Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Es bueno no confundir

15 de mayo de 2005


Publicado: BOA 2005, 210.


Hay diálogos que son de sordos. Cuando el 21 de abril, el Congreso de los Diputados aprobó una ley en la que se aprueba la equiparación legal del verdadero matrimonio, formado por un hombre y una mujer, a la unión de dos personas del mismo sexo, responsables del Gobierno se empeñan en confundir las cosas. Afirman que respetan la opinión de la Iglesia, pero que el Gobierno cumple con su deber, y no pretenden atacar sus creencias. Señores del Gobierno: ése no es el problema. No nos estamos quejando de eso; tampoco tenemos mayor problema con acatar los católicos la Constitución y aceptar, faltaría más, el Gobierno del partido socialista. Nuestra discrepancia tiene otro origen.

Lo que ocurre es que no se han enterado (¿o sí?) de que la institución matrimonial es anterior al Estado y a la misma Iglesia, y lo que es unión entre una mujer y un hombre no se puede equiparar a la unión de dos personas homosexuales, que no podrá nunca ser matrimonio, aunque la ley salga adelante en el Senado. Un pato siempre será un pato y no un gato. ¿Por qué se empeña el Gobierno en decir que los que no estamos de acuerdo con esta ley discriminamos, no tenemos misericordia de las personas con tendencias homosexuales, tan injustamente tratadas por la sociedad en el pasado y aún en el presente?

Sobre este tema se han pronunciado instituciones tan importantes en España como el Consejo de Estado, el Consejo General del Poder Judicial y la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. En sus argumentos describen cómo entre matrimonio y unión entre personas del mismo género no hay equiparación y que debe buscarse otra figura jurídica distinta al matrimonio, para garantizar posibles derechos de los homosexuales. Lógico: si para llegar a ese dictamen no hace falta para nada echar mano de la fe religiosa. Es elemental.

Eso sí, en estos casos el Gobierno aduce que esos dictámenes no son vinculantes. Nos gustaría que fuera el Ejecutivo siempre tan independiente de lo que dicen esas instituciones; de lo contrario, nadie nos quitará la idea de que se busca un trágala. Nos parece muy poco razonable desviar la atención incitando a ese debate un tanto ficticio sobre alcaldes y magistrados que harían o no objeción de conciencia.

Igualmente nos parece poco serio difundir en la opinión pública que los obispos estamos contra las personas homosexuales. ¿Cuándo se enterarán de que los obispos no somos nosotros solos la Iglesia, y que ésta es un Pueblo? En cualquier caso, es falso que estemos en contra del reconocimiento de los derechos que puedan tener los homosexuales. Lean, por favor, estas palabras de la Oficina de Información de la Conferencia Episcopal del mismo 21 de abril: «Condenamos una vez más las expresiones o los comportamientos que lesionan la dignidad de estas personas y sus derechos; y llamamos de nuevo a los católicos a respetarlas y a acogerlas como corresponde a una caridad verdadera y coherente».

¿No nos dejarán a los católicos que como ciudadanos y miembros de la Iglesia podamos decir nuestra visión del problema, que no tendrá la fuerza de la mayoría parlamentaria, pero sí la verdad de partir de criterios, no religiosos únicamente, sino antropológicos, jurídicos y sociales, según los cuales a dos personas del mismo sexo no les asiste ningún derecho a contraer matrimonio y a que el Estado reconozca ese derecho inexistente? Los criterios de verdad no valen. Hace muchos siglos que oímos esa sentencia.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid