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Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Responsabilidad y bien moral común

12 de junio de 2005


Publicado: BOA 2005, 216.


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¿Cuál debe ser el compromiso de los católicos, sobre todo de los fieles laicos, en la vida pública, social y política? Es una grave cuestión, compleja y que necesita de la reflexión, la oración y la valentía que da la fe. «Se puede verificar hoy un cierto relativismo cultural, que se hace evidente en la teorización y defensa del pluralismo ético, que determina la decadencia y disolución de la razón y los principios de la ley moral natural». Estas palabras de una poco conocida Nota Doctrinal de la Congregación para la Doctrina de la Fe, del año 2002, indican que estamos ante una delicada cuestión. Pero hay criterios válidos para actuar.

¿Es el pluralismo ético la única condición de posibilidad de la democracia? ¿Los legisladores creen de verdad que respetan la libertad de los ciudadanos formulando leyes que prescindan de los principios de la ética natural, limitándose a la condescendencia con ciertas orientaciones culturales o morales transitorias, como si todas las posibles concepciones de la vida tuvieran igual valor? Claro que existe una legítima libertad de los ciudadanos católicos de elegir, entre las opiniones políticas compatibles con la fe y la ley natural, aquella que, según el propio criterio, se conforma a las exigencias del bien común. Puede darse así una pluralidad de partidos políticos en los que puedan militar los católicos para ejercitar su derecho-deber de participar en la construcción de la vida civil del país.

Pero la Iglesia es también consciente de que la vía de la democracia, aunque sin duda expresa mejor la participación directa de los ciudadanos en las opciones políticas, sólo se hace posible en la medida en que se funda sobre una recta concepción de la persona. Y aquí para los creyentes hay exigencias éticas fundamentales e irrenunciables, porque está en juego la esencia del orden moral, que concierne al bien integral de la persona.

Es el caso de las leyes civiles en materia de aborto y eutanasia (que no hay que confundir con la renuncia al ensañamiento terapéutico, que es moralmente legítima); cabe decir lo mismo con el deber de respetar y proteger los derechos del embrión humano. Análogamente debe ser salvaguardada la tutela y promoción de la familia. Igualmente al matrimonio no pueden ser jurídicamente equiparadas otras formas de convivencia, como pretende el Gobierno con la ley que llamaría matrimonio a la unión de personas del mismo sexo. Otras materias pueden asociarse al grupo ya citado: la libertad de los padres a la educación de sus hijos, la tutela social de los menores, la liberación de las víctimas de las modernas formas de esclavitud, la libertad religiosa y el desarrollo de una economía que esté al servicio de la persona y del bien común; y la paz, “obra de la justicia y efecto de la caridad”, que exige el rechazo radical y absoluto de la violencia y el terrorismo.

Como he hecho en otras ocasiones, repito ahora: no se trata en sí de “valores confesionales”, que competan sólo a los fieles por ser católicos. Son exigencias éticas que están radicadas en el ser humano y pertenecen a la ley moral; tampoco exigen de suyo en quien las defiende una profesión de fe cristiana, como a veces se insinúa y aún se afirma desde instancias laicistas, aunque la doctrina de la Iglesia las confirma y tutela. Para la doctrina moral católica, la laicidad, entendida como autonomía de la esfera civil y política respecto de la esfera religiosa y eclesiástica —nunca desde la esfera moral— es un valor adquirido y reconocido por la Iglesia y pertenece al patrimonio de la civilización ya alcanzado.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid