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Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

La espera de Cristo (I)

27 de noviembre de 2005


Publicado: BOA 2005, 429.


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El tiempo de Adviento es espera-memoria de la primera y humilde venida del Salvador en nuestra carne mortal, en que se nos invita a la conversión mediante la voz de los profetas y sobre todo la de Juan Bautista: «Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos»; también es el Adviento espera-súplica de la última y gloriosa venida de Cristo, Señor de la historia y Juez universal. Es el día (¿anhelado?) en cada Eucaristía por el grito «¡Ven, Señor Jesús!», y en el que la promesa se convertirá en posesión, la fe en visión y «nosotros seremos semejantes a Él porque lo veremos tal cual es» (1Jn 3,2).

¿Esperamos a Cristo o esperamos sólo días distintos en Navidad que por un tiempo disipen nuestro aburrimiento y nuestra nostalgia de algo diferente que llene nuestra vida? ¿Qué puede, pues, significar para un católico esperar que Cristo venga? Me propongo reflexionar con vosotros este interesante tema, que es crucial, a mi modo de ver. De hecho, en la vida de cada día nos encontramos en situaciones en las que debemos esperar bastante. Por eso existen las salas de espera en las consultas médicas, en los despachos de abogados, en oficinas y ventanillas. Esperar puede resultar una verdadera prueba para los nervios, pero para vivir sin duda es necesario saber esperar. ¿Es de ese tipo la espera de Cristo, que nosotros debemos llevar a cabo?

La espera, sí, es el tema principal de la historia de Israel en el Antiguo Testamento. Las promesas de Dios son como un hilo que une los acontecimientos particulares creando una imagen coherente. Sin embargo, la Biblia sabe que no se puede esperar eternamente. Por eso la historia no es eterna. Un día el tiempo debe llegar a su plenitud. He aquí un segundo tema de la Biblia: la plenitud de los tiempos. A menudo nos lamentamos de que el tiempo corre veloz; también en la Biblia se desea que el tiempo se acelere y venga lo antes posible el momento de la plenitud. Experimentamos los mismos sentimientos que cuando viajamos en un tren con retraso: éste cansa porque nuestro interés se concentra en el momento en que llegaremos a nuestro destino.

Los judíos antiguos no tenían trenes, pero sabían bien que su peregrinación por el desierto duró cuarenta años y ellos centraron todo su interés en el momento en que entrarían en la tierra que Dios les había prometido, tierra que mana leche y miel, según describieron los exploradores mandados por delante del pueblo. Por eso la historia de Israel es la imagen de la evolución personal de cada uno de nosotros. La juventud es tiempo de promesas. Los niños no se quejan de que el tiempo corre; para ellos con frecuencia el tiempo pasa lentamente. Se les oye decir: «¡Cuándo será Navidad! ¡Cuándo iré al colegio! ¡Cuándo se acabará el colegio!». Y es que cuando se siente que el tiempo pasa velozmente, significa que ya no se es joven.

Hay, pues, diferentes modos de esperar. El niño y el joven esperan crecer, desarrollarse, ver qué sucederá después; los mayores esperan con menos vehemencia. Pero, en cualquier caso, es distinto esperar, por ejemplo, cuando debemos esperar al dentista: cuanto más tarda éste, más nos duele la muela. ¿Cómo debemos esperar los cristianos la venida de Cristo? Es importante saberlo. Permítanme esperar a describir ésta hasta la próxima carta.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid