el estilo de las formas de vida, en el que, especialmente, las grandes ciudades reúnen la pluralidad de las culturas; esta ciudad tiene también algo de Sodoma, que es el símbolo de la corrupción, de la autodestrucción de la dignidad humana; que es el símbolo de la solidaridad en el mal, el símbolo de nuestra complicidad en las estructuras de pecado del mundo. Aquí también nos decimos: “no es posible vivir de otra manera”.

    El sistema económico marca las reglas del juego. Las pautas de felicidad señaladas por tantos y tantos símbolos de este mundo nos indican cuál es el camino de la felicidad, esa felicidad añorada que nos reúne a todos, que creyentes y no creyentes, cofrades y no cofrades, que hombres y mujeres de cualquier lugar del mundo anhelamos: la felicidad, el paraíso.

    De alguna manera, la Sodoma que surge desde las alcantarillas de nuestras calles y plazas nos grita: “no es posible vivir de otra manera”. Tenemos que hacer esto y aquello, andar con la lengua fuera, caminar de aquí para allá, porque, si no tienes dinero, no eres nadie y si no alcanzas este puesto en la vida, no logras apuñar la felicidad que mendigamos.

    ¿No es posible vivir de otra manera? «En verdad, en verdad te digo que hoy, hoy, estarás conmigo en el Paraíso». Jesús está ante dos hombres, Jesús está ante dos ladrones. «Hoy estarás conmigo en el paraíso». Pero los hombres, aquellos como nosotros, se han cerrado al amor. No se dan cuenta de que empalman, de que empalmamos las cadenas de dentro y las de fuera. Nos quejamos del sistema económico que deslocaliza nuestras empresas, que nos somete a trabajos precarios, que nos impone, incluso a cambio de grandes sueldos, de mucho dinero, formas de vida, formas de pensar, criterios de libertad, modos de felicidad, maneras de amar; y criticamos tantas veces y nos metemos con estructuras, instituciones, ambientes que nos rodean, pero no caemos en la cuenta de que, muchas veces, ¡siempre! todas las cadenas de fuera que aprisionan el mundo, que empobrecen el mundo, que matan a tantos hombres y mujeres en este mundo, empalman con las cadenas del corazón.

    Porque ¿cómo podría sostenerse un sistema económico basado en el lucro, si no reconociéramos en nuestro corazón la ambición y la avaricia?

    ¿Cómo podría sostenerse un sistema político asentado a escala mundial en la voluntad de poder, si no reconociéramos en el hondón del alma la ambición de ser el primero, de estar más arriba, de dominar, de mandar, de que nuestros criterios y opiniones triunfen?

    ¿Cómo criticar un sistema cultural cuyo capital simbólico surge entre los medios de comunicación, los ídolos deportivos o los protagonistas de los grandes conciertos musicales, enlazados a través de la publicidad con tantas y tantas de las empresas transnacionales que conforman las formas de vida del mundo, si no reconociéramos en nuestro corazón que la propuesta de bienestar, que las propuestas de placer y de seducción que se nos hacen empalman muy bien con los latidos del corazón?

    Ya lo decía aquel Concilio que a algunos, los más jóvenes, os puede parecer muy antiguo y que sin embargo sólo tiene 40 años. Dice el Santo Concilio Vaticano II:

    «En verdad, los desequilibrios que sufre el mundo moderno —leemos— están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre. A fuer de criatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente, sin embargo, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior. Atraído por muchas solicitaciones tiene que elegir y renunciar. Más aún, como enfermo y pecador, querría hacer lo que no quiere y deja de hacer lo que querría llevar a cabo. Por ello siente en sí mismo la división que tantas y tan graves discordias provoca en la sociedad».

    «... ante la actual evolución del mundo, son cada día más numerosos los que se plantean o los que acometen con nueva penetración las cuestiones más fundamentales: ¿qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos hechos, subsisten todavía? ¿Qué valor tienen las victorias logradas a tan caro precio?» (Gaudium et spes, 10) .

    «Hoy estarás conmigo en el paraíso». El paraíso. La propuesta de libertad, de alegría, de amor, de felicidad que el Señor nos hace frente a los falsos paraísos de pensamientos únicos, o de propuestas llamadas “políticamente correctas”, que van como entretejiéndonos, incluso en las sociedades libres del Norte de este planeta, en sutiles totalitarismos de jaula de goma. Sí, la jaula ya no es de barrotes de hierro, no vivimos en dictaduras, pero a veces los barrotes son de goma y parece que se estiran y parece que nos dejan ensancharnos y movernos como queremos; pero, en realidad, es una jaula de goma en la que la propuesta de libertad, de amor y de felicidad o hace juego con el mobiliario o no es permitida.

    Uno de los malhechores le ha contemplado de cerca y se ha conmovido su corazón y el corazón del Cristo. Uno de aquellos se siente pecador y se acoge al rostro de la misericordia: «En verdad, en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso».

    Hoy es una palabra fuerte y nueva, resonó en el hoy del pesebre, en el hoy de la sinagoga, en el de la curación de los pobres, en el hoy de la acogida de Zaqueo. Y hoy, a ti y a mí, a vosotros hermanos, a los que deambuláis por la plaza, a los que estáis sentados, a los que escucháis la palabra o sentís la emoción del Paso, hoy el Señor nos hace una propuesta de libertad, nos hace una propuesta de conversión.

    La conversión es, dice Guillermo Rovirosa en el libro El primer santo: Dimas el ladrón, «el pasar de: “¡Ah, si todos fueran como yo!” al: “¡Ah, si yo fuera como Cristo!”».

    Si en medio de las cofradías, cuando aparecen las disputas entre vosotros, cuando sois noticia en las vísperas de la Semana Santa, dijeráis con Guillermo Rovirosa, en vez de “¡ah, si todos fueran como yo, si todos pensaran como yo, si todos hicieran caso a lo que yo planteo...”, si dijéramos: “¡ay, si yo fuera como Cristo!”.

    Amigos de la cofradía de Jesús Atado a la Columna, que tenéis en vuestra sede al Cristo de la Humildad. Amigos de la cofradía de Jesús Resucitado y Nuestra Señora la Virgen de la Alegría, que paseáis las Lágrimas de san Pedro, uníos conmigo a los sentimientos de Jesús: «Padre, aquí estoy por ellos, quiero que donde yo estoy estén también ellos conmigo, que todos sean uno. Que se sientan queridos, que no se sientan esclavos. Que se sienten a tu mesa, que se encaminen por tus sendas. Haz brillar tu rostro sobre ellos».

    Terminamos esta palabra con esta oración de la liturgia ambrosina: «Te has inclinado sobre nuestras heridas y nos has curado dándonos una medicina más fuerte que nuestras llagas, una misericordia más grande que nuestra culpa. Y así, en virtud de tu invencible amor, incluso el pecado ha servido para elevarnos a la vida divina».

    3. “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego, dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”

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    Todos queremos amar y ser amados, todos queremos ser felices, pero al mismo tiempo experimentamos como un obstáculo, una dificultad. El obstáculo mayor para vivir la comunión, para vivir el amor, la amistad, la fraternidad, es la incapacidad que el ser humano tiene para salir de sí mismo hasta el punto de amar al otro, olvidándose de sí.

    El otro, tarde o temprano, incluso hasta el ser más querido, es presentido como peligroso para mí, si no se somete a lo que yo quiero, a lo que yo soy. Cuando nos dejamos llevar por este vértigo de la desconfianza, por este vértigo de cerrarnos en nosotros mismos, por el vértigo de la propuesta que está en la plaza pública, la propuesta de ser hombre y mujer, que es el individualismo, no estamos lejos de hacer verdad lo que dijo un pensador del siglo XX: «el infierno son los otros».

    Y sin embargo Jesucristo nos dice: La felicidad son los otros. «Madre, ahí tienes a tu hijo; hijo, ahí tienes a tu madre».

    No es posible vivir, sino religados, no es posible vivir, sino relacionados. De nuestra religación con Dios, por eso somos religiosos, porque estamos unidos, religados a quien es la fuente de la vida, nace la religación entre nosotros. Realmente podemos decir que somos una unidad dual, que somos de alguna manera como la Trinidad santa, uno y tres, que no nos podemos explicar, sino en relación, en los diversos polos que la antropología nos enseña: somos cuerpo y espíritu, somos hombre y mujer, somos individuo y sociedad.

    Se encuentran en nuestra plaza pública, como en las plazas de todos los lugares de la tierra, como si se tratase de un campo de juego, realizando una partida dramática, dos concepciones antropológicas: la concepción dominante, que es una propuesta antropológica del individualismo, y la propuesta antropológica que tenemos ahí, en la Cruz: Jesucristo, la madre, el hijo, la relación, la complementariedad, la reciprocidad de lo que somos: hombres y mujeres, personas y sociedades, cuerpos y espíritus.

    En el campo de juego de la plaza están estas dos antropologías. En Henoc, en Babel, en Sodoma apareció la antropología del individualismo, la antropología de volverse uno sobre sí mismo, de quererse justificar uno siempre a sí mismo, de pensarnos autosuficientes. En Jerusalén, en el Calvario, en la comunidad que se reúne en torno al Cristo Jesús, aparece la verdad de lo que somos, aparece que somos relación, que somos comunión, no como un añadido o segundo momento del yo, sino constitutivamente relación. No podríamos decir “yo”, si alguien no nos hubiera convocado a la vida, si alguien no nos hubiera llamado a la existencia; por eso es tan importante, en medio de este campo de juego, buscar la genuina relación entre lo masculino y lo femenino, no queriendo reducirnos en una especie de cultura andrógina en la que se disuelven las diferencias, en la que parece que sólo somos un complemento externo; buscar la relación entre persona y sociedad, para no arrojarnos a una propuesta de libertad individualista, ni plantearnos unas relaciones sociales en las que se anule el camino de la libertad.

    El utilitarismo es una civilización basada en producir y disfrutar; es una civilización de las “cosas” y no de las “personas”; una civilización en la que las personas se usan como si fueran cosas. El proyecto del utilitarismo está basado en un proyecto de libertad orientado con sentido individualista; o sea, una libertad sin responsabilidad, una reivindicación de derechos sin asumir los deberes, una antítesis del amor, de la entrega que aquí vemos:

    ¡Madre, entrégate al hijo!, ¡hijo, entrégate a la madre!, aprendiendo de la entrega del Cristo, que se entrega por los demás, para los demás, haciendo posible que surja, que brote la civilización del amor.

    La propuesta de persona que en el final de la época moderna se ha centrado en el individuo que canta la libertad, esta bendita libertad que la modernidad nos ha dado, tiene, sin embargo, amigos, un reto: poner en diálogo libertad y verdad, poner en diálogo libertad y bien común; poner, en definitiva, en diálogo tú y yo, encontrarnos en relación, sabernos en comunión. Cuando la libertad prescinde de la verdad entra en un vértigo en el que siempre terminamos en experiencias de Henoc o muerte, de Babel o idolatría, de Sodoma o degradación, en la complicidad del pecado.

    ¿Quién puede negar que la nuestra es una época de gran crisis, que se manifiesta ante todo como profunda “crisis de la verdad”? Crisis de la verdad significa, en primer lugar, crisis de conceptos. Los términos “amor”, “libertad”, “entrega sincera” e, incluso, “persona”, “derechos de la persona”, “matrimonio”, ¿significan realmente lo que por su naturaleza contienen? Por eso es tan importante el esplendor de la verdad.

    Atrevámonos a plantearnos la relación entre libertad y verdad. Jesucristo nos expresa la verdad del hombre. Ha dicho Poncio Pilato «He aquí el hombre» ¡el hombre! Ecce Homo. Ese Ecce Homo que procesionáis es el hombre, el hombre en relación, Hijo del Padre, y su amor con el Padre es tan fuerte que nos regala el fuego del Espíritu Santo. Esa relación que nace en cada una de nuestras familias, esposos, padres, hijos, hermanos, expresa la verdad de lo que somos. Es algo previo a cualquier ideología, a cualquier pensamiento; es un dato de la vida, un dato de la biología que se hace palabra de verdad, huella de su autor, referencia del Creador.

    En la plaza pública existe el combate, la antítesis entre el individualismo y el personalismo comunitario y relacional. El individualismo supone un uso de la libertad por el cual el sujeto hace lo que quiere, estableciendo él mismo “la verdad” de lo que le gusta o le resulta útil. No admite que otro “quiera” o exija algo de él en nombre de una verdad objetiva o del bien común. No quiere “dar” a otro, basándose en la verdad; no quiere convertirse en una “entrega sincera”. El individualismo termina siendo siempre, lo quiera o no, egocéntrico y egoísta.

    Por eso, «mujer, ahí tienes a tu hijo; hijo, ahí tienes a tu madre».

    Hermanos de la santa Vera Cruz, que lleváis el Lignum Crucis y procesionáis a Nuestra Señora de la Santa Vera Cruz. Cofrades de Las Angustias, que lleváis al Cristo en la Cruz y procesionáis a Nuestra Señora de las Angustias. Hermanos de la Cofradía de La Piedad, que alumbráis al Cristo de la Cruz a María y a La Quinta Angustia; decid conmigo la oración de la tradición latina de María junto a la Cruz: «Stabat mater dolorosa juxta Crucem lacrimosa, dum pendebat Filius...»

    «Estaba la Madre dolorosa junto a la Cruz, llorosa, en que pendía su Hijo. / Su alma gimiente, contristada y doliente atravesó la espada. / ¡Oh cuán triste y afligida estuvo aquella bendita Madre del Unigénito! / Ea, Madre, fuente de amor, hazme sentir tu dolor, contigo quiero llorar. / Haz que mi corazón arda en el amor de mi Dios y en cumplir su voluntad».

    4. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

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    Jesús se dirige ahora al Padre en un grito. Seguramente sea esta la palabra central de las Siete Palabras. El grito con el que Jesús se dirige al Padre expresando el desgarro de su corazón, la angustia de su alma y al mismo tiempo la confianza que le embarga.

    Padre, la mesa común no la quiere nadie. El Reino, que en tu nombre he proclamado, de la mesa compartida, de la familia reunida, no lo quiere nadie. No lo quieren los ricos, porque tienen que compartir; no lo quieren los pobres, porque quieren ser ricos, no lo han querido los discípulos, porque querían compartir sin perder y sin morir.

    «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Y en esta oración, en este grito de Jesús, se hacen un eco todos nuestros gritos, todas nuestras experiencias de abandono, todos aquellos momentos en que parece que se nos funden los plomos de la vida: soledades, dolores, muertes, fracasos, tristezas. Muchos de los que habían seguido a Jesús dicen: «esto no tiene futuro, le han cogido, ha subido al madero, está a punto de morir, ¡vayámonos!» E incluso le niegan, le traicionan y se esconden y viven como si no le hubieran conocido, como si Dios no existiera.

    «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» dice Jesús al Padre, pero lo dice sintiendo en su corazón nuestro abandono. ¡La mesa común no la quiere nadie!. El perdón encuentra un límite tan pronto, ante los golpes y las culpas, ante la agresividad y la negatividad. «Pero, Padre, si viven como si Dios no existiera, si a veces entran en los templos o llevan los hábitos o cantan las coplas, pero luego en la vida de cada día viven como si tu no existieras, como si hubiéramos muerto, yo aquí y tu ahí».

    Escuchad estas palabras de Juan Pablo II que ponen nombre al abandono que se vive hoy en Europa:

    «Esta palabra se dirige hoy también a las Iglesias en Europa, afectadas a menudo por un oscurecimiento de la esperanza. En efecto, la época que estamos viviendo, con sus propios retos, resulta en cierto modo desconcertante. Tantos hombres y mujeres parecen desorientados, inseguros, sin esperanza, y muchos cristianos están sumidos en este estado de ánimo.

    Entre los muchos aspectos indicados con ocasión del Sínodo sobre Europa, quisiera recordar la pérdida de la memoria y de la herencia cristianas, unida a una especie de agnosticismo práctico y de indiferencia religiosa, por lo cual muchos europeos dan la impresión de vivir sin base espiritual y como herederos que han despilfarrado el patrimonio recibido a lo largo de la historia.

    En el Continente europeo no faltan ciertamente símbolos prestigiosos de la presencia cristiana, pero éstos, con el lento y progresivo avance del laicismo, corren el riesgo de convertirse en mero vestigio del pasado. Muchos ya no logran integrar el mensaje evangélico en la experiencia cotidiana; aumenta la dificultad de vivir la propia fe en Jesús en un contexto social y cultural en que el proyecto de vida cristiano se ve continuamente desdeñado y amenazado; en muchos ambientes públicos es más fácil declararse agnóstico que creyente; se tiene la impresión de que lo obvio es no creer, mientras que creer requiere una legitimación social que no es indiscutible ni puede darse por descontada.

    Esta pérdida de la memoria cristiana va unida a un cierto miedo a afrontar el futuro. La imagen del porvenir que se propone resulta a menudo vaga e incierta. Del futuro se tiene más temor que deseo. Lo demuestran, entre otros signos preocupantes, el vacío interior que atenaza a muchas personas y la pérdida del sentido de la vida.

    Se está dando una difusa fragmentación de la existencia; prevalece una sensación de soledad; se multiplican las divisiones y las contraposiciones. Entre otros síntomas de este estado de cosas, la situación europea actual experimenta el grave fenómeno de las crisis familiares y el deterioro del concepto mismo de familia, la persistencia y los rebrotes de conflictos étnicos, el resurgir de algunas actitudes racistas, las mismas tensiones interreligiosas, el egocentrismo que encierra en sí mismos a las personas y los grupos, el crecimiento de una indiferencia ética general y una búsqueda obsesiva de los propios intereses y privilegios. Para muchos, la globalización que se está produciendo, en vez de llevar a una mayor unidad del género humano, amenaza con seguir una lógica que margina a los más débiles y aumenta el número de los pobres de la tierra.

    En la raíz de la pérdida de la esperanza está el intento de hacer prevalecer una antropología sin Dios y sin Cristo. Esta forma de pensar ha llevado a considerar al hombre como “el centro absoluto de la realidad, haciéndolo ocupar así falsamente el lugar de Dios y olvidando que no es el hombre el que hace a Dios, sino que es Dios quien hace al hombre. El olvido de Dios condujo al abandono del hombre”, por lo que, “no es extraño que en este contexto se haya abierto un amplísimo campo para el libre desarrollo del nihilismo, en la filosofía; del relativismo en la gnoseología y en la moral; y del pragmatismo y hasta del hedonismo cínico en la configuración de la existencia diaria”. La cultura europea da la impresión de ser una apostasía silenciosa por parte del hombre autosuficiente que vive como si Dios no existiera.

    De esta cultura forma parte también un agnosticismo religioso cada vez más difuso, vinculado a un relativismo moral y jurídico más profundo, que hunde sus raíces en la pérdida de la verdad del hombre como fundamento de los derechos inalienables de cada uno» (Exhortación Apostólica Ecclesia in Europa, 7, 8 y 9) .

    «Pero, Padre, si viven como si Tú no existieras», «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»

    Es un grito, un grito que atraviesa nuestras plazas, un grito que empalma nuestro Valladolid con Jerusalén, nuestro Valladolid con tantas y tantas situaciones. Pero, hermanos, en su abandono, en su grito, nuestras lágrimas están en su rostro.

    Es un rostro de amor crucificado que nos provoca al asombro, que nos provoca, más aún, al espanto, a cerrar la boca y caer de rodillas.

    Hermanos de La Preciosísima Sangre, que acompañáis al Cristo del Olvido y al Cristo de la Preciosísima sangre. Cofradía del Cristo de los Artilleros, que procesionáis al Ecce. Hermanos de la Hermandad de Jesús Nazareno que rezáis al Cristo de la Agonía y alumbráis al Santo Cristo del Despojo; decid conmigo esta oración de la gran Vigilia Pascual a la que todos estamos convocados:

    «Qué asombroso beneficio, Padre, el de tu amor por nosotros. Qué incomparable ternura y caridad; para rescatar al esclavo, entregaste al hijo. ¿de qué le serviría al hombre haber nacido si no hubiera sido rescatado? Demos gracias al Padre porque nos ha hechos capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz. Él ha pasado del dominio de las tinieblas y nos ha hecho entrar en el reino de su hijo querido, en el que tenemos la liberación, el perdón de los pecados».

    5. Tengo sed

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    Es la historia santa la que se resume en esta palabra de Jesús: «Tengo sed»; ya en Nazaret, a lo largo de sus treinta años allí; ya en el Templo, cuando fue por primera vez a Jerusalén y dijo aquello: «¿no sabíais que debía ocuparme de la casa de mi Padre?». En Getsemaní, donde anoche le acompañábamos diciendo: «Padre, que no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres». Tiene sed su cuerpo, su cuerpo que se desangra, sed su cuerpo maltratado y mal herido... pero, sobre todo, su corazón. Su corazón tiene sed de hacer la voluntad del Padre. Su corazón tiene sed de darnos a beber el agua de la vida. Su corazón tiene sed de conectar con la sed de cada uno de nosotros. ¿Cómo, amigos, anunciar el Evangelio, este Evangelio, que nos presentan estos Pasos de una manera tan increíble, sin conectar con los deseos más profundos del corazón humano, sin conectar con el corazón?

    Evangelizar en este final del tiempo moderno, en este comienzo del tiempo nuevo, es evangelizar la libertad; es evangelizar este deseo profundo del corazón humano y ayudarnos y ayudar a nuestros contemporáneos a caer en la cuenta de que la libertad se descifra, cuando se descifra en amor, y que, cuando libertad y amor se encuentran, brota la alegría, la alegría que buscamos.

    La sed del corazón sólo descansa en Dios. El deseo de plenitud y de eternidad es propio del corazón humano, pero, cuando “lo eterno” desaparece de nuestro horizonte vital, la sed no parece poder calmarse y deambula de resaca en resaca. En nuestro tiempo, cerrado a la vida eterna, la historia, en cierto sentido, se repite sobre sí misma, como en círculo, generando un aburrimiento mortal que es preciso divertir...

    En la base del utilitarismo ético que nos invade, está la búsqueda constante del “máximo” de felicidad: una «felicidad utilitarista», entendida sólo como placer, como satisfacción inmediata de la sed del individuo, por encima o en contra de las exigencias objetivas del verdadero bien. Esta libertad desligada es la antítesis del amor que constituye el secreto de lo que somos. Entramos así en el núcleo mismo de la propuesta evangélica sobre la libertad. La persona se realiza mediante el ejercicio de la libertad en la verdad de lo que la persona es. La libertad no puede ser entendida como facultad de hacer cualquier cosa. Libertad significa entrega de uno mismo, es más, disciplina interior de la entrega. En el concepto de entrega no está inscrita solamente la libre iniciativa del sujeto, sino también la dimensión del deber, esa llamada que surge de la atenta escucha de la verdad que brota de las relaciones que nos constituyen.

    «Tengo sed» dice Jesús, tengo sed de poder evangelizar en esta tierra, en esta hora. Tengo sed de poder hacer llegar mi Evangelio a los latidos más profundos del corazón humano: a la libertad, al amor, a la alegría. En realidad este «tengo sed» de Jesús conecta con las palabras, con esos latidos de su corazón que nos ha regalado en el Padrenuestro:

    «Tengo sed de que venga el Reino», como cuando dijo Maranata (‘que venga tu Reino’). «Tengo sed de que se haga tu voluntad» que se haga en la tierra como en el cielo, Amén. «Tengo sed, Padre, de que tu nombre sea glorificado».

    Hagamos nuestra, amigos, la sed de Jesús diciendo también en el corazón: «Maranata-tengo sed del Reino»; diciendo en el corazón: «Amén-tengo sed de que se haga tu voluntad»; diciendo en nuestros labios: «Abba-tengo sed de encontrarme, de reconocer a Dios como Padre».

    Amigos de La Sagrada Cena, que acompañáis al Jesús de la Esperanza. Cofrades de La Oración del Huerto, que alumbráis el paso del mismo nombre. Hermandad del Cristo de la Luz, que sacáis por las calles de Valladolid, para que las alumbre, al Cristo de la Luz. Repetid conmigo en el corazón la oración de otro gran creyente; un creyente de los tiempos modernos que próximamente va a ser beatificado, el Hermano Carlos de Foucauld, que expresa así la sed del corazón de Jesús:

    «Padre mío, / me abandono a Ti. / Haz de mí lo que quieras. / Lo que hagas de mí te lo agradezco, / estoy dispuesto a todo, / lo acepto todo. / Con tal que Tu voluntad se haga en mí / y en todas tus criaturas, / no deseo nada más, Dios mío.

    Pongo mi vida en Tus manos. / Te la doy, Dios mío, / con todo el amor de mi corazón, / porque te amo, / y porque para mí amarte es darme, / entregarme en Tus manos sin medida, / con infinita confianza, / porque Tú eres mi Padre» (Carlos de Foucauld).

    6. Está cumplido

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    Es el cumplimiento de todo lo que la Escritura había dicho. Es el cumplimiento de la misión de Jesús, llevando el agravio hasta el extremo, bebiendo el vinagre, acogiendo hasta el último insulto de los que estaban haciendo burlas en torno a las cruces.

    En el cumplimiento del tiempo, la misericordia se revelará como amor, mientras que ahora, mientras vivimos en el tiempo, sometidos a las dificultades, a las inclemencias, a los problemas, a los conflictos, en la historia del hombre el amor debe desvelarse ante todo como misericordia y actuarse como tal. Misericordia, esa palabra imposible que reúne en los labios de Jesús toda palabra de verdad, de justicia y de perdón. Nosotros, a veces, sabemos perdonar, pero, si la injusticia se mantiene, las situaciones problemáticas volverán a rebrotar. Nosotros, a veces, construimos la justicia, pero si la justicia se construye desde una propuesta de poder que no reconoce la verdad, la injusticia, sembrada en el fondo, rebrotará. El amor, en nuestro tiempo, debe revelarse como misericordia y actuarse como tal.

    El programa mesiánico de Cristo ha llegado hasta el final, está cumplido. Ha bebido el vinagre, ha soportado los golpes y las culpas, ha acogido los insultos, ha bebido los salivazos. Este programa mesiánico de Cristo es programa de misericordia, de verdad, justicia y perdón, que se convierte así en programa para nosotros, su pueblo, en programa para la Iglesia.

    Y está presente ya, aquí, en el Misterio. Suspendido entre el cielo y la tierra, es para nosotros puerta de entrada en un camino de misericordia, porque, hermanos, Jesucristo, que muere en la Cruz, resucita de entre los muertos.

    Si este Crucificado, que alumbráis, queridos hermanos cofrades, fuera de verdad el Mesías, el enigma resuelto de la historia, el Cordero que rompe el séptimo sello con el que el libro de la historia parece definitivamente cerrado...

    Si de verdad Jesucristo, aquel que nos dijo «amaos unos a otros como yo os he amado», el que nos ha dicho «perdonaos hasta setenta veces siete», el que nos propone que pongamos la otra mejilla, el que nos invita a que compartamos no sólo el manto, sino el manto y la túnica. Si Jesucristo y sus palabras fuera de verdad el Hijo de Dios...

    Lo digo así para hacerme cercano a la debilidad de fe que reconozco en mi corazón como en el vuestro. Porque nuestra fe es débil, porque somos creyentes frágiles, tenemos que acercarnos a Jesús después de haber bebido el vinagre de la injusticia del mundo para decirle: «¡Señor, auméntanos la fe! y haznos creer que de verdad eres el Cordero que quita el pecado del mundo; el Cordero que rompe el séptimo sello; el Cordero que abre un camino nuevo en la historia; el camino que nos enseña la verdad sobre el hombre, la verdad sobre Dios, la verdad sobre la libertad, sobre el amor, sobre la alegría».

    La Iglesia cree y así lo expresa el Santo Concilio que dice: «En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación.

    El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre.

    Cordero inocente, con la entrega libérrima de su sangre nos mereció la vida. En Él Dios nos reconcilió consigo y con nosotros y nos liberó de la esclavitud del diablo y del pecado, por lo que cualquiera de nosotros puede decir con el Apóstol: “El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20). Padeciendo por nosotros, nos dio ejemplo para seguir sus pasos, y además abrió el camino con cuyo seguimiento la vida y la muerte se santifican y adquieren nuevo sentido.

    Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma sólo de Dios conocida, se asocien a este misterio pascual.

    Este es el gran misterio del hombre que la Revelación cristiana esclarece a los fieles. Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta oscuridad. Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu: ¡Abba!, ¡Padre!» (Gaudium et spes, 22).

    Hermanos y especialmente hermanos cofrades, hermanos creyentes, hermanos que hacéis la señal de la cruz, no sólo por fuera, sino en el corazón: ¡Pongamos los ojos en Él!, aunque esté tapado ahora por los plásticos. Pongamos los ojos en Jesucristo. Es preciso confesar en la plaza pública no sólo el día de viernes santo, sino en los días corrientes, ordinarios, los días de trabajo, los días laborables, los días de conflicto, los días de manifestación, los días de fiestas, de encuentros, de reivindicaciones, de felicitaciones. Hay que confesar que Él es nuestro Señor, el hijo de Dios y el hijo del hombre, el Mesías del mundo, la esperanza de la humanidad y su único Maestro.

    Él es el Pastor, el pan de la vida, nuestro Pontífice y nuestra víctima, el único mediador entre Dios y los hombres, el salvador de la tierra, el que ha de venir, el rey del siglo eterno.

    Es el que declara que nosotros somos sus llamados, sus discípulos, sus apóstoles, sus testigos, sus ministros, sus miembros vivos entrelazados en el inmenso y único Cuerpo que Él encabeza y sostiene. Sólo Él, total y definitivamente Él, en el pesebre y en la Cruz.

    La Iglesia, hermanos, tiene que romper con los ídolos, dejar de idolatrarse a sí misma para poner los ojos sólo en el Señor, para así poderlos poner después gratuitamente en el mundo, en los rostros de los hombres y en las lágrimas de los pobres.

    Nada que no suponga el reconocimiento absoluto de la primacía del Señor y la fidelidad total a Él y a su Espíritu, puede conducirnos a buen fin.

    La Iglesia no está para poner una viga en las tapias ruinosas del final de la modernidad, ni para poner un nuevo papel más sobre el papel ya envejecido de nuestros propios programas, planes y proyectos.

    La Iglesia necesita un éxodo que solamente puede hacer poniéndose de rodillas bajo su Señor y así transparentar el rostro amado de Jesucristo a favor del mundo.

    Hermanos de la cofradía la Exaltación de la Cruz, que alumbráis el Cristo de la Buena Muerte y el Cristo de la Exaltación de la Cruz. Hermanos del Cristo del Despojo, que alumbráis a Nuestra Señora de la Amargura en este momento en el que ha visto beber vinagre a su Hijo. Repetid conmigo estas palabras del Apocalipsis dirigidas al Cordero que rompe el séptimo sello, al cordero que quita el pecado del mundo, al Cordero que vence al Dragón y a su Bestia, el Cordero que se abre paso en medio de todos los imperios:

    «Eres Digno... Eres digno, Señor, Dios nuestro, / de recibir la gloria, el honor y el poder, / porque tú has creado el universo; / porque por tu voluntad lo que no existía fue creado. / Eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos, / porque fuiste degollado / y con tu sangre compraste para Dios / hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; / y has hecho de ellos para nuestro Dios / un reino de sacerdotes, / y reinan sobre la tierra. / Digno es el Cordero degollado / de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, / la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza».

    7. Y con un grito, exclamó: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”

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    «Se cubrieron de luto los montes / a la hora de nona. / El Señor rasgó el velo del templo / a la hora de nona. / Dieron gritos las piedras en duelo / a la hora de nona. / Y Jesús inclinó la cabeza / a la hora de nona.

    Hora de gracia, / en que Dios da su paz a la tierra / por la sangre de Cristo».

    Padre, es la palabra que Jesucristo nos regala, en realidad es la palabra que resume las Siete palabras . ¡Padre!, ¡Padre!, digámoslo al tiempo que el reloj nos recuerda la una de la tarde, las doce del tiempo solar. ¡Padre!, ¡Padre!

    ¡No se os ocurra ya jamás sentiros esclavos, que sois hijos, que tenemos un Padre que nos regala la libertad en el Hijo entregado como esclavo! ¡No se os ocurra jamás sentiros extraños, sentiros enemigos, que sois hermanos!, porque Jesús nos ha regalado esta Palabra, no para decirla sólo en los labios, sino para expresarla en el corazón, para abrazarla en las manos, para trabajarla con nuestro cuerpo. No se os ocurra sentiros extraños, que sois hermanos. ¡No se os ocurra sentiros enemigos, que sois hijos del mismo Padre!

    «Levantaron sus ojos los pueblos / a la hora de nona. / Contemplaron al que traspasaron / a la hora de nona. / Del costado manó sangre y agua / a la hora de nona. / Quien lo vio es el que da testimonio / a la hora de nona.

    Hora de gracia, / en que Dios da su paz a la tierra / por la sangre de Cristo. Amén».

    Contemplemos al que traspasaron, bebamos de su costado del que manan el agua y la sangre de la vida. Demos testimonio como aquel hombre que ya, en el silencio del Cristo, pronunció nuestra primera palabra: la palabra, hermanos, que hemos de decir cuando Él calla: «Verdaderamente este es el hijo de Dios».

    Hermanos de la Cofradía del Descendimiento y del Santo Cristo de la Buena Muerte. Hermanos de la Cruz Desnuda, hermanos que procesionáis a Cristos Yacentes y a Cruces Desnudas. Hermanos de el Santo Entierro, de el Santo Sepulcro, que alumbráis al Cristo del Consuelo y el domingo a la Virgen de la Alegría. Por el madero ha llegado la alegría al mundo entero, porque verdaderamente el que muere en la Cruz es el Hijo de Dios. Decid conmigo este canto de la liturgia de las Horas:

    «En esta tarde, Cristo del Calvario, / vine a rogarte por mi carne enferma; / pero, al verte, mis ojos van y vienen / de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza.

    ¿Cómo quejarme de mis pies cansados, / cuando veo los tuyos destrozados? / ¿Cómo mostrarte mis manos vacías, / cuando las tuyas están llenas de heridas?

    ¿Cómo explicarte a ti mi soledad, / cuando en la cruz alzado y solo estás? / ¿Cómo explicarte que no tengo amor, / cuando tienes rasgado el corazón?

    Ahora ya no me acuerdo de nada, / huyeron de mí todas mis dolencias. / El ímpetu del ruego que traía / se me ahoga en la boca pedigüeña.

    Y sólo pido no pedirte nada, / estar aquí, junto a tu imagen muerta, / ir aprendiendo que el dolor es sólo / la llave santa de tu santa puerta. Amén».

    Y decimos juntos la oración de Jesús antes de recibir la bendición de manos de nuestro Arzobispo: Padre nuestro...

    Luis Javier Argüello García, Vicario de la Ciudad