Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

La alegría, esa necesidad

11 de diciembre de 2005


Publicado: BOA 2005, 432.


Nos dice san Pablo en una de las lecturas del III domingo de Adviento: «Hermanos: Estad siempre alegres» (1Ts 5,16). «La vocación cristiana —apuntaba Pablo VI en enero de 1978— es una vocación al gozo esencial para quien lo acepta. El cristianismo es fortuna, es plenitud, es felicidad... El Evangelio es una buena nueva, es un reino en el que no puede faltar la alegría. Un cristiano irremediablemente triste no es auténticamente cristiano. Hemos sido llamados a vivir y a dar testimonio de este clima de vida nueva, alimentado por un gozo trascendente, que el dolor y los sufrimientos de todo orden de nuestra presente existencia no pueden sofocar y sí provocar a una expresión simultánea y victoriosa».

Estoy refiriéndome, evidentemente, a la alegría de Navidad vivida auténticamente. ¿Tiene esta alegría y felicidad algo que ver con la alegría y deseos de felicidad que pedimos para la Navidad? Por desgracia, cada vez menos, pues lo que tantos celebran en Navidad apenas tiene que ver con Jesucristo y su nacimiento en Belén, sino con un conglomerado de actividades, espectáculos, mitos publicitarios y aspiraciones que oscurecen la alegría sencilla que supone conmemorar el nacimiento del Hijo de Dios, y que aporta al ser humano, hombre y mujer, un asombro: Dios me quiere y ha venido hasta mí para crear en este mundo la verdadera fraternidad y la paz.

La salvación que Jesús viene a traernos, en efecto, no es abstracta ni confusa, sino que abraza al hombre en su humanidad concreta. Quiero decir que el realismo de la Encarnación del Hijo de Dios, que nos disponemos a celebrar en la próxima Navidad, nos habla de un Dios que asume la condición humana y se somete en todo a la vida que los humanos tenemos. Por eso, Cristo, toma sobre sí los problemas de los hombres. Entendemos bien lo que dice el viejo Isaías: ha sido ungido el Mesías para anunciar el Evangelio a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar el año de gracia del Señor.

Cristo, el Encarnado, ha salido al encuentro de los seres humanos, para que éstos puedan experimentar la misericordia de Dios, se sientan amados y así experimenten la alegría, pues sus problemas fundamentales pueden solucionarse: dar sentido a su existencia, sentirse amado y perdonado como hermano en una comunidad de hermanos, saciar su hambre y sed de infinito, dar crédito a la posibilidad de eternidad que siente dentro. Naturalmente todo esto empieza por cosas prácticas como son buscar al pobre, al ignorante, al cautivo de mil prisiones, al enfermo, al excluido de la sociedad. A la humanidad enferma o caída, la humanidad de Jesucristo comunica la salvación de Dios.

Los antiguos pueblos hablaban de una doble luz: la luz exterior y la luz interna de los ojos. El progreso técnico ha aumentado cada vez más la luz externa, pues de las velas a la iluminación de Navidad ha hecho sin duda un gran progreso. Pero, ¿cómo se puede perfeccionar la luz interna de nuestros ojos interiores? No parece que aquí hayamos avanzado mucho. Es lógico: esa luz proviene de la fe para conocer las cosas del bien y del mal y hacer lo que realmente nos conviene como seres humanos. ¿Organizaremos las Navidades sólo al exterior? Así es y no hay visos de muchos cambios. Sin embargo, no deja de ser verdad que el hombre se comprende a sí mismo sólo a la luz de la fe. Digo esto para no caer en la frustración en la que incurren tantos en Navidad.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid