Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Homilía

Natividad del Señor 2005 - Medianoche

24 de diciembre de 2005


Publicado: BOA 2005, 445.


«Despiértate, hombre y mujer, porque por ti Dios se ha hecho hombre». Con esta invitación de san Agustín a acoger el sentido auténtico del Nacimiento de Cristo, comienzo esta homilía en la noche santa. Ciertamente se ha hecho hombre por nosotros, y justamente es éste el mensaje que cada año se difunde desde la gruta silenciosa de Belén por todos los rincones de la tierra.

Cerremos la puerta detrás de nosotros. Escuchemos con oído atento la inefable melodía que resuena en el silencio de esta noche. El alma silenciosa y solitaria canta al Dios del corazón su canto más suave y afectuoso. Y puede confiar en que Él le escucha. De hecho este canto no debe ya buscar al Dios amado más allá de las estrellas, en una luz inaccesible, donde habita y ninguno puede verle. Como es Navidad, como el Verbo se ha hecho carne, Dios está cerca y la dulcísima palabra, la palabra de amor, encuentra su oído y su corazón en la sala más silenciosa del corazón.

Mis palabras, queridos hermanos, son de alegría y de paz, impregnadas de deseos de que la luz del recién nacido ilumine vuestras vidas y os traiga la felicidad. Habéis dejado el calor de vuestras casas y ese ambiente familiar que tanto agrada, para celebrar la Eucaristía de medianoche, verdadera celebración de la Navidad. Sabéis, pues, que merece la pena este encuentro. Os agradezco esa prueba de comunión al unirnos en esta Iglesia Catedral. Por medio del Espíritu que hace de nosotros la Iglesia, mandamos desde aquí un saludo y un deseo de paz a todas las comunidades cristianas de nuestra Diócesis que celebran a esta misma hora.

Pero la verdad es que es difícil escribir y hablar de Belén y del nacimiento de Cristo en la ciudad de David, aunque sea Navidad una fiesta universal. Porque con frecuencia, ante esta historia/relato de un Dios que se hace Niño en un portal, los incrédulos —y no faltan— dicen que es una bella fábula; y los creyentes lo viven muchas veces como si lo fuera, asediados por simbolismos y prácticas que se han añadido a esta fiesta que están muy alejados de lo que verdaderamente es ella misma. Por eso, frente a este comienzo de la gran locura de Dios, que es que su Hijo se hace carne y nace, unos se defienden con su incredulidad, otros con toneladas de azúcar.

Porque de eso se trata: de defenderse. Por un lado, sucede que todas las cosas de Dios son vertiginosas para nosotros. Por otro, ocurre que el ser humano no es capaz de soportar mucha realidad. Y, ante las cosas grandes que le superan, se defiende: negándolas o empequeñeciéndolas. Dios es como el sol: agradable mientras estamos lo suficientemente lejos de él para aprovechar su calorcillo y huir de su quemadura. Pero, ¿quién soportaría la proximidad del sol? ¿Quién podría resistir a este Dios que “sale de sus casillas” y se mete en la vida de los hombres?

Por eso, porque nos daba un poco de miedo, hemos convertido la Navidad en una fiesta de confitería. Nos derretimos ante “el dulce Niño de rubios cabellos rizados” porque esa falsa ternura nos evita pensar en esa idea vertiginosa de que sea Dios en verdad. Una Navidad frivolizada nos permite al mismo tiempo creernos creyentes y evitarnos el riesgo de tomar en serio lo que una visión realista de la Navidad nos exigiría.

Lo que nos dice la Navidad es que Cristo, el Salvador, está aquí para nosotros. El misterioso mensaje del nacimiento de un Niño en Belén a quien se llamó “Salvador del mundo” nos conmueve. Sin embargo, los conceptos que escuchamos y utilizamos para hablar cristianamente de la Navidad (redención, pecado, salvación, etc.) suenan a nuestros oídos, y no digamos a los cristianos alejados y a los que se han ido de la Iglesia, como palabras pertenecientes a un mundo desaparecido hace tiempo; y muchos dicen que tal vez fuera un mundo hermoso, pero que no es el nuestro. ¿O sí lo es? Veámoslo.

El mundo en que hizo su aparición la celebración litúrgica de la Navidad (siglo IV) es curioso que estuviera dominado por unos sentimientos en la gente que son muy semejantes a los nuestros en esta Europa y en esta España del siglo XXI. Era un mundo en el que el “ocaso de los dioses” era una realidad. Los antiguos dioses de la pagana sociedad grecorromana en la que vivía la comunidad cristiana habían dejado de existir: el hombre y la mujer ya no podían creer en aquello que había sostenido y había dado sentido a la vida de generaciones enteras. Como sucede con nosotros. Pero aquellos hombres y mujeres no podían, como tampoco nosotros, vivir sin un sentido para sus vidas; lo necesitamos como el pan. Por eso, al apagarse unas estrellas, tuvieron que buscar otras luces. ¿También nosotros hemos de buscar nuevas luces para alegrar la vida en Navidad?

Pero, ¿dónde encontrarlas? ¿Estarían entonces para aquellos hombres y mujeres en el culto mistérico al sol invencible, que recorre día a día su camino por la tierra y que el 25 de diciembre, en medio del solsticio de invierno, podía celebrarse como el nacimiento anualmente renovado de la luz, que renacía continuamente? Las liturgias del culto al sol invicto se habían apropiado de ese modo de uno de los primigenios miedos y esperanzas del hombre. Sin duda los emperadores romanos intentaban, por medio del culto al sol, proporcionar a sus súbditos una nueva fe, una nueva esperanza. ¿Lo conseguían? Por lo que sabemos, rotundamente no, porque el frío en el corazón seguía y la desesperanza y el vacío.

Esa época es también la época en que la fe cristiana era proclamada, intentando llegar al corazón de aquellos paganos grecorromanos. De ahí que muy pronto tomaran los cristianos el 25 de diciembre como fecha para celebrar el nacimiento de Cristo de María Virgen en Belén. Cristo sí es la verdadera luz del mundo. El sol es bueno, pero el poder que tiene no lo tiene por sí mismo; sólo puede existir y tener poder porque Dios lo ha creado en su Hijo. Y hay que adorar al verdadero Dios, la fuente de toda luz. ¿No os dais cuenta de que hay una oscuridad y un frío contra los que el sol no tiene eficacia alguna? Son esa oscuridad y ese frío que provienen del corazón cuando está lleno de tinieblas: odio, injusticia, manipulación cínica de la verdad, crueldad y trato indigno de la persona.

Pero, hermanos, al llegar aquí experimentamos qué actual es todo esto y cómo lo mismo que aquellos cristianos dialogaban con el romano adorador del sol, nosotros, cristianos del siglo XXI, podemos hacerlo con el hermano no creyente o con los cristianos alejados de la fe y de la Iglesia. El miedo primitivo a que el sol pudiera morir un día ya no nos preocupa: la física he hecho desaparecer ese miedo. Pero, ¿no sigue siendo el hombre actual un ser del miedo? ¿Qué periodo de la historia humana ha podido sentir ante su propio futuro más miedo que el nuestro? Tal vez la razón de que el hombre actual viva tan sólo del presente haya que buscarla en que no resiste mirar el futuro a los ojos. ¿Acaso no buscamos hoy otros soles que calienten algo nuestro frío interior, soluciones que no son soluciones? ¿Acaso no deshumanizamos la vida sin buscar la verdad y todo lo reducimos a la eficacia, caiga quien caiga, yendo a lo práctico y tangible que cubra nuestros cuerpos del frío del alma?

Ya no tememos que el sol pueda ser vencido por las tinieblas, que un día pueda no regresar cuando se pone; pero seguimos teniendo miedo de la oscuridad que viene del hombre. Tenemos miedo de que el bien pierda su fuerza en el mundo. De que poco a poco pierda su sentido intentar vivir en la verdad, la pureza, la justicia, el amor, porque pronto reinará en el mundo la ley del más fuerte, de los que actúan sin consideración y con brutalidad, y no los santos. Estamos viendo la fuerza del dinero, del cinismo de aquellos para quienes no hay nada santo. Con cuánta frecuencia nos encontramos con que nos ha invadido el miedo a que no exista sentido alguno en este mundo, que no merezca la pena el luchar por el bien común y no partidista, que no valga el buen hacer de los políticos honrados, de los que ayudan a los demás por amor, por respeto, por el valor que tiene el ser humano por sí mismo.

¿Y qué podemos ofrecer como Iglesia que somos? ¿Qué tenemos para quitar el frío y la oscuridad en la que la vida de la humanidad sufre y busca con tanto ahínco? La pequeñez de este Niño, frágil, aparentemente sin fuerza y sin el poder de los poderosos de este mundo. Ahí está, en Cristo Jesús, la solución, dice la Iglesia: la grandeza decisiva de aquello de lo que depende la historia y el destino del mundo reside en lo que aparece pequeño a nuestros ojos. Dios, que eligió para sí al pequeño y olvidado pueblo de Israel, convirtió en Belén y de forma definitiva la señal de lo pequeño en señal decisiva de su presencia en este mundo. Es este Niño quien quita el frío y el sinsentido. Dejemos que entre dentro de nosotros.

«En el Niño de Belén —escribía el actual Papa hace más de 35 años— ha hecho su entrada en este mundo la fuerza invencible del amor divino; este Niño es la única esperanza verdadera del mundo. Y nosotros estamos llamados a seguirle, a confiarnos al Dios cuya señal es lo pequeño y humilde. Por eso en esta noche una inmensa alegría ha de llenar nuestro corazón, pues, pese a todas las apariencias, es y sigue siendo verdad que Cristo, el Salvador, está aquí» (J. Ratzinger, Palabra en la Iglesia, Sígueme, Salamanca 1976, 293). ¡Cómo no desearos, hermanos, una Feliz Navidad y la alegría que sacia nuestro corazón!

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid