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Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Primero de mayo

1 de mayo de 2005


Publicado: BOA 2005, 207.


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Este año el primero de mayo es cita de varias celebraciones. Al caer en domingo y estando en Pascua, la celebración del día del Señor tiene las características conocidas del tiempo litúrgico fuerte más importante del año: renovación de la salvación de Cristo, nueva vivencia de su presencia resucitada recibida en el Bautismo, promesa del Espíritu Santo, que como Paráclito nos da la fortaleza para la lucha cristiana por el bien, la verdad y la fraternidad, etc. Pero también en este sexto domingo de Pascua se celebra la pascua del enfermo con un cuidado de la comunidad cristiana sobre sus enfermos, que muestra la cercanía de Cristo por ellos.

El primero de mayo, naturalmente, es día de celebración y de reivindicación de los trabajadores; celebración porque el trabajo es algo necesario no sólo para sostener, por ejemplo, a una familia, sino también posibilidad de cada persona de saberse útil y de colaborar en el avance de nuestra sociedad. Los grupos cristianos de pastoral obrera, los movimientos apostólicos que tienen como fin llevar el Evangelio al mundo obrero, aprovechan estos días para sensibilizarse más y sensibilizar al pueblo cristiano, a los grupos parroquiales, de los problemas que lleva consigo el trabajo y la falta del mismo, y tratan de acercarse lo más posible a los colectivos de personas de nuestra sociedad que lo están pasando mal. El primero de mayo tiene, sin duda, que ver con la dignidad de las personas, por unas condiciones de trabajo no precario y, en estos momentos, por prevenir los accidentes laborales, que se cobran vidas humanas. La siniestralidad laboral afecta, lógicamente, a los cristianos, a su ética coherente de la vida, que se basa en la tradición bíblica y eclesial sobre el carácter sagrado de la vida y sobre la responsabilidad que nos incumbe proteger, defender, promover y mejorar como don de Dios.

Me viene a la memoria, de nuevo, la figura señera de Juan Pablo II, que no dudó en subrayar desde el principio de su ministerio petrino que «el hombre actual parece estar siempre amenazado por lo que produce, es decir, por el resultado de sus manos y más aún por el trabajo de su entendimiento, de las tendencias de su voluntad» (Redemptor hominis, 15). Por eso, frente a la colosal máquina de producción y consumo, constituida en principio de la organización social, sin tener en cuenta otros factores, Juan Pablo dirá: «¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha merecido tener tan gran Redentor».

Es tanto como decir que hay un evangelio del trabajo, en el cual se da la prioridad del trabajo sobre el capital, del bien común sobre el privado. Ese trabajo que se convierte Juan Pablo II en un concepto de la antropología cristiana, esto es, en el modo como la fe cristiana considera al hombre y la mujer trabajadores. El trabajo, por ello, debe recuperar entre los cristianos, que lo deben ofrecer a quienes no comparten nuestra fe, su sentido originario, en el designio de Dios; recobra así su sentido cuando el hombre, en uso de su libertad, utiliza su razón para someterse a la voluntad de Dios y a la realización de ese designio.

Creo que merece la pena en el horizonte de la fiesta del primero de mayo recordar las palabras que Juan Pablo II escribió en su encíclica Laborem exercens: «La actividad humana, así como procede de la persona, se ordena a la persona. Pues ésta, con su acción, no sólo transforma las cosas, sino que se perfecciona a sí misma. Aprende mucho, cultiva sus facultades, se supera, se trasciende... La persona vale más por lo que es que por lo que tiene» (n. 26).

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid