Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Homilía

Aniversario de la ordenación episcopal 2005

20 de diciembre de 2005


Publicado: BOA 2005, 443.


Queridos hermanos: Saludo con todo afecto a cuantos habéis querido y habéis podido celebrar la Eucaristía en este día de aniversario de mi ordenación episcopal, cercana ya la Navidad. Me gustaría animar vuestra fe y exhortaros a vivir vuestra preciosa vocación, la que a cada uno le ha dado Dios y Jesucristo ha mostrado por medio de su Espíritu, pero subrayando con fuerza que esa vivencia la hagamos en la comunión de la Santa Iglesia, en la que Cristo nos ha salvado en esperanza.

Aunque la Iglesia está organizada en distintos estados y vocaciones, sin embargo, todos somos uno en Cristo Jesús. Y eso nos da fuerza para cumplir todos la misión que Cristo nos ha otorgado: anunciar el Reino de Dios, que es su Hijo Jesucristo; vivirlo como testigos en medio del mundo. Esta diversidad de vocaciones en modo alguno es causa de división entre los que somos miembros del Pueblo de Dios, ya que todos, por humilde que parezca la función, estamos unidos a la Cabeza. En efecto, nuestra unidad de fe y de Bautismo hace de todos nosotros una comunidad sin discriminaciones, en la que todos gozamos de la misma dignidad, según aquellas palabras de san Pedro, tan dignas de consideración: «También vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo; (...) Vosotros sois una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada, un pueblo adquirido por Dios» (1 Pe 2,5.9).

Todos los cristianos deben saber que somos partícipes del linaje regio del oficio sacerdotal. ¿Qué hay más regio que un espíritu que, sometido a Dios, rige su propio cuerpo? ¿Y qué hay más sacerdotal que ofrecer a Dios una conciencia pura y las inmaculadas víctimas de nuestra piedad en el altar del corazón?

Aunque esto, por gracia de Dios, es común a todos, sin embargo, es también digno y saludable que os alegréis del día de mi ordenación episcopal como de un don que os atañe también a vosotros; para que sea celebrado de este modo en todo el cuerpo de la Iglesia el único sacramento del pontificado, cuya unción consecratoria se derrama ciertamente con más profusión en la parte superior, pero desciende también con abundancia a las partes inferiores.

Por eso, amadísimos hermanos, aunque todos tenemos razón para gozarnos de nuestra común participación en este oficio sacerdotal del obispo, nuestro motivo de alegría será más auténtico y elevado si no detenéis vuestra atención en mi persona: es mucho más adecuado y provechoso elevar la mente hasta Aquél a quien yo re-presento, el Verbo hecho carne, que habita ya entre vosotros desde su primera venida en Navidad, porque se entregó totalmente a la salvación del género humano y en los Doce, con Pedro a la cabeza, fundó la Iglesia, tierra fértil que posibilita cada día la venida de Cristo que llega a nuestro encuentro en cada hombre y mujer y en cada acontecimiento, en los sacramentos sagrados, que nos garantizan su presencia hasta el fin del mundo.

Cada día me siento más cercano a vosotros, hermanos, en esta Iglesia de Valladolid, aún en medio de mi pobreza y limitaciones para tarea tan grande. Y lleva casi todo mi tiempo evangelizar y reflexionar cómo se puede evangelizar mejor, procurando conseguir condiciones mejores para que Cristo sea conocido, aceptado y amado y que sepamos transmitir la fe que nos entregaron nuestros mayores a las nuevas generaciones, que tienen dificultades añadidas para creer en la sociedad actual. Mucha paz me han dado, en este sentido, unas palabras de Benedicto XVI. Es un resumen de un discurso más largo dirigido a un grupo de obispos polacos en visita ad limina. Paso a leerlas, porque me parecen muy certeras:

«El secreto de la nueva evangelización está en la colaboración entre obispos, sacerdotes, religiosos y laicos. Con su manera de vivir, el obispo muestra que el modelo de Cristo no está superado. Una diócesis refleja el modo de ser de su obispo. Sus virtudes —castidad, pobreza, oración, sencillez, finura de conciencia— se graban en el corazón de los sacerdotes. Éstos, a su vez, transmiten estos valores a sus fieles, y así los jóvenes se sienten atraídos a responder generosamente a la llamada de Cristo. Es importante prestar particular atención a la calidad de la formación del Seminario y tener presente, no sólo la preparación intelectual, sino también la espiritual y emotiva. Cuando es necesaria una advertencia, no debe faltar el amor paterno.

El obispo también debe orientar a los religiosos a integrarse en el programa diocesano de evangelización, en colaboración con los sacerdotes y con las comunidades de laicos. Éstos tienen una tarea insustituible, pues se desarrolla en la vida cotidiana, en ámbitos a los que el sacerdote llega con dificultad. La participación en la vida pública es tarea específica del laicado. Todos y cada uno tienen el derecho y el deber de participar en la vida de la polis. La Iglesia no se identifica con ningún partido, ni con un sistema político. Recuerda que los laicos comprometidos en la vida política tienen que dar un testimonio valiente y visible de los valores cristianos, que deben ser afirmados, y defendidos si son amenazados. Los laicos deben hacer esta labor públicamente, ya sea en los debates de carácter político, o en los medios de comunicación. Para que la acción política sea eficaz, debe tener tres condiciones: el amor por la verdad, el espíritu de servicio y la solidaridad en el compromiso a favor del bien común» (cf. Discurso de Benedicto XVI a un grupo de obispos polacos en visita ad limina, el 3-12-2005).

Por supuesto, me falta todavía mucho para alcanzar esa forma de vivir el ministerio episcopal a la que alude Benedicto XVI; mis virtudes no son tales y tal vez por eso no transmito esa vida a los sacerdotes, religiosos y laicos, sobre todo a los jóvenes. Pero lo deseo con toda el alma y os pido que oréis para que sea un buen pastor. También sé que —y no quiero hacer un juicio temerario— a sacerdotes, religiosos, laicos, entre ellos a los seminaristas, os falta igualmente más santidad, unidad y dedicación al Reino de Dios. Pero también os exhorto a entusiasmaros con estas metas de colaboración, unidad, mutua ayuda y comunión eclesial.

Ante nuestra Señora, que nos va a mostrar pronto al Salvador, pedimos todos más pasión y deseo de vivir en Cristo Jesús, dispuestos a evangelizar y a cambiar esta sociedad nuestra, que aparentemente está muy satisfecha sin Dios, pero que muere del frío de vidas sin el fundamento de la existencia puesto en Cristo, el Salvador.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid