Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Homilía

Muerte del papa Juan Pablo II

Misa en sufragio
por el papa Juan Pablo II

5 de abril de 2005


Publicado: BOA 2005, 113.


Fácil es de entender que la muerte del papa afecte profundamente a un obispo, sucesor él también de los apóstoles, pero vinculado al sucesor de Pedro por lazos teológicos y afectivos; me afecta sobre todo la muerte de Juan Pablo II , con el que tantas veces me he encontrado, cuyo magisterio ha sido para mí luz en los años que he vivido como obispo, y por cuya voluntad recibí la ordenación episcopal. Los lazos afectivos, pues, refuerzan precisamente que el papa sea el vínculo supremo visible de la unión y de la comunión de la Iglesia universal con las Iglesias particulares o diócesis.

El papa Juan Pablo II ha muerto y ahora lloramos su muerte. Pero lo hacemos en la paz y en la esperanza que nos da Cristo, el Redentor del hombre, que ha querido la existencia de la Iglesia, sin cuya presencia ésta no existe. Pedimos también al Señor que acoja al Santo Padre en su gloria, en la gracia completa; que acoja, sí, su persona, su vida, su obra apostólica, su amor sacrificado en ese bellísimo y definitivo encuentro con Cristo, el que ha vencido a la muerte y al pecado, sobre todo al pecado de injusticia. En los últimos años, el Papa no ha ocultado su vejez venerable, su enfermedad, al ofrecer por la Iglesia hasta el último momento de su existencia. Ha muerto con la dignidad del que cree en Jesucristo, de modo lúcido, dando a la muerte el amén que ésta tiene en el misterio cristiano. Demos gracias a Dios por su testimonio.

Tal vez sea ahora el momento adecuado de entender la decisión de Juan Pablo II de no renunciar a su ministerio papal. Dirigir la Iglesia no es dirigir una multinacional, he leído en algún diario. Es servir a la comunidad de los creyentes y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. ¿Y cómo se miden, cómo se rentabilizan el servicio y el amor? ¿Quién puede saber y garantizar cuál y cómo es su mayor eficacia? Las manifestaciones que expresaban la conveniencia de que «el Papa se retirara a descansar» indican un desconocimiento de quién es el Sumo Pontífice en la Iglesia. «El papa está en la Iglesia, es un miembro cualificado de ella: vive de ella y para ella. Ninguna forma de existencia cristiana ni ningún ejercicio de autoridad en ella pueden olvidar las realidades cristianas que las fundan y a las que sirven. El papa está al servicio de la Iglesia. Ésta, a su vez, es el resultado de la revelación de Dios al mundo por Jesucristo, cuyo evangelio de la paz es el principio de una existencia nueva para los hombres, que resulta de la participación en la conciencia y en el ser mismo de Dios, tal como Él se la ha comunicado en Jesucristo» (O. González de Cardedal, El País, 30-5-2002).

Pero en esa vida iniciada por Jesucristo en su resurrección hay un destello de la vida eterna ya aquí en este mundo. A la luz de todo esto, entendemos que el papa sea elegido en la Iglesia para que asuma la responsabilidad suprema de velar por la memoria de Cristo, por el anuncio de su Evangelio, por la comunidad de los creyentes, por la paz y la esperanza absoluta que de ese Evangelio de derivan para los hombres.

Sólo quien crea en la perenne presencia de Cristo en su Iglesia, con la acción iluminadora y defensora del Espíritu Santo, puede comprender la confianza absoluta que se le otorga al papa, al fin un hombre débil, sometido al tiempo como todos los demás; y sólo quien confía totalmente en la presencia de Cristo, como el papa, puede entregar la vida totalmente, aunque envejezca. Claro que Juan Pablo II podía haber renunciado, pero si no lo ha hecho, eso es tan bello, libre y digno de respeto como cualquier otra decisión e incluso más, por lo que tiene de entrega total.

En realidad, escuchando a Juan Pablo II, y viendo su vida, algo se ha removido dentro de nosotros, lo confesemos o no. Es la nostalgia de una vida iluminada por el Espíritu, en medio de un mundo que nos empuja a la búsqueda de una felicidad puramente hedonista y utilitaria. Es la nostalgia de Dios que anida en todos nosotros. Al fin y al cabo, la consecución del bienestar material nos hace naufragar en un mar de insatisfacciones. La soberbia contemporánea creyó matar a Dios, como quien borra algo demasiado lejano, sin saber que al matar a Dios estábamos matando una parte de nosotros mismos que nos completaba, pues nuestra naturaleza no puede entenderse sin esa vocación de espiritualidad. Y de esa nostalgia nos ha hablado Juan Pablo II constantemente.

Creemos que así ha agradado el Papa a Dios, y Dios lo ha amado. Dice la Escritura en la primera lectura: «Madurando en pocos años, llenó mucho tiempo» (Sb 4,13). ¿Son muchos o pocos años los que Karol Wojtyla ha sido aquél en quien ha vivido Pedro? Dios lo sabe y Él es soberano y quien por medio del Espíritu dirige la Iglesia. Nosotros acatamos su voluntad y le agradecemos la persona de este Papa. «Como su alma era agradable a Dios, lo sacó aprisa de en medio de la maldad» (Sb 4,14).

Lo que sorprende en el papa Juan Pablo II es su magnitud. Su actividad ha sido asombrosa, pues apenas es creíble, si uno no lo ha visto, lo que ha hecho en estos casi veintisiete años: gobierno de la Iglesia, viajes, discursos, atención a muchedumbres incontables, atención también a la complejidad del mundo, intervención en el examen de sus problemas, escritos doctrinales de extraña profundidad. ¿Cómo es posible hacer todo esto?

Creo que todavía no hemos entendido lo que es capaz de hacer un hombre o una mujer si se dejan llevar del Espíritu Santo de Dios (segunda lectura), como hijos verdaderos de Dios. Juan Pablo II ha vivido, también como papa, el espíritu de hijo adoptivo que le ha hecho clamar tantas veces: «¡Abbá!» (Padre). ¡Qué capacidad le ha dado el Espíritu de Jesucristo a este Papa! Los trabajos no han pesado para él, pues siempre ha confiado en la plena manifestación de los hijos de Dios. En efecto, podemos gemir, se puede trocear nuestro organismo, pero poseemos las primicias del Espíritu y sabemos que llega la redención también para nuestro cuerpo.

Juan Pablo II, en la que ha sido la última etapa de su vida, ha escrito una encíclica sobre la Eucaristía; ha declarado el Año de la Eucaristía y ha programado un Sínodo de Obispos sobre la Eucaristía. ¿Será que ha querido subrayar de dónde viene la fuerza a los cristianos? ¿Será que ha experimentado él mismo en toda su profundidad que la carne del Hijo del Hombre es la verdadera comida y su sangre es la verdadera bebida? ¿Nos estaría diciendo con ello que la Eucaristía como alimento nos garantiza que Él, Cristo, habita en nosotros?

Muchos creemos que Juan Pablo II ha sido un papa con un alma profundamente religiosa, mística, que es lo que debe ser un papa. Basta haber visto cómo rezaba el Papa en su capilla privada antes de celebrar la Santa Misa. Y ahí está la explicación de su inmensa actividad y de sus peculiaridades. Estamos un poco cansados de explicaciones puramente sociológicas, políticas o ideológicas sobre la actividad del Papa, cuando en uno de sus libros, por ejemplo, lo dedicó casi exclusivamente a hablarnos de su vocación sacerdotal, sin apenas alusiones a su Pontificado. Ahí está también la razón de ese otro hecho: Juan Pablo II ha suscitado, sí, entusiasmo, pero igualmente una dosis de impaciencia, irritación y hasta hostilidad en otras personas. Según un pensador católico, lo que ha sucedido es que «ha habido muchas gentes que han vivido con la esperanza de asistir a una debilitación del cristianismo, por lo menos del catolicismo, a una disolución o resquebrajamiento, sin advertir que ha pasado por incontables crisis mucho más graves. Hace dos decenios, la aparición de Juan Pablo II hizo que se desvanecieran esas esperanzas» (Julián Marías, diario ABC, 23-5-2000).

Creo de verdad que uno de los grandes servicios de Juan Pablo II ha sido hacernos ver que se puede ser cristiano católico siendo perfectamente moderno, alejando de la fe católica ese sentimiento de inferioridad, como si la fe en Cristo fuera algo pasado. Juan Pablo II ha propuesto en su pontificado la regeneración de la fe frente a un catolicismo que comenzaba a perder la confianza en sus posibilidades intrínsecas; que se resignaba a que la fe quedara como mero factor cultural, ético o estético, y a que la Iglesia se diluyera anónimamente entre los poderes de la sociedad sin un aportación específica, sin darnos cuenta de que la misma fe en Cristo Salvador da certeza, seguridad y confianza en el futuro, porque afecta profundamente al ser humano, que es el camino primero de la Iglesia. Este ha sido un enorme servicio del Papa, que han agradecido sobre todo los jóvenes. Con toda energía él ha subrayado que la misión de cualquier cristiano, a pesar de sus debilidades y pecados, consiste en identificarse con Cristo y eso no pasa de moda, pues no hay fe sin un trato personal con el Señor, el siempre joven, vivo en su Iglesia.

Si quisiéramos sintetizar en pocas palabras los rasgos primordiales del ministerio del Papa en estos casi veintisiete años, tendríamos que hablar de la defensa de la persona, la no nacida y la naciente, la pletórica de juventud y la que se agosta en la vecindad de la muerte; también la libertad de los aprisionados por regímenes políticos de izquierdas o de derechas, o por los fundamentalismos religiosos; e igualmente la verdad que funda al hombre y, liberándolo de la mentira, le abre al Eterno, a su misterio personal y al prójimo. De ahí su defensa de los pobres de este mundo, de su apoyo a una globalización de la solidaridad, que por el desarrollo les saque de su pobreza severa. A muchos no les ha gustado que el Papa defendiera todo esto, como tampoco su total rechazo de cualquier guerra. Y obsesión suya ha sido identificar y realizar al hombre y la mujer como seres morales. Ha repetido, por ello, que no todo poder político, científico o técnico funda una legitimidad moral.

Pero no es hora de balances. Ha muerto el Papa, que como todo cristiano necesita nuestra oración ante el Padre y por quien en esta noche ofrecemos lo mejor que tenemos, la Eucaristía. Oremos, pues, por Juan Pablo II, testigo de Jesucristo, pastor que nunca se rindió en su servicio a la Iglesia. Que Dios le premie sus desvelos y su afán de predicar el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo. Os pido también que oréis por la Iglesia del Señor, y que os sintáis ahora más hijos de la Iglesia, que está unida cuando ora por el que ha sido sucesor de Pedro, y que sabe que Cristo no la abandona, pues Él es el Salvador y el Redentor, y quien nos acompaña y fortalece nuestra fe por medio del Espíritu Consolador, el Paráclito, que hace siempre las cosas nuevas. Mucho consuelo dan aquellas palabras que el viejo profeta dijo hace tantos siglos: «Algo nuevo va naciendo, ¿no lo notáis?» (Is 43,19). Seguro que Juan Pablo II nos exhortaría con parecidas palabras. Con María, la Madre, del Señor esperamos una nueva efusión del Espíritu. Que así sea.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid