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Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Navidad: amor y alegría

25 de diciembre de 2005


Publicado: BOA 2005, 435.


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Quiero antes de nada desear a cuantos me escuchen o lean una hermosa y feliz Navidad. Nadie nos debe quitar la certeza de que Jesús nace por cada uno de nosotros, porque nos ama enloquecidamente y porque nos libera de una concepción estrecha de lo que somos como seres humanos, abiertos a Dios y llamados a una fraternidad que tiene su punto de referencia en el amor de Cristo.

«Alegraos», dice san Pablo; «os lo repito, alegraos». La palabra «alegría» es un concepto fundamental del cristianismo, que por su propia esencia es y quiere ser “Evangelio”, Buena Nueva. A pesar de ello, el mundo está confundido con el Evangelio y con Cristo precisamente en este punto, apartándose del cristianismo en nombre de la alegría, que él, con las que algunos creen infinitas exigencias y prohibiciones, hubiera arrebatado a los hombres, sobre todo a los jóvenes. Ciertamente no es fácil entender que la alegría de Cristo no puede confundirse con el placer banal procedente de algún goce.

Pero sería falso interpretar las palabras «alegraos en el Señor» como si significaran «alegraos, pero en el Señor», de modo que debiera anularse en la oración subordinada lo que se había dicho en la principal. Se dice «alegraos en el Señor», por la sencilla razón de que san Pablo cree evidentemente que toda verdadera alegría está contenida en Él y que fuera de Él no puede haber regocijo auténtico. Quiero decir que toda alegría que ocurra al margen de Él o contra Él no satisface, sino que introduce cada vez más en un torbellino en el que, a la postre, ya no se podrá ser verdaderamente feliz. Es acertado, pues, lo que la expresión «alegraos en el Señor» dice, a saber, que la verdadera alegría ha aparecido por primera vez en Cristo.

Lo único que, al final, importa en nuestra vida no es sino ver a Cristo y aprender a conocer al Dios de la gracia, la luz y la alegría del mundo. Sólo será verdaderamente alegría nuestra, cuando ya no descanse ésta en las cosas que pueden ser destruidas y nos pueden ser arrebatadas, sino en la profundidad íntima de nuestra existencia, que ningún poder del mundo podrá arrebatarnos.

Ahora bien, cuidar de la belleza de Dios, abrirse a su alegría y ocuparse de los pobres de Dios son cosas inseparables. El hombre no tiene necesidad solamente de lo útil, sino de lo bello. La belleza que se regala al niño de Belén es obsequio para todos, y todos la necesitamos como el pan. Quien quita la belleza al Niño para transformarla en algo útil no ayuda, sino que destruye. Ciertamente, si nos unimos a la peregrinación de los siglos, que requiere prodigar la belleza de este mundo por el nuevo rey nacido, no debemos olvidar que Él sigue viviendo todavía en un establo, en la cárcel, en las favelas, en los inmigrantes y marginados y que no lo alabamos si no somos capaces de descubrirlo en esos sitios y esas personas.

Por eso me disgusta tanto que cada celebración de la Navidad no suponga un enjugar una lágrima o reparar una injusticia, un amar todo el año porque ha nacido el Amor y la Alegría. Os deseo una feliz Navidad en el Señor.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid