{\sc Arzobispo} \\ Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Homilía

Apertura del curso \\de la Universidad Pontificia de Salamanca

30 de septiembre de 2005


Publicado: BOA 2005, 383.


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Permítaseme, antes de entrar a comentar los textos bíblicos de la Misa, saludar fraternalmente a Carlos, Pastor de esta querida Iglesia de Salamanca, y al resto de mis hermanos obispos. También a ti, Rector Magnífico y otras autoridades académicas, al Claustro de profesores y a los alumnos de esta Universidad Pontificia que habéis querido celebrar con nosotros la Eucaristía. Me congratulo igualmente de saludar a los miembros del Patronato de la Pontificia, y, claro está, a las autoridades que nos honran con su presencia. También están con nosotros cristianos de Salamanca para los que siempre esta Misa de inauguración del curso de la Universidad Pontificia ha sido y es importante, porque valoran su significado. Como ustedes tal vez sepan nuestro Gran Canciller y presidente de la Conferencia Episcopal Española, don Ricardo Blázquez, se encuentra ya en Roma, pues ha de participar en el Sínodo de Obispos , que en breve comenzará en esa ciudad.

¿Qué celebramos? Fácil respuesta: al comenzar el curso universitario celebramos la Eucaristía que nos dejó el Señor, dirigiéndonos en nuestra plegaria al Espíritu Santo. Pero expliquemos un poco el significado de esta celebración. Esa diversidad de dones, de ministerios, diversidad también de obras poderosas y de manifestaciones del Espíritu, que nos ha enumerado san Pablo en 1Co 12, tienen que ver con la Universidad, al menos con la genuina creación de ella por la Iglesia medieval, que desde los siglos XII y XIII fue luz poderosa que orientó a Occidente hacia el cultivo de los saberes y las ciencias. Cierto que el Apóstol está pensando en cómo por la acción del Espíritu Santo, los cristianos se unen a Cristo y, como consecuencia de dicha unión, se unen también entre sí a modo de un cuerpo, que puede ser llamado con razón «cuerpo de Cristo». Pero es interesante constatar que no asustan a san Pablo los dones diversos, la diversidad de ministerios o de obras poderosas; al revés, describe con gusto lenguajes diversos de sabiduría y ciencia, profecías, diversidad de las cosas y su interpretación. Está pensando en una sinfonía, no en un conjunto sin relieves ni perfiles.

También es así la realidad de una Universidad, aunque sea Pontificia: distintas manifestaciones del espíritu humano en el saber y en la ciencia son ofertadas en las diferentes facultades y escuelas de nuestra Universidad. El conjunto puede ser una sinfonía de saberes que da esplendor y produce luz para el caminar de los humanos. Pero en el texto de san Pablo (1Co 12,13a) el Espíritu es calificado de uno. Y entendemos en ese contexto esa calificación: por tratarse del «Espíritu uno», esa realidad que penetra y fluye en cada uno de los creyentes, penetra y fluye también en el cuerpo de cada uno de los que forman parte de él, convirtiéndose en el principio que unifica y da cohesión a los distintos miembros de ese cuerpo.

¿Será así también en ese conjunto de estudios, materias, escuelas, facultades que son la Universidad? No sé cómo lo vive cada muchacho que comienza la Universidad; no sé si con este espíritu de unidad de saberes y ciencias, aún en su diversidad de métodos y materias, se adentran hoy los estudiantes en su tarea; espero que así lo hagan quienes estudian Teología u otras materias en las facultades eclesiásticas. Pero la intuición de la creación de la Universidad fue claramente ésta: el universo que nos rodea tiene un sentido, es una universitas, un todo en el que hay que ver su unidad y coherencia desde diversos perfiles, pues así es el mundo que nos rodea y el ser humano que lo habita; así lo presenta la revelación de Dios.

La cultura que nos domina en el hoy que vivimos parece que tiende a la dispersión, al fragmento, a encerrarse en individuos que buscan ante todo saciar deseos, desvinculándose de todo lo que tenga apariencia de orden, dirección, sentido o manifestación de la unidad en la que se asienta el ser humano. ¿Servirá nuestra Universidad para dar ese sentido y orientación o se quedará en ofrecer títulos y saberes sin enseñar a los jóvenes la verdadera sabiduría para auto-conducirse en libertad, para buscar ante todo el bien común de la sociedad?

A la luz de lo que dice el Evangelio ahora proclamado (puede verse también lo que dice Jesús del Espíritu Santo en Jn 16,12-15), este Espíritu aparece como el “conductor de la historia”, como quien marca el camino de la comunidad hacia el corazón de la verdad, que es la libertad (cf. Jn 8,31-32). Dice Jesús que el Espíritu Santo orienta hacia el futuro, clarificando qué cosa es seguirle a Él perpetuando su misión, y qué cosa es sin importancia, reflejo ideológico, estancamiento y reducción del Evangelio. Los creyentes en Cristo sabemos que sin el soplo del Espíritu poco se mueve y no hay vida.

¿Vale esta reflexión para referirnos al conjunto de nuestra Universidad, en la que no todos los que en ella se matriculan lo hacen por ser cristianos ni estiman que sea Universidad Pontificia? Lejos de nosotros obligar a creer en Cristo a nadie: lo ofrecemos como riqueza y posibilidad de ser felices, aunque es justo que se acepte el ideario que nuestra Universidad tiene. Pero, sin entrar en este debate, una Universidad, sea o no Pontificia, debe servir de orientación y para hacer mejores seres humanos, y no sólo proporcionar un lugar para “hacer una carrera”. ¿Dónde quedaría la Universitas y el bien común?

Pero, además, en un mundo confuso como el nuestro, ¿no puede la autoridad académica, los profesores y la pastoral universitaria presentar la oferta cristiana de vida? ¿No puede el Espíritu Santo ser espíritu clarificador al actuar en los discípulos de Jesús que en la Pontificia trabajan y viven la vida cristiana? ¿No pueden éstos ofrecer orientación y ayuda a los que no viven según el Espíritu? Esa es la oferta que aquí se hace y que debe ser cada día más nítida para el conjunto de los que forman la Universidad Pontificia.

Frente al pesimismo que invade a tantos creyentes, es bueno recordar que sólo el Espíritu Santo es el intérprete de la historia y que, a su soplo, hasta los «huesos secos» son capaces de revivir (cf. Ez 31,1-14). El Espíritu no está encadenado, espira y respira donde quiere (cf. Jn 3). Aquí y allí, en todas partes, también en la Universidad, mueve corazones para adorar al Padre en verdad. Además, «Toda verdad, la diga quien la diga, procede del Espíritu» (Ambrosiaster, Com. In 1Co XII, 13). Este aserto forma parte de la más genuina tradición cristiana, pues las semillas del Verbo están esparcidas sobre la humanidad entera. La oferta de sentido, la oferta de Jesucristo ha de estar hecha siempre: el corazón humano puede captarla. ¿Por qué no?

El Espíritu Santo es la unidad, la comunión, el Amor del Padre y del Hijo. Por eso donde está el Espíritu hay libertad, no esclavitud y miedo. Debemos reconocer al Espíritu, que nos hace hijos libres de Dios. Si nuestra Europa es hoy un poco desierto del que está ausente Dios, ofertemos la vida según el Espíritu que nos trajo Cristo, pues sólo el Espíritu de Dios puede colmar nuestro vacío. Siempre ha sido verdad que sin el Espíritu Divino todo en el ser humano es oscuridad, extravío y hasta muerte, pues se pierde la pasión por la verdad y el miedo al futuro nos quita hasta la capacidad de esperanza.

Los cristianos sabemos, no obstante, que la presencia del Espíritu Santo y su efusión da capacidad para seguir adelante: nada está perdido, el Camino está abierto, porque es Cristo que por la acción de su Espíritu mueve a la Iglesia y a sus hijos.

Pero, ¿qué trajo Cristo a la Tierra? ¿Interesa hoy a las nuevas generaciones la oferta de vida verdadera que supone Jesucristo o, por el contrario, todo lo que anuncia la Iglesia lo consideran trasnochado, alejado de sus intereses? La originalidad de Cristo no debería medirse sólo por palabras o hechos aislados. La Cruz del Señor es nueva radicalmente por el modo en que Él la acepta y la sufre. La resurrección es nueva. Su mismo nacimiento de la Virgen María es nuevo. El mensaje de amor a Dios y al prójimo como compendio pleno de toda ley, o también la Eucaristía en la que Él se manifiesta desde su resurrección, son nuevos; todo esto son grandes novedades que Él trae al mundo. Todas ellas reflejan lisa y llanamente la novedad: Dios ya no está en el más allá; Dios ya no es la Alteridad absoluta e inaccesible a espíritus tan prácticos como los nuestros, sino que también está muy cerca, se ha hecho idéntico a nosotros, nos toca y lo tocamos, podemos recibirlo y nos recibe, pues hay, en la Iglesia, encuentro con Él.

Tal vez nosotros necesitamos únicamente ser nuevos. Con este espíritu, creo, debemos empezar esta tarea de la Universidad en este nuevo curso. Lo espera también nuestro mundo, la sociedad que nos rodea. María interceda ante el Espíritu Santo por todos nosotros. Amén.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid