Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Homilía

Solemnidad de Nuestra Señora de san Lorenzo 2005

8 de septiembre de 2005


Publicado: BOA 2005, 380.


En un día como hoy, fiesta de nuestra ciudad, se celebra el nacimiento de la Virgen María. Entre nosotros, la imagen de Nuestra Señora de San Lorenzo, nuestra Patrona, nos recuerda a la Madre de Dios, con su hijo en su regazo, que hemos portado en procesión por nuestras calles y ante la cual celebramos ahora esta Eucaristía con gozo. Me complazco en saludaros a todos, hermanos, que habéis venido a la Catedral en esta fiesta, con nuestras autoridades. María forma parte del misterio de nuestra fe desde siempre; incluso antes de que apareciera la costumbre de llamar a las imágenes de nuestra Madre con el nombre de las distintas advocaciones que hoy les damos.

Y tras escuchar las preciosas lecturas de la liturgia de la Palabra, quiero hacer con vosotros una reflexión que quisiera fuera una invitación a penetrar en el misterio de la fe. Me gustaría asimismo señalar la importancia que tiene justamente la historia de nuestra fe. Si se puede hablar de una geografía de la fe (acontecimientos salvíficos que sucedieron en lugares concretos), existe también una historia de la fe, en la que hombres y mujeres han ido modelando su vida según el modelo de Cristo.

Esta historia de nuestra fe es también una historia concreta, historia de amores y desamores a Dios y a su Hijo Jesucristo; historia de decisiones a favor o en contra de la Alianza sellada en Cristo; movimientos del espíritu humano, que han llevado a evangelizar y a modelar la vida según el Evangelio, o a encerrarse dentro de los límites humanos; creación de instituciones a favor de los hombres, costumbres que santificaron el tiempo y la vida misma de las personas, o rutinas e infidelidades que desdibujaron la fe en Cristo y su vivencia en la Iglesia y en la sociedad. Esta es la razón de por qué afirmamos que esta historia de la fe es una historia que continúa. Durará hasta que el Hijo de Dios entregue todo a su Padre del cielo. En ella estamos los hombres y mujeres que formamos la Iglesia de Valladolid, en medio de una sociedad que, con frecuencia, nada quiere saber de Cristo. Debemos, pues, vivir esa historia, que se hace historia personal y dar testimonio de nuestra fe, mostrando que ésta hace felices a los seres humanos, siempre necesitados de orientación y de sentido en su vida.

Así sabemos, por ejemplo, que Cristo nació en un momento preciso; tuvo madre, humana, enraizada en una familia judía. Refiriéndose a este nacimiento de Cristo, san Bernardo decía: «El único nacimiento digno de Dios era el procedente de la Virgen» (Homilía 2, 1). ¿Qué quiere decir el santo? Sencillamente que el supremo Hacedor del ser humano, al hacerse hombre y nacer de la raza humana, tuvo que elegir, mejor dicho, tuvo que formar para sí, entre todas, una madre tal cual Él sabía que había de serle conveniente y agradable. ¿Será, pues, importante, una madre, un hogar, un ambiente, una acogida para toda aquél o aquélla que viene a este mundo?

Jesucristo quiso nacer de una Virgen inmaculada. ¿Por qué razón? No porque despreciara él el nacimiento de cada ser humano ni la belleza que supone el amor entre un hombre y una mujer, esposa y esposo, que da lugar al engendramiento de un hijo. No, pero él, inmaculado, venía a limpiar las máculas/pecados de todos y mostrar de este modo cuál es el origen de las desgracias del ser humano: el pecado, el encerramiento en sí mismo, la no apertura a la razón y a los demás.

Jesucristo quiso que su madre fuese humilde, sencilla, sin titubeos ni autobombos vacíos de contenido; pero esta condición de María nada tiene que ver con ramplonería, ni con horizontes estrechos y pequeños, sino con una virtud, la humildad de corazón, que deja lugar a Dios, a su actuación, a dejarse llenar, a dejarse amar. ¿Nos dejamos amar por Dios? Existe entre nosotros una tendencia a no contar con Dios, a confiar en sólo nuestras fuerzas, a no dejarnos enriquecer. En María no sucede esto; ella abrió el corazón a los planes de Dios y apareció Cristo, el don supremo.

¿Nos extraña que el ángel saludara después a María como la llena de gracia, la que había de concebir y dar a luz al Santo de los santos? Cierto, ella recibió el don de la virginidad para que fuese santa en el cuerpo y el don de la humildad para que fuese santa en el espíritu. Y sólo así Cristo nos ha sido entregado por el Padre. Únicamente debemos al Padre de los cielos este regalo inmenso; no se lo debemos ni a la influencia, ni a los poderes o artimañas; no se lo debemos a conveniencias de los poderosos; no se lo debemos ni siquiera a alguien tan grande y tan bueno como san José, que como esposo de la Virgen hubiera engendrado a Jesucristo.

Esta historia de nuestra fe la produce cada día el milagro de hacer posible la gracia, ese espacio de libertad que da respuesta a la llamada de Dios en Cristo, que nos invita a vivir con esperanza, porque no todo se debe a los grandes centros de poder, a la manipulación o a la deformación de la realidad. Quien acepta a Dios y su plan de salvación alcanza la felicidad y su plenitud. Como decía el Papa en Colonia: el poder de Dios es diferente de los grandes del mundo. Su modo de actuar es distinto de como lo imaginamos. En este mundo, Dios no le hace la competencia a las formas terrenas del poder. Al poder en ocasiones pomposo y estridente de este mundo, Cristo contrapone, por ejemplo en Getsemaní, el poder inerme del amor, que se descubre en la Cruz —y, después, tantas veces, en la historia de la Iglesia—; sin embargo, ese amor de Cristo constituye la nueva realidad divina, que se opone, sí, a la injusticia e instaura el Reino de Dios. Dios es distinto y por eso los seguidores de su Hijo debemos ser distintos, aprendiendo el estilo de Dios, que nos puede enseñar María.

Convenía, pues, que la venida fulgurante y sorprendente del Hijo de Dios a los hombres fuera precedida de algún hecho que nos preparara a recibir con gozo el gran don de la salvación. Y este es el significado de la fiesta que celebramos, ya que el nacimiento de la Madre de Dios es el exordio, el prólogo, de lo que hallará su término y cumplimiento en la unión del Verbo de Dios con la carne que le estaba destinada. El día de hoy nació la Virgen; luego es amamantada y se va desarrollando; y es preparada para ser la Madre de Dios, rey de todos los siglos.

Por eso apreciamos el valor que tiene el nacimiento de María, nuestra Virgen de San Lorenzo. Los creyentes, todos, y particularmente los jóvenes, están llamados a afrontar el camino de la vida buscando la verdad, la justicia y el amor. Es un camino que se puede alcanzar solamente mediante el encuentro con Cristo; un encuentro, por otro lado, que no tiene lugar sin la fe, y sin la fe que muestra a María con el Mesías prometido, Aquél que nos salva.

Gocémonos en esta fiesta, nuestra fiesta. A todos les deseo una feliz fiesta de nuestra Señora de San Lorenzo. Es bueno orar ante su imagen, como hicieron generaciones y generaciones de vallisoletanos. ¿No sería bueno, por ejemplo, pedir por su intercesión la necesaria lluvia, o que Cristo otorgue a esta su Iglesia de Valladolid coraje para evangelizar y ser testigos ante las nuevas generaciones?

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid