Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Homilía

San Juan de Ávila 2005

10 de mayo de 2005


Publicado: BOA 2005, 220.


Mis queridos hermanos sacerdotes. Este presbiterio se reúne a hacer memoria de un gran sacerdote, cuya luz de santidad y sabiduría se proyecta todavía con mucha fuerza en nuestras vidas. Celebramos, además, con gozo las bodas de oro y plata sacerdotales de algunos de entre nosotros. Felicidades. Saludos cordiales también a los seminaristas y a los fieles laicos que nos acompañan.

En cualquier reflexión sobre el sacerdocio cristiano, hay que comenzar por recordar que el verdadero y único sacerdocio del Nuevo Testamento es Jesús. Él, como Hijo, está cerca del Padre, lo conoce, conoce su voluntad, tiene acceso a la intimidad de su Padre. Como hombre verdadero, Jesús vive su humanidad con el amor universal de Dios. Y ese amor le hace mediador, sacerdote, salvador de todos los hombres. Ese sacerdocio Cristo lo consuma en la cruz. El fruto de su sacerdocio es la resurrección, la propia y la resurrección como puerta abierta a la vida de todos los hombres que crean en Él.

Jesús instituye el sacerdocio traspasando su propia misión sacerdotal a los apóstoles, a la vez que pone los fundamentos de la Iglesia. La institución del sacerdocio forma parte de la constitución de la Iglesia. De generación en generación, por medio de la sucesión apostólica, se ha ido transmitiendo en la Iglesia este encargo de Jesús que hoy tenemos nosotros conjuntamente, en comunión con el colegio episcopal y bajo la autoridad del papa Benedicto, obispo de Roma y sucesor de Pedro. Así que aquí y ahora somos depositarios de aquella misma misión apostólica. Pero eso significa, entre otras cosas, que no por méritos propios, sino por vocación divina, somos parte importante de su Iglesia. Sigue siendo verdad que de nuestra respuesta y de nuestra fidelidad dependen muchas cosas.

Ciertamente las dificultades del momento nos plantean muchos interrogantes; pero las dificultades para vivir nuestro sacerdocio nos deben inducir a una mayor autenticidad. Creo que necesitamos esa autenticidad y una mayor dedicación. Queremos acertar en nuestra vivencia y misión. Creo que para ello no hay procedimientos más seguros que revivir el mismo itinerario de los apóstoles.

Todo lo que queramos hacer en el ejercicio de nuestro ministerio tiene que comenzar por vivir sinceramente en la intimidad con el Señor. Tenemos que ser capaces de dejar de verdad las demás cosas: tenemos demasiadas cosas, aficiones, propósitos, personas, pasatiempos; debemos dejarlo todo para formar parte de los íntimos del Señor, de los que viven con Él, de los que escuchan asiduamente su Palabra y aprenden los ejemplos de su vida. ¿Cómo está nuestra intimidad con el Señor, la que nos llevó y nos debe llevar a la consagración a Él? Los fieles deben notar en nosotros que somos los que tenemos una relación especial con Cristo en la celebración, en el trato con Él.

Desde la vida de intimidad con el Señor, por medio de la oración y del estudio, tenemos que buscar la comprensión de su Palabra, hacernos con su mensaje, saber lo que Él quiere decir hoy a nuestros hermanos, en este contexto, en este mundo, en medio de las dificultades que muchos de ellos encuentran para creer en el Padre, para vivir santamente las obligaciones del matrimonio, de la educación de los hijos, de las obligaciones profesionales y laborales.

De manera especial tenemos que esforzarnos para fortalecer la fe de nuestros hermanos, hasta recuperar el esplendor de una vida cristiana santa. Podemos aplicarnos legítimamente las palabras de Jesús a Pedro, de forma proporcionada y por analogía: «Tú, cuando estés fortalecido en la fe, confirma en la fe a tus hermanos». Ésta debe ser nuestra principal preocupación apostólica, hasta mostrar el camino de la fe a tantos hermanos alejados o que no han llegado nunca a formar parte de la comunidad cristiana. Pero es preciso no pensar en el desaliento ni pensar que todo se debe a nuestras fuerzas y a nuestras iniciativas.

Porque la pregunta es: ¿oramos, hermanos, o hemos dejado de ser hombres de oración? ¿Pedimos ardientemente al Señor que guíe y bendiga nuestras actividades pastorales? ¿Cómo conseguir el estilo y la manera de proceder del corazón sacerdotal de Cristo sin oración, sin trato con Él?

Mirad qué preciosas palabras de san Juan de la Cruz, que tanto se parecen a otras del Maestro Ávila: «Adviertan los que son muy activos, que piensan ceñir al mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios, dejado aparte el buen ejemplo que de sí darían, si gastasen siquiera la mitad de ese tiempo en estarse con Dios en oración. Cierto, entonces haría más y con menos trabajo con una obra que con mil, mereciéndolo su oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ella; porque de otra manera, todo es martillar y hacer poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces daño. Porque Dios os libre que se comience a envanecer la sal, que, aunque más parece que hace algo por de fuera, en sustancia no será nada, cuando está cierto que las buenas obras no se pueden hacer sino en virtud de Dios». (Cántico Espiritual-B. Anotación para la Canción 29).

Con el mismo espíritu del Señor que vino a salvar lo que estaba perdido, tenemos que salir al encuentro de los que dudan de su fe, de quienes no vienen a la Iglesia. No podemos quedar tranquilos con mantener lo que tenemos. No lo mantendremos, por otro lado, si a la vez no buscamos la manera de llevar el Evangelio de la bondad de Dios a los que se acercan a nosotros o a los que nosotros salimos al encuentro; y junto al Evangelio de la bondad de Cristo, el Evangelio de la verdad de nuestra fe. Ciertamente hemos de tener siempre claro que nuestro ministerio no es un ministerio para condenar sino para salvar, para comprender, para ayudar, para ofrecer la salvación con sencillez, con claridad, con perseverancia, con verdad que también es amor.

En nuestra labor pastoral es indispensable que respetemos las exigencias de la unidad y de la comunión eclesial, en la doctrina, en las prioridades de los objetivos, en el respeto a la disciplina de la Iglesia y a las normas litúrgicas. Las divisiones, las contradicciones y la falta de unidad entre nosotros perjudican mucho la integridad de la vida cristiana del pueblo de Dios. Lo mismo que esa cierta incapacidad de trabajar juntos en el mismo proyecto en parroquias cercanas y distintas. Se debilita así la credibilidad de la Iglesia ante la sociedad y nuestro servicio al Reino de Dios. Es asunto de gran responsabilidad.

Por encima de todo, tanto a los que celebráis este Jubileo sacerdotal como a los restantes presbíteros, quiero dirigiros unas palabras de aliento y de consuelo. No nos dejemos vencer por las dificultades; no son tantas, si no perdemos la confianza en el valor de nuestro ministerio. Sería tanto como perder confianza en el valor del Evangelio y en el mismo Señor Jesucristo.

Lo que ocurre ahora no es normal. Tiene que llegar el momento en el que hombres y mujeres vuelvan a valorar el tesoro tan grande que tenemos en la revelación de Dios y en el don de su gracia, en el sentido profundo que tiene el misterio de la Iglesia. Mientras tanto nos corresponde a nosotros llevar las responsabilidades, tal vez con nuevos métodos más audaces de evangelización, pero sin tirar por la borda muchas cosas que válidamente hemos hecho en el pasado y estamos haciendo en el presente; mantengamos la autenticidad y la integridad de su Palabra trabajando con diligencia y esperanza. El Señor cuidará de nosotros y nuestra tarea dará su fruto cuando Él quiera y como Él disponga.

Perdonad, hermanos sacerdotes, todas estas recomendaciones. Las hago porque os quiero y porque merece la pena vivir en esta apasionante hora nuestro sacerdocio. La Madre de Jesús nos consiga fortaleza en nuestra fe, despierte nuestra iniciativa, guíe nuestras actividades, y bendiga nuestro trabajo. Gracias a vosotros, hermanos, por estos cincuenta o veinticinco años de sacerdocio: la Iglesia os sigue necesitando en sus comunidades.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid