Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Homilía

La Inmaculada Concepción 2005 - Vigilia

7 de diciembre de 2005


Publicado: BOA 2005, 436.


Pongamos nuestra atención en la conversación de Dios con Adán y Eva después que el primero comiera del árbol. Es una conversación en la que se refleja la situación de todos nosotros: el hombre y la mujer huimos de Dios, nos ocultamos ante Él, que quiere hablar con nosotros, y ante los demás. He ahí el origen de la angustia y de la ansiedad. La serpiente, por otro lado, a la que el hombre debe temer, según la sentencia de Gn 3,15 («Pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre su linaje y el suyo: él te aplastará la cabeza cuando tú le aceches el calcañal»), representa en último extremo la peligrosidad de la tierra, la situación de amenaza en la que vive el ser humano, y su abandono.

Apunta esta conversación finalmente al poder de la muerte, el cual nos puede afectar por todas partes; nosotros, sí, tratamos de pisotear el poder de la muerte y, sin embargo, no podemos dominarlo. Nos cuesta aceptarlo, pero ni siquiera el poder que nos ha dado la ciencia y la tecnología sobre la tierra ha cambiado esta situación desde entonces. Es más, debido a la técnica que trata de hacernos sentir más seguros ante los peligros de la naturaleza, el aguijón de la muerte nos rodea de nuevos modos para dañarnos.

Para el escritor bíblico, la serpiente simboliza aquí el poder del pecado y del tentador, que abre la puerta a la muerte. Pero nosotros seguimos sin querer oir nada acerca del pecado: incluso el que cree en Dios, frecuentemente apenas saca nada del mensaje del pecado que nos daña, pues piensa que Dios, a fin de cuentas, no puede ser tan pequeño como para estarse fijando en el pecado morbosamente. Seguimos, pues, sin darle importancia y dejando todo a la misericordia de Dios, a lo positivo, no a lo morboso y deprimente.

Sin embargo, los apuros en los que se encuentra la actual sociedad nos podrían enseñar de nuevo la dependencia que existe entre el pecado y la muerte. ¡Qué difícil le es al hombre y la mujer mantenerse a la altura de la humanidad! ¡Cuántas veces se repite la escena del libro del Génesis! ¡Cuántos caminos descarriados se nos ofrecen: el recurso a la bebida, la entrega a la corrupción de la verdad y a la impureza, la degradación sexual, la pereza y la cobardía! De hecho, donde se resquebraja la fuerza moral, la humanidad se convierte en algo un tanto repelente, y la concordia entre los hombres se hace añicos. ¿Acaso no está peor la convivencia entre los hombres y los pueblos? ¿Acaso no somos más insensibles al dolor de África, por ejemplo, que muere poco a poco de hambre y desesperanza? ¿No está hecha añicos la fraternidad por el terrorismo atroz?

Todo ese cuadro que someramente he descrito es real; sin embargo, el cristianismo ha leído la sentencia de Gn 3,15, en la que se refleja toda esta tragedia de la humanidad, a partir de su fe, esto es, como una palabra de promesa. Hay en ella todo un cambio de perspectiva: de la desesperación a un horizonte de esperanza, la cual se da siempre que entra en juego la fe cristiana. Por ejemplo, en este texto del primer libro de la Biblia no aparece del todo claro de qué lado estará la victoria: si del acechar de la serpiente o del aplastar del linaje de la mujer.

Después de la resurrección de Jesucristo, esas palabras adquieren otro sentido; de la nebulosa surgió la aurora: lo último no es el acechar de la serpiente de la muerte, sino que se produce justamente su aplastamiento para que no siga acechando; en definitiva, lo que queda a flote es la victoria de la vida. La sentencia de muerte sobre el hombre y la mujer se transforma nada menos que en el “proto-evangelio”. Y a este primer evangelio, que es lógicamente buena noticia, pertenece la mujer, pertenece la Virgen María: Ella sí que es “madre de todos los que viven”. En Ella la serpiente no tiene parte, no le pertenece.

Nosotros los seres humanos, pues, podemos convertirnos en auténticas palabras de adviento, de la venida que cambia las cosas. Es verdad que con mucha frecuencia nos vemos inclinados a decir: de esta sociedad, de muchos hombres y mujeres, hay que desconfiar. Hay mucha corrupción, mucha cloaca abierta. Pero nuestra fe se opone a tal desesperación y conclusión; desde Cristo y María el ser humano es puro, porque Ella y Él no tuvieron parte alguna en el pecado y se han convertido así en puerta a través de la cual puede entrar el Hijo de Dios en este mundo y unirse así a toda la humanidad. Hay esperanza y la lucha contra el pecado no es en vano.

A partir de la Santísima Virgen María quedó establecido que el ser humano no es sólo egoísta; él es y continúa siendo siempre, de manera translúcida y transparente, para Dios, y su corazón no se llena hasta descansar en Él. Y es que toda la vida de María consiste en aquellas palabras: «Hágase en mí según tu palabra». En la entrega de Santa María, que es de los nuestros, a la voluntad de Dios, se logra el fruto del árbol de la vida y se supera el gesto de Eva (que es el de Adán). Ambos se dedicaron a ver el fruto del aquel árbol y consideraron que era «hermoso a la vista» (Gn 3,6), pero luego se convirtió en el fruto de la muerte. Entre aquel árbol del paraíso y el árbol de la Cruz, entre ambos frutos, entre el ser dominados por el “placer de la vista” y la apertura de la voluntad a la palabra de Dios, nos hallamos nosotros.

¿Qué podemos hacer? ¿Qué es bueno hacer? La fe significa ponerse en camino en la dirección del adviento, del acechar y del aplastar, pero en el sí de María. Ella es la que da el tono mariano al Pueblo que Cristo creó, a la Iglesia del Señor a la que todos pertenecemos, y a la que pertenece Nuestra Señora, pues de ella forma parte. «Toda la Iglesia es María», dice un teólogo. Y en verdad que es así: «María se nos presenta como la forma, es decir, como el modelo y el tipo de la Iglesia. San Pedro pedía a los presbíteros que condujesen a la Iglesia, que fueran los modelos, los tipos del rebaño que se les había confiado (cf. 1 Pe 5,3). En un sentido incomparablemente más elevado, la Virgen María es modelo y tipo de la Iglesia. Ella es el interior de la Iglesia, la forma en la que la Iglesia se perfecciona como Esposa para darse al Esposo.

Cuanto más se parece la Iglesia (todos nosotros) a la Virgen, más se hace Esposa, y cuanto más se hace Esposa, más se asemeja al Esposo (Cristo), y cuanto más se asemeja al Esposo, más se asemeja a Dios» (C. Journet, L´Église du Verbe Incarné, II, 428-436 —hay versión española—). Únicamente la mujer puede dar a la Iglesia ese rostro femenino y mariano. La Virgen Purísima del Señor: su mensaje en esta noche es la disposición femenina para la concepción. Dirigiendo a Ella su mirada, la Iglesia es preservada de aquella imagen unilateralmente masculinizada que ve en ella sólo un instrumento para su programa sociopolítico de mera acción.

Madre Purísima, presérvanos del pecado de prescindir de Dios y ábrenos a la acción del Espíritu Santo, que nos traiga una vez más el fruto bendito de tu vientre: Cristo Jesús. Queremos alabarte, Santa Madre de Dios, confesando la fe en el misterio de Cristo:

«Salve, por ti resplandece la dicha; / Salve, por ti se eclipsa la pena. / Salve, levantas a Adán, el caído; / Salve, rescatas el llanto de Eva. / Salve, oh cima encumbrada —a la mente del hombre; / Salve, abismo insondable —a los ojos del ángel. / Salve, tú llevas en ti —al que todo sostiene. / Salve, lucero que el Sol nos anuncias; / Salve, regazo de Dios que se encarna. / Salve, por ti la creación se renueva; / Salve, por ti el Creador nace niño. / Salve, ¡Virgen y Esposa!» (Himno Akáthistos, I).

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid