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Braulio Rodríguez Plaza

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Homilía

Dedicación de la Catedral 2005

22 de octubre de 2005


Publicado: BOA 2005, 386.


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¿Qué es lo que hace de una iglesia una Catedral? ¿Qué le falta, por ejemplo, a la espléndida basílica de san Pedro en el Vaticano para ser Catedral? ¿Sólo el nombre? Cuando los fieles de una parroquia te hablan orgullosos de su iglesia dice: «Es como una Catedral». ¿Será acaso el nombre lo que hace la Catedral? En parte sí, ya que sólo se puede llamar Catedral la iglesia donde está la cátedra; pero la presencia de la cátedra es algo más que una cuestión de nombre.

La liturgia de la dedicación de una iglesia y la celebración de su aniversario hablan de la iglesia-edificio como si éste fuera una persona, en términos personales, en concreto esponsales: «¡Adoremos a Cristo, esposo de la Iglesia»!; «Con tu acción constante, Señor, santificas a la Iglesia, esposa de Cristo, simbolizada en edificios visibles, para que así, como madre gozosa por la multitud de sus hijos, pueda ser presentada en la gloria de tu reino» (Prefacio para la misa de aniversario, extra ipsam ecclesiam dedicatam). En el libro del Apocalipsis, la imagen representa a la nueva Jerusalén como una novia que baja del cielo, preparada para los desposorios. Se trata de la nueva Jerusalén, el Pueblo de Dios, que es la Iglesia.

Este punto de partida simbólico es muy interesante para darnos cuenta de los diversos tipos de iglesia-edificios. El punto de referencia es siempre la presencia del Pueblo de Dios reunido en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, actualización en un lugar de la Iglesia de Cristo, Esposa y Madre. Pues bien, la Iglesia Catedral es una iglesia dedicada, en principio, a acoger la Iglesia local como unidad. La “Iglesia” que se evoca, cuando se habla de la Catedral, no es una comunidad particular de una diócesis, sino la diócesis misma. Las Catedrales son para la Iglesia tal y como de hecho existe, es decir, como Iglesia particular; y en cada Iglesia particular o diócesis está presente la Iglesia de Cristo, una, santa, católica y apostólica, y en ella la presencia de Cristo, el Señor. La Catedral no simboliza, por tanto, una parte de la Iglesia, sino la Iglesia en la totalidad, en cuanto realizada en esta determinada Iglesia particular de Valladolid.

Hay aquí varias cosas interesantes: que se da una unión entre la catedral y la comunidad diocesana, su historia, su cultura, pues las catedrales las reflejan como una casa refleja la familia que habita en ella. ¿Por qué creéis que a los mayores y no sólo a ellos les cuesta tanto dejar su casa? La Catedral, además, y sólo ella es el punto de referencia permanente de la reunión de todos los diocesanos. Podrá haber santuarios célebres o parroquias fervientes, pero sólo la Catedral es el lugar abierto a todos. Y si sólo los miembros del Cabildo Catedral fueran los únicos fieles que quedaran en la Catedral, algo grave habría sucedido en la vida de la Iglesia local de Valladolid: se habría perdido el sentido de Iglesia diocesana, pueblo reunido en la Trinidad.

Y es que la Iglesia católica y apostólica no existe sin la cátedra episcopal. En la Bula de nombramiento de un obispo se dice que tome posesión de la sede o cátedra de Valladolid, no del obispado y de la casa del obispo, que a veces se llaman palacios. Eso quiere decir que la Iglesia católica y apostólica no existe sin la presencia de la sucesión apostólica que asegure el testimonio del Evangelio con la autoridad de su interpretación auténtica, como no existe la comunión eclesial sin el altar para reunir al Pueblo de Dios en la celebración del memorial del Señor muerto y resucitado, que es la Misa.

Y la sucesión apostólica, que garantiza el obispo, no es sino la capacidad de transmitir la verdad y la vida de Cristo, la verdad que Él nos enseñó, la verdad de lo que Él hizo, de lo que permanece para siempre y que pertenece a todo el Pueblo de Dios. Por eso, la sucesión apostólica es más que una pura transmisión de poder. Es sucesión en una Iglesia, testimonio de fe apostólica, en comunión con las otras Iglesias, sobre todo con la de Roma. El obispo, una vez ordenado, se convierte, así, en su Iglesia en garante de apostolicidad, aquél que representa la Iglesia propia en el interior de la comunión de las Iglesias, el vínculo con las otras Iglesias, bajo la autoridad del Romano Pontífice.

Pero la Catedral, además de distinguirse por la cátedra, se distingue también por el altar del obispo, porque naturalmente la Eucaristía es signo y causa de comunión y toda legítima celebración de la Eucaristía la dirige el obispo. Pero el altar, como la cátedra, no interesa tanto como objeto cuanto como símbolo. Como la cátedra, el obispo tiene también su altar en cualquier asamblea eucarística, según aquello que dice el Concilio: «En todo altar, reunida la comunidad bajo el misterio sagrado del obispo, se manifiesta el símbolo de aquella caridad y unidad del Cuerpo místico, sin la cual no puede haber salvación» (Lumen gentium, 26) .

Pero esto no quita valor simbólico al altar de la iglesia catedral, abierta como está a toda la Iglesia local. Todas las celebraciones eucarísticas de los sacerdotes dependen, de alguna manera, del altar de la catedral y del obispo que lo preside. La memoria del obispo, que se hace en todas las plegarias eucarísticas, es un testimonio de comunión jerárquica y sacramental con él y expresión, a la vez, de que el presbítero que celebra la Eucaristía lo hace ocupando el lugar del obispo ausente en aquel momento. Por eso es tan significativa la recomendación de que el obispo celebre en su altar por excelencia de la catedral los tres momentos litúrgicos que se pueden considerar frontales de la vida cristiana: la Vigilia Pascual, punto central de todas las celebraciones dominicales, eucarísticas y bautismales; las ordenaciones, origen del ministerio en la Iglesia diocesana; y la misa Crismal, preparación para la pastoral de los sacramentos y de la santificación.

Hablar, pues, de la Catedral es hablar en definitiva de la presencia de la Iglesia en el mundo. Por eso hemos de cuidarla y quererla, y hacerla amable. Nuestra Catedral no puede ser únicamente una iglesia singular. Cuando se contemplan los grupos de turistas que entran en las catedrales, sobre todo las más valiosas artísticamente, o simplemente las personas que pasean por las naves examinando cada elemento, uno puede adivinar fácilmente lo que piensan: «He aquí un testimonio histórico de un pasado glorioso, el resultado de la unión entre lo cristiano y la cultura, propia de otros tiempos... Pero, actualmente, ¿para qué sirve la Catedral?»

No quiero ser pesimista; solamente que la correlación entre Catedral-museo-turismo no es ni mucho menos inocente. Y la respuesta a este problema está en mantener la Catedral en su identidad de casa de la Iglesia diocesana. La diferencia entre un museo y una catedral tiene que consistir en que ésta, la Catedral, debe estar “habitada”, no solitaria, como un museo. Y la forma de “habitar” una catedral es asegurar en ella la presencia de la comunidad que ora y celebra. Podrá ser casa abierta y acogedora para los turistas, abierta también para conciertos de música sacra; pero se debe notar que se entra en una casa familiar con las características de la familia que habitualmente la habita, aunque a veces no haya nadie.

Casa abierta, para que todos puedan entrar como en casa propia, para orar o simplemente para permanecer en silencio, en la ciudad ruidosa y rumorosa. Debe mostrarse la Catedral, además, acogedora. Y tendríamos que luchar para que así fuera. Debería también ser lugar donde se auto-manifieste la vida de la Iglesia local. Y, por supuesto, el lugar de las grandes fiestas de la comunidad cristiana.

En realidad, nada de lo que estoy diciendo será posible si los católicos no profundizan y viven lo que la Iglesia es. Hay demasiada confusión e ignorancia sobre lo que somos como Iglesia. Y no es extraño que la Catedral no sea valorada o lo fuera únicamente como edificio atrayente, como sucede en otras iglesias. Nuestra Catedral tiene su valor artístico y su atractivo. Tal vez haya que trabajar para que el atractivo sea mayor. Depende de todos. Mientras tanto demos gracias a Dios por su Iglesia, simbolizada en edificios de piedra, pero que es mucho más que eso: es la reunión de los hijos de Dios, discípulos de Cristo, reunida en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Ella es nuestra Madre, la que nos ha engendrado a la vida nueva, la que nos da a Cristo, que nos da a conocer el amor del Padre en el Espíritu Santo; la que nos da a María, como miembro en el que la Iglesia ha alcanzado su plenitud. Santa Madre y Virgen Iglesia, Esposa de Cristo: te alabamos.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid